Lelio Cicerón.
Canwet12 de Enero de 2013
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Q. Mucio el augur solía narrar muchas cosa sobre C. Lelio, su suegro, de memoria y agradablemente, y no dudar llamarlo sabio en toda conversación; yo,
por otra parte, había sido llevado por mi padre junto a Escévola, tomada la toga viril, de tal manera que, hasta donde pudiera y se me permitiera, nunca me
apartara del lado del anciano; y así, muchas cosas prudentemente disputadas por aquel, muchas cosas dichas también breve y convenientemente mandaba a mi memoria y me afanaba en llegar a ser más docto con su prudencia. Muerto este, me dirigí hacia el pontífice Escévola, el único de nuestra ciudad al cual me atrevo a llamar eminentísimo por ingenio y justicia. Pero de esto, en otro momento; ahora vuelvo al augur.
Recuerdo a menudo no sólo muchas cosas, sino también a aquel estando sentado en el hemiciclo de
la casa, como solía, estando junto con él yo y unos pocos muy familiares, caer en aquella conversación que entonces, casualmente, estaba en boca de muchos. Pues recuerdas ciertamente, Ático, y más por esto, porque tratabas mucho con P. Sulpicio, cuando este tribuno de la plebe se apartara con odio capital de Q. Pompeyo, que entonces era cónsul, con quien había vivido muy unida y amantísimamente, cuán grande era o la admiración
o la queja de los hombres.
Así, pues, como entonces Escévola hubiera caído en aquella misma mención, nos expuso la
conversación de Lelio sobre la amistad tenida por él consigo y con su otro yerno, C. Fanio, hijo de
Marco, pocos días después de la muerte del Africano. Mandé a mi memoria las sentencias de
este debate, las cuales expuse en este libro a mi arbitrio; pues, presenté a estos mismos como
hablantes, para que “digo” y “dice” no se interpusieran con bastante frecuencia, y para que la
conversación pareciera ser tenida como por presentes públicamente.
Pues, como a menudo trataras conmigo que escribiera sobre la amistad algo, me pareció cosa
digna no sólo del conocimiento de todos sino de nuestra familiaridad. Así pues, hice, no de mala
gana, que, por tu ruego, resultara útil a muchos. Pero, como en Catón el Mayor, que fue escrito para
ti sobre la vejez, presenté a un viejo Catón razonando, porque ninguna persona parecía más
apta para hablar de aquella edad que la de aquel que había sido viejo muchísimo tiempo y en la misma senectud había florecido por encima de los demás, así, habiendo recibido de nuestros padres que la familiaridad de C. Lelio y P. Escipión había sido muy memorable, la persona de Lelio me pareció idónea para disertar sobre la amistad aquellas mismas cosas que Escévola recordaba haber sido razonadas por aquel. Pues este género de conversaciones puesto bajo la autoridad de hombres
viejos, y estos ilustres, parece tener, no sé por qué pacto, más gravedad; así pues, yo mismo leyendo
mis cosas, me impresiono alguna vez de manera que creo que habla Catón, no yo.
Pero, como entonces, viejo, escribí a un viejo acerca de la vejez, así en este libro, como el más
amigo, escribí a un amigo acerca de la amistad. Entonces habló Catón, mayor que el cual casi nadie
había en aquellos tiempos, nadie más prudente; ahora Lelio, sabio (pues así ha sido tenido) y
excelente por la gloria de su amistad, hablará de amistad. Quisiera que tú apartaras un poco tu
atención de mí, que pensaras que habla Lelio en persona. C. Fanio y Q. Mucio llegan ante su suegro
después de la muerte del Africano; por estos surge la conversación, responde Lelio, cuyo razonamiento es todo sobre la amistad, leyendo el cual tú mismo te conocerás.
Fanio: Esas cosas son así, Lelio; pues ningún hombre hubo mejor que el Africano ni más ilustre.
Pero debes considerar que los ojos de todos están dirigidos hacia ti solo; te llaman y consideran sabio. Esto se atribuía hace poco a M. Catón; sabemos que L. Acilio entre nuestros padres fue llamado sabio; pero cada uno de un modo distinto, Acilio, porque se pensaba que era versado en derecho civil, Catón, porque tenía experiencia de muchas cosas; se contaban muchas cosas de él en el senado y en el foro ya previstas prudentemente ya hechas firmemente ya respondidas agudamente; por esto ya tenía en su vejez, por así decirlo, el sobrenombre de sabio.
