Resumen De Muerte Y Vida De Manuel Amarillas
Daniela7831 de Marzo de 2015
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A Manuelillo lo mataron en la frontera cuando apenas tenía 17 años de edad. En el caso de Manuel Amarillas, decir «lo mataron» significa que lo cosieron, o descosieron más bien, con disparos de metralleta. Le hicieron perforaciones desde los dedos de los pies hasta los cabellos. Tuvo una sola vida y se le fugó por mil boquetes. Había llegado a Nogales con la idea de cruzar a los Estados Unidos a como diera lugar. Manuelillo irradiaba miseria y desolación. Por eso cuando se le acercó un tipo muy bien vestido que descendió de carrazo nuevo, y le preguntó que si quería ganar mucho dinero, Manuelillo sonrió, y siguió al hombre hasta el interior del auto. Este sacó un desodorante que tenía a mano y fumigó a Manuel de extremo a extremo. Luego partieron.
Cuando muy niño cuidaba a sus hermanitos, hacía mandados a los vecinos, y con mucha frecuencia salía con una taza en la mano a tocar puertas: Que dice mi 'amá que le dé tantita azúcar. Que si tiene unos frijolitos por favor, que aluego se los va a volver. ¿Dónde andas, condenado renegrido? Tu hermano a chille y chille y tú paradote como si nada. Yo no sé dónde carga el alma ese chamaco en esa miseria de cuerpo. Para qué quieres que te dé trabajo, mocoso, si te andas cayendo solo. Eres una lumbre para la ropa, Manuel. Mírate los pantalones todos llenos de agujeros. Pues friégate de frío. ¡Ay, sí, pues, no vaya a ser! Quiere zapatos el señorito. Manuel, trai la leña. Manuel, pídele harina a doña Chole; trae agua del pozo, muchacho. ¡Limpia a tu hermana! ¡Manuel! pues, ¿qué no te fijas como anda de embarrada? ¡Te voy a matar a palos Manuel! ¿Cuándo come Manuel? ¿Cuándo descansa Manuel? ¡Puro trabajar y trabajar! En cuanto me crezcan las alas me iré de aquí y nunca, nunca volveré. Su miserable humanidad, chaparra y desgarbada, daba idea de un perro callejero, hediondo y hambriento. La naturaleza, irónicamente, lo había proveído de grandes dientes. Nunca podía cerrar la boca; o le faltaba piel o le sobraban dientes. Manuelito tenía la particularidad de traer siempre abierta la boca. En Nogales se le abrió más. De chamaco lo motejaban sus amigos de «dientes de burro calabacero».
Casi todo era nuevo para él. Vagó por el centro de aquella ciudad fronteriza por días enteros. Ya noche, se embobaba mirando el sin fin de carros en marcha. Viniendo de frente simulaban un río de fuego y de paso, otro de masa ígnea escarlata. Largos ratos se prendía con obsesión a contemplar la carátula de un enorme reloj crucificado en una pared muy alta. Donde lo tumbaba el sueño se hacía liacho para que no se lo comiera el frío. No se hartaba de mirar. Le entretenía ver pasar los coches y apresar algún gesto de los que iban dentro. Si alguien iba sonriendo, también sonreía él. Si platicaban, también él murmuraba cosas. Se cansó de contar tiendas y comederos, orgulloso de atestiguar tanto aparato. Festejaba la fortuna ajena. Así gozó la gula de otros desde sus miraderos. Arrastraba su humanidad metido en un ensueño que se deshebraba en monólogos incoherentes. Tropezó a muchos que andaban amolados como él, pensando con las tripas, buscando trabajo en las fábricas que recién abrían los gringos, o queriendo burlar la cerca divisoria. Todo era nuevo para Manuel, menos su panza vacía, su desnudez y sus pies descalzos. Después se comentó que a Manuel lo mataron con metralletas nuevas y que con el entusiasmo de estrenar aquellas armas de lujo, los drogueros lo dejaron transparente de tanto agujero. Varios periodistas se ocuparon del caso en los periódicos de ese día, con notas breves. Uno dijo que había sido muerte «ignominiosa y cruel», otro opinó que «horrible masacre», y un tercero se alargó condenando «el extremo a que puede llegar la crueldad humana».
Manuelillo pasó a formar parte de una de tantas bandas de mafiosos, contrabandistas de drogas. Le asignaron la ocupación de «burrero». Dicha consigna consistía en violar la cerca fronteriza y poner en manos de otro contrabandista la droga que llevaría dispuesta. En la primera ocasión, desde un sitio desértico cargó en hombros costales repletos de marihuana al lado de otros jovencitos. A cada vez que se picaba con espinas de cactos y de ramajes echaba madres y seguía, tragándose el miedo y excitado a la vez por el dinero prometido. ¡Ora sí, chingao, a tirar el piojo a la madre, y que venga la lana! Le pagaron cien dólares. De allí en adelante, Manuel Amarillas se convirtió en un muñeco, feo, pero bien vestido, a lo galán cinematográfico. Comía de lo más caro, y en cantidades enormes. Más bien hartaba. Como postre, a Manuel le encantaban los pasteles, de preferencia los de fresa, aunque ciertamente tenía vicio en los cheesecake. Por supuesto que la nieve de todos sabores era obligada para él. De que empezaba a tragar, no tenía llene. Por esos días comió carne a lo tigre y bebió leche a lo becerro. Por su apetito y porque andaba siempre con la boca abierta, sus nuevos compañeros le encasquetaron el mote de «Hocico pelado». También hizo de sus tripas un tránsito constante de mariscos. ¿De dónde quieres que te dé más, Manuel?, si no hay. ¡Malagradecidos! ¡Hasta lo que a mí me toca les doy! Me van a comer viva como alacranes. ¡Cállate! no chilles porque me vas a volver loca. ¡Mira! Mira la olla; ve bien que ya no tiene nada. Cómo crees que voy a andar escondiéndoles la comida. ¡Cómanme viva, alacranes, cómanme viva!
