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Huasipungo


Enviado por   •  11 de Septiembre de 2014  •  2.119 Palabras (9 Páginas)  •  240 Visitas

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“Huasipungo” una novela sensacional

por Enrique S. Portugal P.

(De “Leviatán” de Madrid)

[Este es uno de dos ensayos acerca de la obra de Icaza escritos por Portugal. Ambos fueron incluídos en la edición de Huasipungo de 1936.]

Jorge Icaza, joven y valiente escritor ecuatoriano, acaba de dar una novela real de contornos sensacionales equiparada sólo con “La vorágine” de José Eustasio Rivera. Se trata, sin duda alguna de la más grande novela indoamericana, escrita en estos últimos tiempos y seguramente en estas últimas décadas.

“Huasipungo” (parcela de tierra donde levantan los indios sus míseras viviendas) es el alarido desgarrador y sangrante de una raza que se debate en los últimos estertores de una agonía interminable.

Terquedad de raza. La bota, y el fuete del gamonal, primero; luego el diezmo para la salvación del alma con que el cura roba los míseros centavos ahorrados por el indio; y, por último, la brutalidad del gringo explotador con sus ojos ávidos de oro y de conquista, son los cilicios con que el indio cae crucificado y ahogado en su propia sangre.

“Huasipungo”, a la manera de esa otra gran novela italiana “Fontamara”, de un profundísimo contenido social, nos describe la vida miserable y dantesca de los indios del Ecuador. Pudo haber ella sido escrita en Colombia, Brasil, Perú o Bolivia. Las escenas y el crudismo inmenso de la vida de los indios son idénticos. Cuando he vivido o he visitado estos tres últimos países, “mi furia ha temblado sin saber dónde estrellarse”, y ha terminado por hervir en mis venas a 120 grados. Y esa misma furia que he visto temblar tantas veces en los ojos rasgados de los indios.[”] “no ha dado tiempo para nada. El primer planazo del terrateniente ha eclipsado toda súplica”, se ha estrellado sobre las espaldas de los indios, el fuete se ha encargado de rubricar la orden del patrón sobre los torsos, la bota de dejar su presencia sobre las costillas, y las balas dibujar su rosario de cuentas sobre los amplios pechos; los hijos flácidos o las mujeres semidesnudas han sido sus últimos recuerdos. Y así ha seguido la cadena de sufrimientos. . .

El hambre

Los indios se han sublevado. La sangre en ebullición de protesta zumba del corazón al puño y del puño sale hasta los gamonales. La rebelión del alarido, con su sonido ronco y pausado, está reuniendo a rodos los indios, que brotan como hormigas de la tierra al llamado del pututo. El sonido es tétrico, aullador, desesperante. Tiembla el corazón, los nervios adquieren la tensión del pensamiento. Los puños febriles se apretujan a la espera de algo tétrico: luego se calmarán con la sangre caliente que brotará de bocas y pechos. Después del combate contra el caciquismo del terrateniente, los indios saciarán su hambre basta el hartazgo; ese hambre de días, de semanas, de meses, de años, de siglos. . . Porque ya no claman los indios: son el hambre y la humillación quienes claman. El hambre, el hambre, el hambre. . .

“Por la aldea y el valle cruzan ráfagas de hambre enhebrando casuchas, chozas y huasipungos.

“No es el hambre de los rebeldes que se dejan morir en las cárceles; es el hambre de los esclavos que se dejan matar.

“No es el hambre de las estrellas de cine que conservan la línea; es el hambre de los indios que conservan la robustez de las élites latifundistas.

“No es el hambre de los desocupados: es el hambre de los indios archiocupados hambrientos.

“No es el hambre improductiva: es el hambre que ha engordado los trojes de la sierra, que ha puesto motor en el orgullo de la aristocracia capitalina.

“Hambre que toca el arpa de los costillares de los guaguas y de los perros.

“Hambre que se cura con la receta de la mendicidad, la prostitución, el robo.

“Hambre, carajo, que muerde las tripas de los indios callados, humildes. La humildad debe ser virtud de dioses: los indios se sienten hombres.

“Hambre que se desborda, hambre que no pudiendo caber en las casas, se arrastra por las calles, por la calle lodosa por donde ahora se ve arrastrarse mendigos indios, por donde se ve saltar los paralíticos, los tullidos, con salto de saltamontes.

“Hambre que florece en las bocas de los guaguas tiernos”.

Y montados sobre este potro del hambre, del hambre, parten envueltos en sus rebeldías a razón de diez mil leguas a la hora, timoneando su coraje, latigueando su fe y su desconsuelo. Parte el pongueaje hacia la caza del amo que huirá presuroso cuando la santa ira de la raza del color del bronce cuaje en actitudes certeras, cansada ya de tanto sufrimiento. Con los jirones de sus carnes trenzará el látigo vengador, con los de su espíritu embardunará su odio.

La prostitución y el hambre

Yo he visto en el sur peruano o el norte de Bolivia varias de las escenas que tan admirablemente describe Icaza. Puedo decir, a fe de honrado, que todo es auténtico real, vivido.

Esos pasajes donde las hijas de quince años abandonan los hogares indios para guarnecer su hambre y el hambre de sus hermanitos en los prostíbulos de las ciudades, son auténticos. Allá se entregan doblegadas por el hambre que las ha ganado, no ya a la furia y el látigo del terrateniente, sino a la furia sexual y al furor cabrio de los hijos de los fazendeiros y latifundistas.

Así Icaza, fiel narrador de este tremendo caos donde loe estómagos de los indios claman a gritos el pan nuestro de cada día, nos narra escenas tan crudísimas como acuella en que “el Melchor, asustado de las habladurías del pueblo”, exhortó a la hija:

“—Nu’es de que’s’tés degenerándote así.

La hija contesta:

—¿Y qué querís que hagamos? ¿Querís verme morir de hambre? ¿Querís verles morir de hambre a los guaguas?

No. . . balbucea el chagra viejo, sin atinar la contestación que acabo con todas las artimañas de la hija, y, lleno de ira, continúa:

—No

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