Pero decimos que tú eres sabio de algún otro modo no sólo por tu naturaleza y costumbres, sino
también por tu estudio y ciencia, y no como el vulgo, sino como los eruditos suelen llamar sabio,
como a nadie en Grecia (pues quienes procuran saber esas cosas más sutilmente no tienen en el
número de sabios a aquellos que son llamados "los siete"). Hemos oído decir que en Atenas sólo uno fue juzgado sapientísimo, y este ciertamente incluso por el oráculo de Apolo; estiman que esta sabiduría está en ti, de modo que consideres que todas tus cosas han sido puestas en ti y creas que los sucesos humanos son inferiores a la virtud. Y así, me preguntan, creo igualmente a Escévola, de qué manera llevas la muerte del Africano, y más por esto, porque en las pasadas Nonas, como
hubiéramos ido a los jardines de D. Bruto el augur para reflexionar, como es costumbre, no estuviste tú, que siempre acostumbraste a respetar aquel día fijado y aquella obligación.
Escévola: Lo preguntan ciertamente, C. Lelio, muchos, como ha sido dicho por Fanio, pero yo
respondo aquello que constaté: que tú llevas moderadamente el dolor, que recibiste con la muerte no sólo de un hombre excelente sino también muy amigo y que no pudiste no conmoverte ni esto hubiera sido propio de tu humanidad; pero respondo que la causa de que en las Nonas no estuviste en nuestra reunión fue tu salud, no la tristeza.
Lelio: Tú ciertamente dices bien y verdaderamente, Escévola; pues ni debí ser apartado por mi
desgracia de ese deber, que siempre ejercí, teniendo buena salud, ni en ningún caso considero que pueda acontecer a un hombre constante esto: que se haga alguna interrupción del deber.
Pero tú, Fanio, porque dices que se me atribuye tanto cuanto yo ni reconozco ni pido, actúas
amistosamente; pero, según me parece, no juzgas rectamente sobre Catón; pues o nadie fue sabio, lo
que ciertamente más creo, o si alguno hubo, fue aquel. ¡De qué modo, para omitir otras cosas, llevó
la muerte de su hijo! Recordaba yo a Paulo, había visto a Galo, pero estos en el caso de niños, Catón en el caso de un hombre hecho y probado.
Por esta cosa, no antepongas a Catón ni siquiera a ese mismo que Apolo, según dices, juzgó como
sapientísimo; pues de este los hechos, de aquel los dichos se alaban. En cambio, sobre mí, según hable con cada uno de vosotros, así pensad.
Si negara que yo me conmuevo por nostalgia de Escipión, cuán rectamente esto yo haga, los sabios
habrán de ver; pero ciertamente mentiría. Pues me conmuevo privado de un amigo de tal clase cual,
según creo, nadie nunca será, según puedo confirmar, nadie ciertamente fue; pero no necesito
medicina, yo mismo me consuelo y especialmente con el alivio de que carezco de aquel error por el
que muchos suelen angustiarse por la muerte de los amigos. Pienso que nada malo le sucedió a
Escipión; si algo malo le sucedió, a mí me sucedió; pues angustiarse gravemente por sus propias
desgracias es propio del que ama no al amigo sino a sí mismo.
Pero ¿quién negará que se ha actuado preclaramente con aquel? Pues, a no ser que, lo que él no pensaba de ningún modo, quisiera desear la inmortalidad, ¿qué no consiguió que le fuera a un
hombre lícito desear? Éste la grandísima esperanza de los ciudadanos, que ya habían mantenido de él, siendo un niño, la sobrepasó al instante, siendo un adolescente, por su increíble valor. Éste nunca pidió el consulado, fue hecho cónsul dos veces, primero antes de tiempo, luego a su tiempo para él, casi tarde para la república, el cual, destruidas las dos ciudades más enemigas para este imperio, borró las guerras, no sólo presentes sino también futuras. ¿Qué diré de sus costumbres afabilísimas, de su piedad hacia su madre, de su generosidad hacia sus hermanas, de su bondad hacia los suyos, de su justicia hacia todos? Conocidas son para vosotros. Pues cuán querido fue para la ciudad, se reveló en la tristeza de su funeral. ¿Qué, pues, le hubiera podido favorecer la añadidura de unos pocos años? En efecto, la vejez, aunque no sea grave, como recuerdo que Catón disertaba en el año antes de morir conmigo y con Escipión, sin embargo, quita aquel vigor en el cual todavía ahora Escipión estaba.
Por este hecho su vida fue ciertamente de tal clase que nada pudiese añadírsele o por fortuna o por
gloria, pues la celeridad le quitó la sensación de morir; de este género de muerte es difícil hablar;
veis qué sospechan los hombres; sin embargo, es verdaderamente lícito decir esto, que para P.
Escipión de los muchos días, que había visto en su vida celebérrimos y muy dichosos, fue el día más glorioso aquel cuando, disuelto el senado, fue llevado a su casa al atardecer por los padres conscriptos, el pueblo romano, los aliados y latinos, el día antes de salir de la vida, de modo que desde tan alto grado de dignidad parece haber llegado a los dioses de arriba más bien que a los de abajo.
Y, en efecto, no estoy de acuerdo con aquellos que recientemente comenzaron a disertar estas cosas,
que los espíritus mueren simultáneamente con los cuerpos
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