Para Manuel se volvió rutina el cruzar droga al otro lado. La noche era su cómplice y las espinadas las daba de albricias. Ya no tenía miedo. Ahora sentía un agudo placer de pensar que estaba haciendo pendejos a los gringos. Un algo así, comentó después, como si le agarrara allí o allá a una de aquellas gabachitas tan chulas que solían caminar por las calles de Nogales. Aquellos días tan fugaces los gozó Manuel plenamente. Se dio también el lujo de pagar la voluntad y el cariño de una joven interna en uno de tantos prostíbulos de la Calle Canal. Lo mismo que Manuelillo, ella había saltado de los harapos a la ropa fina y además se había puesto otro nombre: Rosa. Con su dinero, él pretendía sacar de puta a la Rosa y ponerle casa. Al pasar el tiempo, Manuelillo se pasó de vivo: empezó a robar de la droga que le encomendaban. De puñado en puñado, al cabo de los días, reunió una cantidad que según él lo haría rico. Manuel Amarillas quiso negociar con los mismos clientes de sus jefes. No bien lo intentó, cuando ya lo sabían los tales. Fue cosa de una llamada telefónica. Esa madrugada, él y sus compañeros habían descargado un camión atestado de mariguana en el lado mexicano, para cargar otro en territorio americano. Todo esto sucedió a escasas millas de Nogales, sin que se las olieran los patrulleros. Los jóvenes «burreros» parecían hormiguitas, moviéndose laboriosos con los grandes bultos a cuestas. Manuelillo concertó su propia mercancía en dos mil dólares. Con ese dinero pretendía sacar de puta a la Rosa y ponerle casa. Soñaba en un sin fin de proyectos que lo harían rico, respetable, y con los días, político y funcionario público como suele suceder. Por la mañana lo quisieron ver sus jefes. Lo recibieron extraordinariamente bien y le pasaron 200 dólares. Ya tarde, lo visitaron en su apartamento dos mafiosos de alta jerarquía: Rito Fierro, alias «El Mula», y Roque Mena, «El Rana». Manuel Amarillas se sintió muy honrado por la visita. Seguramente lo querían ascender. Además, lo llamaban por su nombre de pila: que Manuel para acá, que Manuelito para allá, todo en tono muy cordial. Nada de decirle «Hocico Pelado», como en otras ocasiones. Hubo un momento en que «El Rana» lo llamó hermano. Para qué decir que Manuelillo se retorció, enternecido hasta los huesos. Manuel y sus amigos salieron a cenar. ¡Chihuahua! ¡Qué bonito es pasear en carro grandotote y nuevecito, y no andar ahí dando lástima, a pie como los pinches perros! Alternaron la cena con vinitos, no faltaba más. En franca camaradería remataron con las putas. En el trayecto cantaron abrazados «Yo soy el muchacho alegre». Bebieron hasta ponerse pandos. El mundo es de los vivos, ¡qué se jodan los pendejos, por pendejos!
Manuel tuvo a su lado a Rosa. La verdad es que se había apasionado como burro de la joven piruja. Entre copas y risas se dio tiempo para alquilar a su gran amor. Fueron al cuarto de Rosa y gozaron de sus amores. No por mucho tiempo, pues, uno de los empleados del lenocinio les tocó la puerta; a tamborazos y a gritos, le ordenó a la novia de Manuel que saliera o la sacaba. ¡Salte a la chingada! Ya tienes mucho tiempo. ¿Qué te atornillaste, o qué? Necesitaban parejas para unos señores americanos, muy decentes y bien vestidos, que recién habían entrado. En la breve sesión, Manuel le había dado pormenores a Rosa de su negocio y le propuso matrimonio. Ella dijo que sí, formarían un hogar humilde pero respetado. Tendrían hijos y les darían lo que ellos nunca tuvieron. En aquel momento se encendieron de románticos anhelos. Brillosos los ojos, se miraron plenos de cariño y de esperanzas sublimes. Rosa y Manuel eran ya novios comprometidos en matrimonio.
Manuel volvió a la mesa con sus amigos y la pequeña Rosa a cumplimentar a un caballero americano de enorme estatura. El atlético manoseaba a Rosa y ésta cruzaba su mirada con Manuel a modo de disculpa. ¿Qué podía hacer ella? Ni modo; era su negocio y tenía qué. Pudo ver Manuel que aquel señor tan ricamente vestido se llevaba a su adorada novia al cuarto a tiempo que le agarraba las nalgas cuando no las tetas. Viéndolo apenado, «El Mula» le dijo a modo de consuelo, No te hagas al pendejo, mano, no te aquerencies nunca de una pinche puta.
Amá, voy a jalar pa la frontera. De allí me paso de alambre y a buscar el dólar.
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