La Vida. EL HOMBRE
memimaEnsayo13 de Noviembre de 2011
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El cerebro no es un órgano del pensamiento, sino un órgano de la sobrevivencia, como las zarpas y los colmillos. Está hecho de tal forma, que nos hace aceptar como verdad cosas que sólo son ventajas.
ALBERT SZENT GYORGI
Non in tempore, sed cum tempore Deus creavit caela et terram.
SAN AGUSTIN
Efecto: el segundo de dos fenómenos que siempre ocurren juntos en el mismo orden. El primero es llamado causa y se dice que genera al otro (cosa que no es más sensata de lo que sería —para alguien que nunca ha visto a un perro, salvo en la persecución de un conejo— declarar que el conejo causa al perro).
AMBROSE BIERCE
Cuando sigue a los sentidos, la razón vuela con las alas cortadas.
DANTE ALIGHIERI
A aquél que mire al mundo racionalmente, el mundo le devolverá a su vez un aspecto racional.
HEGEL
Por lo tanto decimos que hombre es proceso, y, precisamente, el proceso de sus acciones.
A.GRAMSCI
El tiempo sustituyó al espacio en el interés de los filósofos y se transformó en el motor oculto que mueve las concepciones contemporáneas del mundo.
RIZIERI FRONDIZI
EL HOMBRE tiene una paupérrima idea acerca de cómo funciona el cerebro, de qué es el pensamiento, de cuál es la relación entre mente y realidad; no tiene más que conjeturas sobre la índole del tiempo, y hace muy poco que ha comenzado un balbuceo sobre la naturaleza de los lenguajes. A pesar de esas ignorancias, ya hace muchísimos siglos que se lanzó a afirmar, osadamente, que los animales viven en un continuo presente. Uno de los que le dio estatuto académico a semejante idea fue Descartes, quien afirmaba que los animales no eran más que autómatas sin alma. Esas actitudes se prolongan hasta nuestros días: basta escuchar a un amante del toreo, o de la riña de gallos. Es común encontrarse con gente que afirma que el sentido del dolor, del tiempo y todas las facultades mentales que poseen los seres humanos irrumpieron de pronto un buen día, cuando el hombre hizo su aparición en el planeta; ignoran que el cerebro humano es el producto de largas edades evolutivas. Es como si se afirmara que el hombre aprendió a construir refrigeradores, les puso gabinetes para congelar agua y fabricar cubos de hielo, mantequeras, anaqueles para botellas para, de pronto, ¡albricias! encontrarle una función: conservar alimentos y sustancias perecederas en su interior. Si bien en este libro afirmamos una y otra vez que los sistemas biológicos evolucionan a saltos, y que las propiedades emergen como funciones de una nueva configuración adoptada por el sistema, el concepto que tenemos del tiempo no es independiente del aparato con el que captamos la realidad externa (suponiendo que haya una); este aparato fue perfeccionado a lo largo de millones y millones de años, de modo que, para el momento en que efectuó la transición hacia un cerebro humano, ya tenía la mayor parte de sus formaciones diseñadas.
Los animales son capaces de establecer relaciones muy sutiles con el tiempo. Así, Pavlov demostró que cuando a un perro se le da comida periódicamente, por ejemplo cada 20 minutos, se le provoca un reflejo incondicionado de segregar saliva. Pero llega un momento en que el animal se acostumbra y, si ahora, al llegar a los próximos veinte minutos, se omite la comida, el animal segrega la saliva de todos modos, puesto que se ha condicionado a hacerlo después de esperar veinte minutos. De modo que ha medido con bastante exactitud el periodo que estableció el experimentador y ha cronometrado a su organismo para responder programadamente en el momento que debía coincidir con la recepción de la comida.
Para rastrear los orígenes del sentido del tiempo debemos remontarnos hasta la etapa prebiológica en la que, como vimos en el capítulo I, ya existían procesos cíclicos (los ciclos de Morowitz), y se presentaba un ambiente lleno de periodicidades (noche/día, verano/invierno, bajamar/pleamar, etcétera). Esos ciclos imprimieron, de entrada, conductas rítmicas a los organismos, y los seres que lograron adecuarse al ciclaje temporal tuvieron indudables ventajas evolutivas (Aréchiga, 1983).
