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La Vida. EL HOMBRE


Enviado por   •  13 de Noviembre de 2011  •  Ensayos  •  8.188 Palabras (33 Páginas)  •  503 Visitas

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El cerebro no es un órgano del pensamiento, sino un órgano de la sobrevivencia, como las zarpas y los colmillos. Está hecho de tal forma, que nos hace aceptar como verdad cosas que sólo son ventajas.

ALBERT SZENT GYORGI

Non in tempore, sed cum tempore Deus creavit caela et terram.

SAN AGUSTIN

Efecto: el segundo de dos fenómenos que siempre ocurren juntos en el mismo orden. El primero es llamado causa y se dice que genera al otro (cosa que no es más sensata de lo que sería —para alguien que nunca ha visto a un perro, salvo en la persecución de un conejo— declarar que el conejo causa al perro).

AMBROSE BIERCE

Cuando sigue a los sentidos, la razón vuela con las alas cortadas.

DANTE ALIGHIERI

A aquél que mire al mundo racionalmente, el mundo le devolverá a su vez un aspecto racional.

HEGEL

Por lo tanto decimos que hombre es proceso, y, precisamente, el proceso de sus acciones.

A.GRAMSCI

El tiempo sustituyó al espacio en el interés de los filósofos y se transformó en el motor oculto que mueve las concepciones contemporáneas del mundo.

RIZIERI FRONDIZI

EL HOMBRE tiene una paupérrima idea acerca de cómo funciona el cerebro, de qué es el pensamiento, de cuál es la relación entre mente y realidad; no tiene más que conjeturas sobre la índole del tiempo, y hace muy poco que ha comenzado un balbuceo sobre la naturaleza de los lenguajes. A pesar de esas ignorancias, ya hace muchísimos siglos que se lanzó a afirmar, osadamente, que los animales viven en un continuo presente. Uno de los que le dio estatuto académico a semejante idea fue Descartes, quien afirmaba que los animales no eran más que autómatas sin alma. Esas actitudes se prolongan hasta nuestros días: basta escuchar a un amante del toreo, o de la riña de gallos. Es común encontrarse con gente que afirma que el sentido del dolor, del tiempo y todas las facultades mentales que poseen los seres humanos irrumpieron de pronto un buen día, cuando el hombre hizo su aparición en el planeta; ignoran que el cerebro humano es el producto de largas edades evolutivas. Es como si se afirmara que el hombre aprendió a construir refrigeradores, les puso gabinetes para congelar agua y fabricar cubos de hielo, mantequeras, anaqueles para botellas para, de pronto, ¡albricias! encontrarle una función: conservar alimentos y sustancias perecederas en su interior. Si bien en este libro afirmamos una y otra vez que los sistemas biológicos evolucionan a saltos, y que las propiedades emergen como funciones de una nueva configuración adoptada por el sistema, el concepto que tenemos del tiempo no es independiente del aparato con el que captamos la realidad externa (suponiendo que haya una); este aparato fue perfeccionado a lo largo de millones y millones de años, de modo que, para el momento en que efectuó la transición hacia un cerebro humano, ya tenía la mayor parte de sus formaciones diseñadas.

Los animales son capaces de establecer relaciones muy sutiles con el tiempo. Así, Pavlov demostró que cuando a un perro se le da comida periódicamente, por ejemplo cada 20 minutos, se le provoca un reflejo incondicionado de segregar saliva. Pero llega un momento en que el animal se acostumbra y, si ahora, al llegar a los próximos veinte minutos, se omite la comida, el animal segrega la saliva de todos modos, puesto que se ha condicionado a hacerlo después de esperar veinte minutos. De modo que ha medido con bastante exactitud el periodo que estableció el experimentador y ha cronometrado a su organismo para responder programadamente en el momento que debía coincidir con la recepción de la comida.

Para rastrear los orígenes del sentido del tiempo debemos remontarnos hasta la etapa prebiológica en la que, como vimos en el capítulo I, ya existían procesos cíclicos (los ciclos de Morowitz), y se presentaba un ambiente lleno de periodicidades (noche/día, verano/invierno, bajamar/pleamar, etcétera). Esos ciclos imprimieron, de entrada, conductas rítmicas a los organismos, y los seres que lograron adecuarse al ciclaje temporal tuvieron indudables ventajas evolutivas (Aréchiga, 1983).

La superficie terrestre, ya con su biósfera a toda orquesta, cambia su aspecto dependiendo de la hora del día: se puebla con diferentes especies de animales que emergen de sus madrigueras con regularidad cronométrica para retornar a ellas al cabo de varias horas y, según la época del año, todo el paisaje cambia, pues tanto animales como vegetales aparecen o se transforman al paso de las estaciones (Aréchiga, 1983). Las especies desarrollaron la habilidad de cambiar su pelo, de tener crías, de hibernar y de migrar coincidiendo con los cambios estacionales, tal vez porque eso les dio más oportunidades de sobrevivir que aquellas que no tendían a hacerlo. También sus organismos son sistemas cíclicos (disparo de potenciales de acción en neuronas, latidos, digestiones, sueños/vigilias, menstruaciones). En una escala mucho más inferior, el plasmodio, organismo unicelular que se aloja en nuestras células y nos produce la malaria, invade nuestro torrente sanguíneo periódicamente, coincidiendo con las horas del día en que pica a la víctima su vector, el mosquito anófeles. Así se maximizan sus posibilidades de ser inyectado luego a una segunda persona y reproducirse. Cualquiera que, a causa de un viaje transatlántico haya alterado dicho ciclaje, comprende en carne propia las consecuencias del desfase.

Un organismo necesita coordinar los ritmos de sus distintas funciones y, también, estar él mismo coordinado con los ritmos del medio ambiente. No sorprende entonces que existan sincronizadores y piezas maestras de relojería que se fabrican en cumplimiento de un programa genético. Konopka y Benzer (1971) aislaron mutantes de la mosca de la fruta (Drosophila) que tiene ritmos circádicos más largos que los de las moscas salvajes, otras con ciclos más cortos, y aun otras que tienen abolidos los ritmos circádicos. Bargiello y Young (1974), Reddy y colaboradores (1984) y Rosbash y Hall (1985), localizaron la alteración genética de estas mutantes en las bandas 3B1-2 del cromosoma X. Al aislar el DNA que porta tales bandas y traducirlo in vitro, Jackson y colaboradores (1986) obtuvieron una proteína que parece constituir una parte fundamental del reloj biológico de la Drosophila. Es decir, que ya se conoce por lo menos una molécula cuya función

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