QUIMICA CON LA MUERTE
claumar81214 de Septiembre de 2011
10.801 Palabras (44 Páginas)1.504 Visitas
Simon Beckett
DOCTOR DAVID HUNTER, 1
LA QUÍMICA DE LA MUERTE
Para Hilary
ÍNDICE
Capítulo 1 4
Capítulo 2 6
Capítulo 3 15
Capítulo 4 25
Capítulo 5 29
Capítulo 6 38
Capítulo 7 45
Capítulo 8 54
Capítulo 9 65
Capítulo 10 77
Capítulo 11 78
Capítulo 12 89
Capítulo 13 94
Capítulo 14 100
Capítulo 15 108
Capítulo 16 121
Capítulo 17 129
Capítulo 18 137
Capítulo 19 145
Capítulo 20 152
Capítulo 21 158
Capítulo 22 162
Capítulo 23 173
Capítulo 24 179
Capítulo 25 185
Capítulo 26 188
Capítulo 27 195
Capítulo 28 198
Capítulo 29 203
Capítulo 30 214
Capítulo 31 223
Epílogo 229
Agradecimientos 235
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA 236
Capítulo 1
El cuerpo humano empieza a descomponerse cuatro minutos después de la muerte. Lo que hasta entonces era un recipiente de vida atraviesa su última metamorfosis fagocitándose a sí mismo. Las células se disuelven. El tejido se vuelve líquido y después gas. Inanimado, el cuerpo se convierte en un inmóvil festín para otros organismos. Primero las bacterias, después los insectos. Moscas. Ponen huevos, que no tardan en abrirse. Las larvas se alimentan de ese caldo rico en nutrientes, luego migran. Lo abandonan de forma ordenada, avanzando en perfecta procesión, siempre hacia el sur. A veces hacia el sureste o el suroeste, pero nunca hacia el norte. Nadie sabe por qué.
A estas alturas las proteínas de los músculos ya se han descompuesto, produciendo un potente caldo químico. Este caldo es letal para la vegetación y mata la hierba al mismo tiempo que las larvas avanzan por ella, formando un macabro cordón umbilical. Dadas las condiciones apropiadas —clima seco y cálido, ausencia de lluvia—, ese ondulante desfile de invertebrados amarillentos puede llegar a alcanzar varios metros. Resulta un espectáculo curioso. Y, para la persona curiosa, ¿qué más natural que seguir el rastro hasta su origen? Así mismo fue cómo los hermanos Yates encontraron los restos de Sally Palmer.
Neil y Sam dieron con el rastro de gusanos a la entrada del bosque de Farnham, en la parte donde bordea el pantano. Era la segunda semana de julio y parecía que el verano no iba a acabar nunca. Hacía un calor eterno que había arrancado el color de los árboles y caldeado la tierra hasta tornarla dura como el hueso. Los muchachos iban de camino a Willow Hole, un estanque de juncos que hacía las veces de piscina municipal. Allí los esperaban sus amigos, con los que pasarían la tarde del domingo lanzándose en bomba sobre el agua tibia y verdosa desde un árbol cercano. O por lo menos, eso pensaban.
Me los imagino aburridos y apáticos, narcotizados por el calor, irritables el uno con el otro. Neil, de once años, tres más que su hermano, camina ligeramente por delante de Sam para hacer evidente su irritación. Lleva un palo en la mano, con el cual golpea los tallos y las ramas que encuentra a su paso. Sam se afana detrás de él, sorbiéndose la nariz de vez en cuando. No a causa de ningún resfriado veraniego, sino por la alergia al polen, que también le congestiona los ojos. Un antihistamínico suave lo aliviaría, pero eso todavía no lo sabe. En verano siempre se sorbe la nariz. Siempre tras los pasos de su hermano mayor, camina con la cabeza gacha, razón por la cual es él y no Neil quien descubre el rastro de gusanos.
Se detiene y se queda observándolos antes de gritarle a Neil que vuelva. Neil lo hace de mala gana y sólo porque tiene la impresión de que Sam ha descubierto algo. Intenta fingir indiferencia, pero el sinuoso desfile de los gusanos lo intriga tanto como a su hermano. Ambos se agachan junto a las larvas, se apartan el cabello oscuro de la cara y arrugan la nariz por el olor a amoníaco. Aunque después nunca han alcanzado a recordar de quién fue la idea de ir a ver de dónde procedían, yo me imagino que fue de Neil. Seguir los gusanos era una buena forma de confirmar una vez más su autoridad. De modo que es Neil quien se adelanta y se dirige hacia la hierba amarillenta del pantano, de donde salen las larvas. Sam lo sigue.
