La Ciudadania, Derechos Humanos
bettyperez13 de Noviembre de 2012
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III Momento: Fundamentos filosóficos, políticos, económicos, culturales, sociales y jurídicos de Ciudadanía, Derechos Humanos, Igualdad Real y Justicia Social.
Los (as) estudiantes y docentes crearán espacios de reflexión y propiciarán diálogo de saberes con la comunidad sobre los derechos humanos, la igualdad y la justicia social no como valores formales o abstractos; ni como pilares fundamentales sino como referentes importantes para la convivencia en la complejidad y diversidad, la democracia, el reconocimiento del otro y de las diferencias, para superar la exclusión y fomentar la inclusión, siendo indispensable el análisis crítico y contrastación con la realidad a partir del intercambio colectivo de los habitantes de la comunidad, sus organizaciones y movimientos sociales y populares
CIUDADANIA
Ciudadanía y Estado moderno
Con la institución del estado moderno los criterios de pertenencia acabarán cambiando sustancialmente, efecto tanto de la idea misma que subyace a su instauración como a las circunstancias en que nace y se desarrolla. El estado moderno, es bien sabido, surge en un espacio social de fragmentación: fragmentación cultural (lenguas nacionales), religiosa (Reforma), política (poder feudal). La idea que lo funda es la de instaurar una unidad de los diferentes, ajena sin duda a la homogeneidad propia de la comunidad antigua, pero también a la ausencia de diferencias etnoculturales fuertes, tras los efectos homogeneizadores de la cultura romana y del cristianismo. El último obstáculo a superar sería, precisamente, la diferencia religiosa (una diferencia menor, por darse en la identidad del cristianismo). El estado se instaura eficazmente en la medida en que reenvía a lo privado, a la particularidad, los factores etnoculturales y religiosos, presentándose como espacio público universal, neutral en cuanto a determinaciones étnicas, culturales, religiosas, ideológicas, etc. Por tanto, todas aquellas cualidades que antes habían servido para fundar la pertenencia, ahora son neutralizadas políticamente en la idea del estado. La pertenencia a la comunidad política, en consecuencia, deja de definirse por cualidades objetivas etnoculturales para hacerse por decisiones subjetivas, la libre aceptación del pacto social.
El discurso político que inaugura el estado moderno presenta a éste como resultado de un pacto entre sus miembros. Es decir, supone en el origen un mundo poblado de individuos, sin presencia de determinaciones políticas y sin eficacia de determinaciones etnoculturales; en ese escenario grupos de individuos, haciendo abstracción de sus determinaciones e identidades prepolíticas, deciden ligarse mediante un pacto social, que instaura al mismo tiempo un espacio social, económico y cultural y un orden político. En dicho contrato, como ponen de relieve las formulaciones más canónicas del mismo, de Hobbes a Rousseau, nadie es automáticamente excluido, ni en el presente ni en el futuro. En ese imaginario de legitimación en que consiste el pacto social, pertenecen al estado quienes suscriben el mismo, es decir, quienes deciden jugar con las reglas de juego que en el mismo se instauran. En la medida en que el pacto queda siempre imaginariamente abierto, al mismo pueden sumarse cuantos opten por aceptar el juego político. En rigor, desde el "individualismo" liberal, desde esa idea del hombre desencarnada, descontextualizada, desculturizada, desdivinizada, desencantada, es imposible negar con coherencia la pertenencia, y por tanto la ciudadanía, a cuantos aspiren a ello. Sólo sería legítimo, con el argumento de la racionalización del proceso, algunas exigencias protocolarias orientadas al orden y estabilidad del proceso, es decir, a evitar disfunciones contrarias al sentido del pacto.
Este discurso liberal fue ampliamente respetado, en esencia, durante siglos; en sus figuras más marginales, como la libre elección de residencia, la ciudadanía sería ampliamente respetada . El discurso liberal se mantuvo bastante coherente mientras la clase burguesa necesitaba mano de obra de otros lugares y países; las necesidades del capitalismo ayudaban la coherencias con el discurso universalista. El lastre residual de las antiguas formas de identificación y exclusión era soportable. No obstante, pesaba en contra la conciencia o el instinto de clase, que empujaba a pensar el estado como un espacio económico natural, al modelo de una fábrica, donde los bienes producidos se repartieran entre los productores y de forma desigual entre ellos.
