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La Cultura Como Obra De Arte Total

carolillanes26 de Junio de 2013

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LA CULTURA COMO OBRA DE ARTE TOTAL*

Author: Eduardo Subirats

* Capítulo III de la obra La cultura, como espectáculo, (la próxima aparición en Editorial Anthropos, Barcelona.

LA ANALOGÍA entre la obra artística y la producción tecno-científica del mundo como simulacro pone de manifiesto todavía otros aspectos importantes de la cultura moderna. Al fin y al cabo, el simulacro no solamente es heredero de la dimensión ontológica de la obra de arte, su constitución como tina realidad autónoma más consistente e intensamente real que la realidad misma. Es también una obra de arte en cuanto al proceso de su formación, así como de su significado social. Que el mundo se convierte en simulacro medial o tecno- científico, quiere decir que la realidad del inundo objetivo, tal como la experimentamos a la vez subjetiva y colectivamente, ha sido creada, compuesta o programada como una gran obra de arte colectiva, absoluta y universal: una obra de arte total.

Pero quizás sea más ilustrativa, a este respecte), una experiencia, más ligada aparentemente a las técnicas modernas de psicoterapia que al arte drámatico, que comenzar este capítulo con la propia teoría de la ópera total de Wagner. El psiquiatra austríaco Moreno cuenta, en alguno de sus tratados de psicología, una interesante experiencia de psicoterapia colectiva. Su escenario real tuvo lugar en la ciudad de Viena, los días que siguieron a la Primera Guerra Mundial. En su informe, el científico destaca un hecho fundamental: los moradores de la ciudad estaban espiritualmente extenuados y el orden social se encontraba arruinado.

En este marco social, conflictivo y problemático, Moreno ingenió una situación particular. Alquiló un teatro metropolitano, y tal fecha y tal hora convocó en él a un nutrido público de conocidos y curiosos. En el teatro en cuestión no había, sin embargo, nada que representar. El escenario estaba solemnemente vacío. El propio Moreno, que hacía las veces de director de la insólita escena, no sabía a ciencia cierta lo que podía esperar de su experimento, ni del inquieto público.

Por lo demás, su intervención fue mínima. Dispuso tin improvisado trono en el centro del tablado y, mediando muy pocas explicaciones, invitó a la audiencia a que ascendiese al escenario, tomara por momentos posesión de aquel trono y, desde sus alturas, dispusiera como un monarca imaginario de los destinos de la

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ciudad. Podemos representarnos el sentimiento de estupefacción que debió apoderarse de la audiencia, la cual no debía estar acostumbrada en aquellos

tiempos a semejantes experiencias de un teatro vanguardista. Pero cabe suponer que, unos primero, Luego otros, todos fueron cediendo paulatinamente a la real tentación de aquel poder imaginario.

Muchos se sentaron en el trono de monarca recitante y, durante algunos minutos, cada cual soñaba despierto su nuevo papel trascendental, lo mismo que en los

Autos del barroco español. Pero bastaba aquel abrir y cerrar de ojos para que la pequeña representación derivase en gran espectáculo. En instantes, el ciudadano particular se sentía crecer como tribuno despótico, monarca omnisciente o legislador absoluto. Como tal, disponía cambios institucionales, decretaba leyes, ordenaba trabajos, organizaba el orden y la vida de la comunidad. La reacción del público convertido en vasallos, tampoco se hacía esperar. Vociferaban unos, protestaban otros, aclamaban unos terceros, y todo debía respirar a pasiones encendidas, conflictos y descontento. Al cabo de la función los monarcas de la imaginación se desengañaban de su empeño, lo mismo que el Segismundo de Calderón. Y la audiencia, de acuerdo con el testimonio de Moreno, aprendió de la improvisada representación que el mundo, al fin y al cabo, no se podía gobernar.

Tan bella anécdota resulta edificante desde una cierta perspectiva moral. Desde el punto de vista del simulacro muestra, sin embargo, un nexo más elemental. El

drama de Moreno ts una duplicación escénica que, por lo demás, su teoría del psicodrama no permite definir solamente como obra de la espontaneidad colectiva. Luego, a lo largo de su representación, el sujeto colectivo contempla su propia realidad existencial o social a través de su identificación con el espectáculo. Ya no son, al final de la función, hombres y mujeres derrotados por la barbarie, los desengaños de la política y la desesperación social. Son los propios espectadores de esta realidad, y han aprendido que no existe otro destino que el de aquella deprimente representación de su nulidad.