¿Sintieron el olor al acercarse? Probablemente. Debía de ser lo bastante fuerte incluso para penetrar en la nariz taponada de Sam. Además es posible que supieran a qué era debido. Los muchachos de campo están familiarizados con el ciclo de la vida y la muerte. Tal vez el zumbido somnoliento de las moscas en medio de aquel calor les diera aún más pistas. Sin embargo, el cuerpo que encontraron no era de una oveja ni de un ciervo, ni siquiera de un perro, como hubieran podido esperar. Desnuda, por más que irreconocible a la luz del sol, Sally Palmer parecía moverse por efecto de la infestación que hervía bajo su piel, desbordándose por la boca y la nariz así como por otros orificios menos naturales abiertos en su cuerpo. Los gusanos que salían de ella formaban un cúmulo en el suelo antes de alejarse formando la línea que ahora se perdía por detrás de los hermanos Yates.
Supongo que no importa cuál de los dos echó a correr antes, aunque me imagino que debió de ser Neil. Como siempre, Sam debió de salir tras él, intentando no quedarse rezagado mientras corrían hacia su casa primero y hacia la comisaría después.
Para llegar finalmente hasta mí.
Le di a Sam un sedante y un antihistamínico para aliviarle la alergia. De todos modos, en ese momento no era el único que tenía los ojos congestionados. También Neil estaba conmocionado por el hallazgo, aunque empezaba a recuperar su desenvoltura juvenil. Por eso fue él y no Sam quien me explicó lo ocurrido, transformando ya el crudo recuerdo en algo más aceptable: en un relato que poder narrar una y otra vez. Más tarde, cuando los trágicos hechos de aquel verano prodigiosamente caluroso empezaron a quedar atrás, años después, Neil seguía repitiéndolo, identificado en la mente de todos como aquel por cuyo descubrimiento había empezado todo.
Pero no fue por eso. Lo que pasa es que, hasta entonces, no nos habíamos dado cuenta de lo que habitaba entre nosotros.
Capítulo 2
Yo había llegado a Manham a última hora de una húmeda tarde de marzo, tres años antes. Cuando me apeé en la estación del ferrocarril —poco más que un pequeño andén en medio de la nada—, me encontré con un paisaje bañado por la lluvia y en apariencia carente tanto de vida humana como de contornos. Me quedé ahí parado con la maleta, observando a mi alrededor, sin notar apenas que la lluvia me resbalaba por el cuello de la camisa. En torno a mí se extendían marismas y pantanos cuya topografía interrumpían tan sólo algunas zonas boscosas hacia el horizonte.
Era la primera vez que estaba en los Broads y la primera vez que pisaba Norfolk. Todo me resultaba espectacularmente extraño. Observé la vastedad del terreno, inspiré el aire húmedo y frío, y noté que algo en mi interior se sacudía de forma casi imperceptible. Era un paraje inhóspito, pero no era Londres, y con eso bastaba.
Nadie había ido a recogerme. No había contratado ningún tipo de transporte desde la estación. No había hecho planes. Había vendido el coche y el resto de mis cosas sin detenerme a pensar cómo llegar al pueblo. Por entonces, todavía me costaba pensar con claridad. Y de haberlo pensado, mi arrogancia urbanita habría dado por hecho que habría taxis, alguna tienda, algo. Pero no había parada de taxis, ni siquiera una cabina telefónica. Por un momento, lamenté haberme deshecho del móvil, luego cogí la maleta y empecé a caminar hacia la carretera. Una vez allí, sólo había dos opciones: izquierda o derecha. Me dirigí a la izquierda sin vacilar. Por ningún motivo en especial. Al cabo de unos cientos de metros llegué a un cruce donde había un letrero de madera casi ilegible. Estaba torcido de tal modo que parecía señalar algún punto debajo de la tierra húmeda. Por lo menos sabía que iba en la dirección correcta.
La luz empezaba a apagarse cuando por fin llegué al pueblo. De camino, me había cruzado con un par de coches, pero no se habían detenido. Aparte de eso, los primeros indicios de vida fueron unas pocas granjas situadas a cierta distancia de la carretera, aisladas las unas respecto de las otras. A través de la incipiente oscuridad pude ver frente a mí el campanario de una iglesia que parecía medio enterrada en un campo. Allí empezaba una acera. Era estrecha y resbalaba a causa de la lluvia, pero era mejor que el arcén y los setos por los que había caminado desde la estación. Tras un recodo de la carretera apareció el pueblo, oculto casi hasta que uno se daba de bruces con él.
La imagen no era precisamente de postal. Estaba demasiado poblado, era demasiado grande para encajar con la imagen de las aldeas de la campiña inglesa. En las afueras se veían unas cuantas casas de antes de la guerra, pero poco después empezaban unos caserones de piedra con paredes hechas con cantos de sílex. Según avanzaba hacia el corazón del pueblo, los caserones eran más viejos, cada paso me hacía retroceder un poco más en la historia. Empapados por la llovizna, se apiñaban los unos sobre los otros y sus ventanas inertes me devolvían mi imagen suspicaz e inexpresiva.
Más adelante, a los lados de la carretera empezaron a aparecer tiendas cerradas, y detrás de éstas, a través de la húmeda penumbra, más casas. Pasé por delante de una escuela y de un pub, y entonces llegué a un prado.
...