Queremos decir que las formas de identidad-exclusión prepolíticas fuertes fueron sustituidas por otras más débiles, integradas ideológicamente en torno a la idea depatria. La patria, como referente político-jurídico, libre de determinaciones etnoculturales, es el único factor de identidad que mantiene el liberalismo; y tal cosa no es trivial. No nos parece sorprendente la idea de Rousseau expuesta en el Emilio, según la cual no puede haber ciudadanos donde ya no hay patria, que apuntaba directamente al corazón del estado moderno, bajo la añoranza de una patria comunitaria donde tuvieran su peso y su expresión las identidades culturales y religiosas. Sí parece sorprendente, en cambio, que el propio liberalismo mantenga la idea de patria y la tome como referente de la ciudadanía. Sorprendente porque el liberalismo, en su discurso sobre el Estado moderno, ha roto simultáneamente con la idea clásica de ciudadanía y con la de pertenencia que la fundaba. No será sólo Marx quien afirme que "los proletarios no tienen patria", sino los hombres del 89, con Condorcet a la cabeza, quienes se proclamen "ciudadanos del mundo".La idea clásica de ciudadanía refería a un título sustantivo, a una condición finalista del hombre; ser ciudadano era la manera de realizar y culminar la esencia humana, la manera de adquirir y ejercer las virtudes más eminentes del hombre; y a dicha condición, a dicho título, se accedía mediante la determinación de la pertenencia, entendida en sentido étnico cultural, en sentido genuinamente ético (compartir carácter, costumbres, historia, lengua, tal vez raza, etc.) Pero el liberalismo ha roto con ese horizonte de significación; por tanto, si sustituye la comunidad etnoética por la patria, es a costa de eliminar de ésta todo contenido ético y reducirla a referente político jurídico. No podrá ir más allá de una "patria" que a medida que irrumpe en una historia contemporánea homogénea y banal acaba perdiendo su sentido. Hoy "defender la patria", como sin duda clamaría el republicanismo progresista de los siglos pasados, resulta obsoleto.De todas formas, el factor económico que favorecía la flexibilización del sentimiento patriótico, al mismo tiempo reconstruía una nueva identidad excluyente. El conflicto se solucionaba con el recurso a figuras subordinadas de la ciudadanía. Del simple permiso de residencia al ciudadano pleno, se extendían los diversos estatus definidos por el repertorio progresivo de derechos que disfrutaban. Los derechos políticos quedan reservados a los hombres de la clase burguesa, propietarios de la patria: el censo, figura despiadada de la desigual ciudadanía, dejaba sin participación efectiva a los pobres y a las mujeres, si bien les reconocía como ciudadanos-súbditos.No entraremos en la larga historia de la lucha por el sufragio universal, y por las luchas por la igualdad política de la mujer y el hombre. Basta, de momento, fijar esta idea: el Estado moderno instaura una escala de ciudadanía. Y cuando ha de ceder al sufragio universal, la sigue reproduciendo de facto, aunque no de jure, sea poniendo obstáculos a la participación, sea no corrigiendo los obstáculos que la misma sociedad pone. Sus restricciones se centran en los niveles de privilegio, siendo más permisivo en los estatus bajos, en la permisividad ante la mera residencia. En definitiva, tanto en su cualidad como en su extensión, el título de ciudadano pivota sobre las funciones y necesidades económicas. Textos no faltan. D´Holback, en su Política natural (1774) podía ligar la ciudadanía plena al propietario de la tierra, limitándosela a los asalariados: " Todo hombre que puede subsistir honestamente con los frutos de sus posesiones, todo padre de familia que tiene tierras en un país, debe ser considerado como ciudadano. El artesano, el tratante, el empleado, deben ser protegidos por el estado al que sirven útilmente a su manera, pero no son verdaderos miembros más que cuando, por su trabajo y su industria, han adquirido bienes fondarios. Es la gleba quien hace al ciudadano" (34). Y Jefferson, en sus Notas sobre Virginia (1791) podía generalizarla a cuantos por propiedad o por cualificación gozaran de independencia económica: "Aquí todo el mundo puede tener un terreno que labrar por sí mismo, si lo desea; o si prefiere el ejercicio de cualquier otra industria, puede exigir por ella tal compensación que no sólo se puede permitir una subsistencia cómoda, sino los medios para compensar el cese del trabajo al llegar la vejez. Todos por sus propiedades o por su situación satisfactoria, están interesados en defender las leyes y el orden. Y esos hombres pueden conservar, con seguridad y provecho, un sano control de los negocios públicos y un grado de libertad que en manos de la canaille de las ciudades de Europa se verán instantáneamente pervertidos y usados en la demolición y la destrucción de todas las cosas públicas, y privadas". Ambos, D'Holbach y Jefferson, montan la ciudadanía sobre las espaldas de la propiedad, no sobre determinaciones etnoculturales.En el capitalismo contemporáneo, postburgués, las condiciones cambian, especialmente en dos aspectos. Primero: el exceso de población (juego de la demografía
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