La superficie terrestre, ya con su biósfera a toda orquesta, cambia su aspecto dependiendo de la hora del día: se puebla con diferentes especies de animales que emergen de sus madrigueras con regularidad cronométrica para retornar a ellas al cabo de varias horas y, según la época del año, todo el paisaje cambia, pues tanto animales como vegetales aparecen o se transforman al paso de las estaciones (Aréchiga, 1983). Las especies desarrollaron la habilidad de cambiar su pelo, de tener crías, de hibernar y de migrar coincidiendo con los cambios estacionales, tal vez porque eso les dio más oportunidades de sobrevivir que aquellas que no tendían a hacerlo. También sus organismos son sistemas cíclicos (disparo de potenciales de acción en neuronas, latidos, digestiones, sueños/vigilias, menstruaciones). En una escala mucho más inferior, el plasmodio, organismo unicelular que se aloja en nuestras células y nos produce la malaria, invade nuestro torrente sanguíneo periódicamente, coincidiendo con las horas del día en que pica a la víctima su vector, el mosquito anófeles. Así se maximizan sus posibilidades de ser inyectado luego a una segunda persona y reproducirse. Cualquiera que, a causa de un viaje transatlántico haya alterado dicho ciclaje, comprende en carne propia las consecuencias del desfase.
Un organismo necesita coordinar los ritmos de sus distintas funciones y, también, estar él mismo coordinado con los ritmos del medio ambiente. No sorprende entonces que existan sincronizadores y piezas maestras de relojería que se fabrican en cumplimiento de un programa genético. Konopka y Benzer (1971) aislaron mutantes de la mosca de la fruta (Drosophila) que tiene ritmos circádicos más largos que los de las moscas salvajes, otras con ciclos más cortos, y aun otras que tienen abolidos los ritmos circádicos. Bargiello y Young (1974), Reddy y colaboradores (1984) y Rosbash y Hall (1985), localizaron la alteración genética de estas mutantes en las bandas 3B1-2 del cromosoma X. Al aislar el DNA que porta tales bandas y traducirlo in vitro, Jackson y colaboradores (1986) obtuvieron una proteína que parece constituir una parte fundamental del reloj biológico de la Drosophila. Es decir, que ya se conoce por lo menos una molécula cuya función biológica es asociarse con otras para integrar un reloj biológico.
En general se sospecha que algo es o puede actuar como reloj biológico cuando se le descubre una función autónomamente cíclica. Así, el ojo del molusco Aplysia californica, o la glándula pineal del gorrión, cuando son aislados del organismo y cultivados in vitro sintetizan hormonas las que no secretan en forma continua, sino que descargan en oleadas periódicas. Cuando estas estructuras no están in vitro, sino en el cuerpo de esos animales, dichas descargas periódicas se vierten a la sangre y constituyen señales químicas que pueden funcionar como marcapasos para lograr la coordinación del resto de los órganos.
El hecho de que estos relojes sean endógenos, no quita que deban ser "puestos en hora" gracias a la interacción con el medio. Cuando Bunning (1967) crió varias generaciones de Drosophilas en la oscuridad, sus ciclos se fueron desfasando. Pero bastó que, varias generaciones después, iluminara a las larvas con un pulso de luz de algunos minutos, para que las mosquitas retomaran el ritmo que sus antecesores les habían legado a través de los genes en el cromosoma X.
Podríamos concluir, entonces, que los organismos, desde las conductas periódicas de sus reacciones moleculares; hasta el comportamiento de los unicelulares, y las integraciones multicelulares, están equipados con osciladores periódicos de frecuencias variadas, que se articulan y sincronizan con el medio para funcionar satisfactoriamente. Es como si nuestros relojes no sólo marcharan con energía solar sino que, además, la utilizaran para ponerse en hora. En conclusión: en el momento en que la naturaleza desarrolló al hombre, ya sabía cómo equiparlo con un mecanismo de relojería autosincronizable.
La periodicidad que emana del funcionamiento del organismo parece originar un sentido temporal: creemos darnos cuenta de un tiempo que transcurre. Para Fernández-Guardiola (1983) se trata de un sentido semejante a la capacidad de ver u oír, excepto que, para el hombre, su pérdida es más disruptiva que la ceguera o la sordera. Así, por ejemplo, Beethoven ya era sordo cuando compuso su Novena Sinfonía, y Borges era ciego cuando escribió sus últimos poemas, pero cuando una persona pierde su sentido temporal, pierde también la cordura. Pero, a diferencia de la vista o la audición, cuyos receptores son los ojos y los oídos respectivamente, el receptor del sentido del tiempo no se conoce. Sabemos del color porque lo vemos y del sonido porque lo escuchamos, pero ¿cómo sabemos del tiempo? La luz es el estímulo para la vista, y el sonido para la audición, pero ¿cuál es el estímulo para el sentido del tiempo? En principio, la naturaleza podría haber escogido dos fuentes:
1) La experiencia interna. Nuestro organismo suele trabajar calladamente. No nos informa acerca de cómo coordina la digestión, aunque por ahí sintamos un cólico; no nos mantiene al tanto de cómo hace entrar y salir el aire de los pulmones para que respiremos, aunque por ahí suframos disnea y entonces sí nos enteremos; nos mantiene ajenos a la circulación de nuestra sangre, aunque por ahí nos alarmemos por alguna
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