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LA VERDAD


Enviado por   •  12 de Diciembre de 2013  •  Tesis  •  1.480 Palabras (6 Páginas)  •  240 Visitas

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LA VERDAD

En una reflexión sobre el diario, en su caso no íntimo sino casi privado y casi público, André Gide dice que el artista “no debe narrar su vida como la vivió sino vivirla como va a narrarla”. La cita aparece en De eso se trata y, de improviso, parece raro toparse con Gide en una página crítica de Juan Villoro, extrañeza que se va difuminando cuando se comprueba que ambos comparten, como narradores, las características del corredor de fondo: cierta tozudez, espíritu de sacrificio, deseo de sobrevivir a su propia época siéndole fiel... En Villoro (ciudad de México, 1956) hasta una colección de ensayos literarios responde a la ejecución de un mecanismo narrativo. De eso se trata se titula así por la traducción que Tomás Segovia hizo del monólogo de Hamlet, culminándolo no con “He aquí el dilema” o “Esa es la cuestión” sino con un mondante y sonante “De eso se trata”, información que, pocas páginas más adelante, con la camisa ya arremangada, Villoro convierte en la promesa de un cuento.

Villoro ilustra con una anécdota el viejo asunto que George Steiner retomó recientemente –el maestro y el alumno y su comercio socrático–, y con esa velocidad controlada que otros llamarían ritmo vamos a dar al salón 203, en la Universidad de Yale, donde se aparece, sin otro rasgo de la nieve que el pelo desordenado por la ventisca, Harold Bloom disertando, en calidad de seminarista, sobre Shakespeare. Del miedo que ha padecido Bloom de quedarse varado y “caer de espaldas sin poderse levantar al estilo de Humpty Dumpty”, el narrador ha pasado al amuleto que hace posible el libro, el cuaderno escolar que le regaló a Villoro una alumna en el cual anota las lecciones shakespeareanas en Yale, y en ese trance escuchamos su testimonio del horrible año mexicano de 1994 y lo vemos dibujar un esbozo strindbergiano de su madre. En fin, no había pasado de la página 21 de De eso se trata y ya habitaba yo ese mundo a la vez cercanísimo y extravagante que es el de nuestros contemporáneos más lúcidos.

Esas primeras páginas dedicadas a Shakespeare y a Cervantes dan el tono de un libro cuya unidad de propósito me alegra, aún más si considero que se trata de textos que en su gran mayoría había yo leído durante la última década. No es del todo frecuente que las recopilaciones, ese mal menor al que estamos obligados los ensayistas, dupliquen, como totalidad, el aprendizaje que nos habían ofrecido, en primera instancia, como partes. Sé que en la hora de los fantasmas Villoro juraría como cuentista, pero lo tengo entre nuestros mejores críticos, y creo que De eso se trata, apenas su segundo libro de ensayos, lo confirma. Es un libro aun más libre (aunque menos aliñado) que Efectos personales (2000), volumen memorable por varias razones (ejemplarmente, los retratos de Valle-Inclán, de Arthur Schnitzler y de Carlos Fuentes con Goya) y por contener una proeza sólo accesible a Villoro: la de introducir a Julie Andrews, la novicia rebelde, en un ensayo sobre Thomas Bernhard.

El siglo en que Villoro se siente más a gusto es el XVIII, en el tramo que va de las pelucas a las melenas y que corresponde, en De eso se trata, a su Casanova, que se despide dejando iluminada y visible desde el futuro su ventana. Algo tienen los ilustrados de Villoro que parecen protagonistas de un Sturm und Drang transformado en ópera rock, siempre jóvenes (a veces, ridículamente jóvenes) y a la vez actuando perfectamente sus papeles de clásicos. El Goethe (tan humano y tan inverosímil) de Villoro es tan bueno como el de Alfonso Reyes. Y es que a Villoro le va bien el XVIII porque su verdadero nacimiento como escritor fue cuando tradujo del alemán y prologó los aforismos de G.C. Lichtenberg (1989), a cuyas aventuras en el Nuevo Mundo les dedica un capítulo en Deeso se trata.

Villoro encontró en Lichtenberg la horma de su pensamiento narrativo. Gusten o no gusten sus libros de cuentos (La casa pierde y Los culpables) o sus novelas (El disparo de Argón, Materia dispuesta y El testigo), a todos ellos los sostiene un sentido del equilibrio tomado de Lichtenberg, que consiste en poner a la razón junto al ingenio y en sólo obedecer a los sentimientos una vez que hayan sido descalificados por la razón. O para decirlo con Lichtenberg: tomar en cuenta al “espíritu con su cuerpo satélite o el cuerpo con su espíritu satélite”.

Sin la frecuentación

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