Invención Del Niño
RCSCH18 de Septiembre de 2014
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La invención del niño. Digresiones en torno a la historia de la literatura infantil y la historia de la infancia1
Daniel Goldin*
Leer y escribir antes y después de Babel
En el principio fue el verbo, por lo menos ésa es la idea que, transmitida durante siglos por la tradición judeocristiana, le dio a la palabra y a todo acto de lenguaje un valor seminal y trascendente que rebasa ciertamente el plano de la mera expresión.
Tal como relata el Génesis, Dios crea el mundo mediante sucesivos actos de lenguaje. “ Y dijo Dios: sea la luz, y fue la luz”, es el primero. Prosigue de manera similar con el agua, la tierra, los vegetales y animales que la pueblan. Tras cada creación, Dios contempla sus obras, ve que son buenas y entonces les da nombre.
Sólo con el ser humano, su creación final, establece un ritmo diferente. Creado a imagen y semejanza del ser divino, el hombre participa en la creación del mundo, nombrando.
“Jehová Dios formó, pues, de la tierra toda bestia del campo, y toda ave de los cielos y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar, y todo lo que Adán llamó animales vivientes, ése es su nombre” (Génesis 4:21).
Adán asigna un nombre a todos los seres vivos. Estos nombres, a su vez, son una delineación exacta y total de su propia esencia. No cabe ocultación alguna, y mucho menos falsedad. En el lenguaje adánico no hay sombras ni ambivalencias.
“Ese esperanto adánico –dice George Steiner– era tautológico con respecto a la verdad y al mundo. Es decir, los objetos, las condiciones de percepción y predicación que se encontraban en la realidad, correspondían exactamente, punto por punto, como en una ecuación, a los términos usados para nombrarlos y describirlos”, concluye Steiner (1998: 108).
Tal vez por esa primordial univocidad del lenguaje, mientras hablaban una sola lengua, los hombres pudieron plantearse construir una torre y rivalizar con el poder divino al acceder a sus alturas, como se puede colegir en el enigmático y breve relato del Génesis: 11.
Pero no sólo en la tradición judeocristiana perdura la memoria de una lengua única, prístina y original. Steiner nos dice que los antropólogos y los etnógrafos apenas encuentran una comunidad étnica conocida en la que no haya reminiscencias de la existencia de una lengua primordial de la cual el hombre fue
1 Daniel Goldin presentó este trabajo como conferencia inaugural del Seminario Internacional “Los creadores y su obra”, realizado en el marco de la XIX Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil, llevada a cabo en la ciudad de México, en diciembre de 1999.
* El autor estudió Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad Autónoma de México. Creó y dirige los proyectos de libros para niños y formación de lectores del Fondo de Cultura Económica y es el Director-editor de Espacios para la lectura.

escindido brutalmente.
Sea por la osadía humana de levantar una torre en la llanura del valle de Sinar, o por el sacrificio de algún animal sagrado, como señalan algunos pueblos amerindios, las diferentes culturas guardan en su memoria ancestral el recuerdo de un desastre inaugural que hace estallar esta lengua primordial en una infinita multiplicidad de idiomas: veinte mil lenguas diferentes, dispersas a lo largo del planeta.
Nunca más volverá el hombre a hablar una sola lengua. Nunca más estará en condiciones de entenderse con todos los otros hombres. Cada lengua establece un recorte singular sobre la realidad. No hay equivalencias exactas. Toda traducción es simultáneamente traición y recreación.
Tal como nos ha llegado, el relato de Babel supone implícitamente que la humanidad entera, unida por un propósito común y por una lengua compartida, pudo efectivamente acceder a ese terreno reservado al ser divino, algo imposible después del castigo, como también resulta imposible establecer un propósito común. Pero el relato no aclara si el castigo es la multiplicación de las lenguas o la disolución de aquella primera vinculación diáfana entre la palabra y la realidad.
Lo cierto es que hablar después de Babel es usar un instrumento equívoco pues ninguna lengua mantiene la transparencia de la lengua adánica. Ésta es la raíz de la confusión que signará de ahí en adelante la comunicación entre los hombres (recordemos que el término Babel proviene de la raíz hebrea balal, que quiere decir “confundir”). Si solamente fuera provocada por la multiplicación de los idiomas, su dimensión sería notoriamente más reducida. Pero es un fenómeno que se da en el interior de cada lengua pues, como es sabido, los lingüistas y los estudiosos se han encargado de explicar que el lenguaje no es sólo un instrumento de comunicación, es una fuente de malentendidos, de ambivalencias, de oscuridades y equívocos. No hay palabra, no hay frase, desde luego no hay texto que pueda ser entendido de la misma forma por todos y cada uno de los hablantes de una lengua particular. Alguien dice algo e inevitablemente el que escucha entiende otra cosa, pues el lenguaje está lleno de historia, impregnado de afectos, de resonancias, de recuerdos. Cada idioma es una corriente infinita y perpetuamente cambiante, sujeta a múltiples tensiones: por aprehender la realidad, por acotar sentidos, por vencer a lo innombrable, por expresar los sentimientos, por aclarar lo turbio o ambivalente.