Luego, Moreno trasplantó este modelo fundamental a cualesquiera situaciones críticas de la vida real: en los conflictos familiares o laborales, en la escuela y en el manicomio. Su fundamental función terapéutica, por cierto, tiene que ver también con el significado emocional del simulacro medial. Moreno lo llama catarsis. Podría confundirse este concepto con su valor estético en la tragedia clásica, como lo quería el psiquiatra. Su significado, sin embargo, esta desposeído de la dimensión estética de la experiencia humana de lo real. Catarsis significa, en el contexto del psicodrama, la neutralización emocional de una situación real a partir de su duplicación en el simulacro dramático, y de la nueva identidad subjetiva, esto es espectacular, que de aquella situación dramática se desprende. Y aunque en la práctica las situaciones ideales elegidas para estos experimentos provenían de conflictos concretos, su modelo funcional es asimismo hábil para cualquier experiencia humana de placer, belleza o felicidad. La reduplicación artificial, técnicamente concertada, de la vida, 'y la relación del sujeto individual respecto a ello como espectador de su propia réplica escénica, permitía crear las

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condiciones de la neutralización espectacular de sus intensidades emocionales, la igualación fantasmal de todos los contenidos, diferencias y conflictos de una

situación real, y asumir su propia transustanciación en espectáculo como su liberación efectiva.

Por lo demás, Moreno figura como uno de los padres de la moderna psicología

del "rol". Resulta curioso leer en las páginas de este científico la ingenuidad genial de su descubrimiento: trasladar un concepto elemental proveniente del teatro, la representación del papel, a una categoría nuclear de la psicología científica. Bajo el concepto de "rol" la moderna psicología cierra la concepción del alma humana como la representación dramática de un sujeto individual en la unidad trascendental del Yo con las normas culturalmente definidas de la acción social. Es la concepción del sujeto como simulacro, el cual es definido a su vez terapeúticamente como liberación acabada de sus tensiones históricas, sociales y espirituales en el escenario normalizado de la sesión psicodramática.

Con anterioridad a que esta técnica de la liberación humana fuera inventada, la

teoría crítica había descubierto, sin embargo, su pequeño secreto. No me parece

por eso innecesario citar, aunque sólo sea brevemente, el recuerdo de los más bellos pasajes analíticos que Simmel hizo de las formas de vida cotidiana en la moderna metrópolis industrial. Allí la infinita multiplicación de los contactos humanos, su anonimidad, la complejidad de las relaciones sociales, los rigores de la competitividad entre las personas, y el principio formal de eficiencia económica o técnica, obligan a una racionalización de la conducta, a una definición precisa y calculada de las formas de presentación de la persona, y a un principio de economía de los intercambios emocionales. El hombre metropolitano tiene que controlar su interacción social como el actor que interpreta su personaje, porque de la eficacia técnica de su escenificación depende también el equilibrio de su economía emocional, su funcionalidad social y la preservación de su identidad. La relación ética, o incluso los vínculos estéticos de cordialidad, o la propia estructura de un reconocimiento entero resultan, cuando menos, aventuras peligrosas en este universo urbano, y en su lugar, el hombre moderno se reduplica como el espectáculo de sí mismo, que organiza y desenvuelve, a su vez, con arreglo al mismo principio de fría calculabilidad y de racionalidad formal con que resuelve sus negocios. Y no es interesante subrayar en este contexto que el propio Simmel desentraña esta reproducción del Yo como simulacro social como la consecuencia lógica de la determinación espectacular de la existencia bajo el principio constitutivo del dinero. El hombre moderno de las metrópolis industriales es definido por ello como personalidad sin carácter, como un yo vacío, como la pura sustancia cerebral o el principio trascendental de la organización abstracta del mundo bajo el principio de su reducción monetaria al cálculo: como un simulacro del simulacro.

Pero la duplicación psicodramática de la persona sólo muestra un lado de la producción de la cultura como simulacro: sólo su necesidad subjetiva, así como el papel terapeútico, o en un sentido más estricto, neutralizador e igualador que

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entraña sobre la realidad alienada de la existencia individual y su acción social. La producción del simulacro

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