Lo grave es que el hombre requiere del hombre para vivir y que para convivir con sus semejantes requiere, indefectiblemente, del lenguaje. Estamos condenados a perpetuar un drama porque nuestro instrumento es precario y equívoco: hay un Babel en el interior de cada idioma. La palabra es el sitio donde se escenifica una disputa continua y soterrada entre nuestras diferentes apreciaciones del mundo, una lucha por interpretar y crear la realidad y por participar en ella. Con esa herramienta precaria y compleja, con ese instrumento esquivo, a la vez oscuro y luminoso, los hombres posbabélicos levantamos diariamente torres más humildes que la pretenciosa torre de la llanura de Sinar; construimos la comunidad donde vivimos, el hogar donde mutuamente nos consolamos y reconfortamos, la plaza donde buscamos y encontramos sentido. ¿Cómo podemos construir con un instrumento tan lábil? ¿Cómo hacemos para que no se derrumbe todo lo que con él edificamos? Sólo hay una respuesta:
hablando, escribiendo, leyendo; es decir, generando nuevos encuentros y desencuentros, choques y enfrentamientos, sucesivas aproximaciones a un sentido común, a un espacio simbólico que envuelve la totalidad de nuestra vida.
Sea cual fuera la validez y universalidad del mito babélico, no podemos negar que las más diversas culturas conservan vestigios del estado inaugural del lenguaje, corrompido luego por la historia. El respeto que diferentes lenguas y culturas le brindan a la palabra, y en particular al arte de nombrar, denotan con claridad la suposición de una relación profunda entre la palabra y la cosa. Borges ilustra esto en un poema memorable:
Si (como el griego lo afirma en el Cratilo) el nombre es arquetipo de la cosa,
en las letras de rosa está la rosa.
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
Para todas las culturas dar nombre es reconocer un destino o definirlo. En muchos pueblos la relación con el nombre es tan profunda que cada persona debe tener un nombre secreto que no pueda ser pronunciado por nadie.
Pero no sólo al dar nombre reconocemos la consustancialidad de la palabra y lo real: maldecir es intervenir en la suerte de un ente para causar su daño. Bien-decir es protegerlo. Y si prestamos atención, podríamos juntar muchas expresiones que remitiesen a esta vinculación entre la palabra y lo real.
Cuando la palabra es también un cuerpo, cuando se convierte en escritura, la presunción de su poder es mucho mayor. Por eso en culturas como la árabe, la china o la judía había una interdicción de escribir ciertos nombres. O, en sentido contrario, en esas y otras muchas culturas se usan palabras escritas como amuletos para canalizar energía.
En la tradición judía, tal vez una de las que más ha trascendido la sospecha de la vinculación entre la palabra y lo real, la presunción del poder de la palabra no ha mermado por la catástrofe babélica. El término dabar designa simultáneamente palabra y cosa. No hay un término que las diferencie, ambas están inextricablemente unidas. Quizá por eso el verbo ser o estar no se conjuga en el presente: cada sustantivo es, y si quiero decir “yo soy yo” debo repetir la palabra yo dos veces: ani ani. Sin duda también por eso los antiguos cabalistas creían que el estado de zozobra del mundo se debía a la existencia de una errata en el texto divino.
También encontramos resabios del vínculo primordial entre la palabra y lo real en muchos hechos, costumbres y creencias que perduran hasta nuestros días. El respeto exacerbado hacia los libros; la prohibición común hasta hace años de escribir en ellos, subrayarlos o incluso doblar sus páginas. La actitud de muchos fanáticos al quemar libros contrarios a sus creencias, revela que no sólo buscaban impedir que éstos se leyeran, pretendían también limpiar al mundo de algo que alteraba profundamente su cauce “correcto”.
Sin embargo, en nuestra concepción del lenguaje existe una vacilación. Hace muchos siglos que los hombres dudamos entre asignarle una cualidad ontológica a la palabra o contraponerla al ser o a la verdad.
Words, words, words. Palabras, sólo palabras, decimos con frecuencia, para
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