AQUELLAS COSAS ANTIGUAS
RodrigoAguilarOrejuela19 de Mayo de 2013
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Aquellas cosas antiguas: Memoria, Realidad y Nuevos Tiempos en Cuenca de los Andes
Rodrigo Aguilar Orejuela
Por alguna razón la conversación que mantenía hace poco con una amiga a la que le llevo alrededor de quince años de diferencia, derivó en la división bipolar que rigió hasta 1989, cuando Berlín y el mundo fueron testigos de la destrucción del símbolo de esa bifurcación. Usted me está hablando de aquellas cosas antiguas, me dijo con desparpajo absoluto y desafiante pero sin atreverse a tutearme. En ese momento me percaté de que tenía 38 años; que mis referentes no eran los mismos que los de esta chiquilla a la que le importaba un bledo quiénes eran y qué hicieron Reagan y Gorbachov, el Che Guevara, Fidel, Víctor Jara, Mercedes Sosa, el Partido Comunista, la onda corta o ese fenómeno sociológico comercial al que coincidimos en llamar rock latino.
Vista en retrospectiva, modificada por el olvido que van dejando los años, aquella parece una época de inocencia, de ensueño inclusive. Íbamos al colegio, no teníamos celulares, no imaginábamos internet, los discos que escuchábamos aún eran de polivinilo, aunque en Holanda ya se había inventado el disco compacto. Nuestros bordes musicales iban desde los clásicos hasta Michael Jackson, Kiss, ACDC, Men at Work, Journey, Foreigner o Madonna; el grito lastimero de Franco de Vita cantando Un buen perdedor, las delicias intelectuales del rock latino, con Soda Stereo a la cabeza, más tarde reforzado por obras maestras como “Bajo el nervio del volcán”, de los mexicanos Caifanes; o ese mundo de romántico idealismo de izquierda musicalizado por Silvio, Pablo, Vicente, Piero, Pueblo Nuevo, Mercedes.
Escarabajos en la calle Sucre
Estábamos habituados a ser parte de una generación caracterizada por la envidia. Sí, envidia generacional. La caracterización hecha de la generación X nos dejaba mal parados, casi clasificándonos y confundiéndonos con los yuppies. Olvidábamos, empero, que el encasillamiento aquel no incluía las particularidades culturales de nuestros países. Si cronológicamente equivalíamos a esa generación, desde la óptica cultural los elementos y factores comunes no encontraban asidero porque no existían. Había desfases cronológicos derivados del desarrollo de las sociedades del primer mundo y las nuestras, y por ello también de la lenta incorporación a la globalización que comenzó a gestarse décadas atrás.
Los cambios culturales operados en el mundo se siguieron en nuestros países como una moda, aplicados a las realidades locales. En el Ecuador, la moda de los sesentas exigía estar a tono con el twist, el rock, los Beatles (la primera gran expresión popular mediática de la globalización), el pelo largo, quizá algo de marihuana entre los más audaces y atrevidos. Pero no eran la mayoría. No había una aceptación masiva del género y todo lo que éste implicaba. Eran los estratos de clase media alta los que optaban por la oferta en mención, sobre todo aquella del rock cantado en inglés. El que se hacía en español, en cambio, solía estar definido por su carácter comercial y por un nivel cualitativo menor al que producían conjuntos como los Beatles, los Rolling Stones, The Who o el mismo Carlos Santana. Eran Sandro, Alberto Vázquez, Los Iracundos, Enrique Guzmán, o un montón de llorones más, quienes hacían de puente entre la música aquella como ritmo de moda y el idioma en el que en su país de origen, y en el mundo entero, se cantaba.
El ecuatoriano promedio, en cambio, aunque no era indiferente al rock seguía siendo pasillero. Se identificaba con el pasillo, y al mismo tiempo prefería el bolero y los ritmos que junto a él llegaban desde países como Cuba, que luego confluirían en ese fenómeno comercial socio-cultural llamado salsa. Los hijos de esa generación, aquellos que en el mundo se han conocido como miembros de la generación X, desde la aparición del libro de Douglas Coupland, compartíamos algunos signos distintivos con la generación anterior, con la nuestra y aun con los miembros más jóvenes de ella, los nacidos hacia 1980. Pocos resultamos impactados por la visión que tenían Da, Andy y Claire en la obra del canadiense. No era nuestro mundo aunque había rasgos en común. La diferencia fundamental estribaba aún en el grado de consumismo. Factores como la televisión, Internet, la emigración, terminarían por proporcionar el peso necesario para ir inclinando la balanza.
Habituados a sentirnos los hijos de aquella gente, de la que fumaba hierba, oía rock, usaba ropas extravagantes y coloridas, y practicaba y pregonaba el amor libre y otras utopías como la paz, o simplemente pasilleros y boleristas, soneros y cumbiancheros como nuestros padres ecuatorianos, parece que padecimos el fenómeno ese de la envidia generacional. Envidiamos haber nacido y crecido en los sesentas, porque al parecer fue una era ideal, idílica. La nuestra, en cambio, estaba llena del desencanto que quedó de los setentas, y el desastre que fue perfilándose y consumándose en los ochentas, hasta desembocar en la caída del Muro de Berlín como símbolo del fin de una era. Nuestra generación vivía su época pero también padecía cierto grado de nostalgia: los Beatles no atravesaron Abbey Road para fotografiar la portada de su último disco; en realidad cruzaron la calle Sucre, con rumbo al parque Calderón; la Catedral Nueva al fondo, cada uno de ellos llevando un banano en la mano, dejado por una chola cuencana que segundos antes pasaba por allí; y, más allá, en la esquina de la calle Benigno Malo, diagonal al Salón del Pueblo, el escarabajo blanco parqueado, el pichirilo aguardando desde hace cuarenta años a que alguien lo saque del Camino de la Abadía o de la calle Mariscal Sucre. Al menos así lo vio Julio Alvarez, pintor coetáneo cuencano que supo comprender ese sentimiento.
Desde la izquierda radical
Muchos militamos en la izquierda radical, que pecaba de teórica en el caso de los cabezones, alineados con los dictámenes del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética). Otros prefirieron seguir a China, y luego a Albania, a Cuba, a Corea del Norte. Crear una célula comunista, lo recuerdo bien, era todo un reto cuando estudiabas en un colegio católico; cuando durante la misa y en medio del cuaderno de religión lo que en verdad se leía era el manual de Politzer. Unos se convirtieron en médicos y artistas, profesores y agentes de viaje, políticos o ecologistas, abogados o amas de casa tradicionales. Conocí a un ex miembro de Alfaro Vive Carajo, que ostentaba los horrores de los años ochentas con una cicatriz enorme. La ciudad estuvo siempre llena de iglesias y calles con nombres de curas, pero en esas mismas arterias crecieron y lucharon también hombres de izquierda repudiados por las beatas, o por los psicópatas aprendices de sodomitas que luego se convirtieron en delincuentes contumaces, y que hoy como entonces siguen apolillando a la sociedad.
Cuenca, que sobre todo desde comienzos del siglo XX se vanaglorió con creciente orgullo de su autosuficiencia y de la evidencia numérica de algunos de sus mitos, pero en especial aquel de “Atenas del Ecuador”, tuvo también sus héroes rebeldes, iconoclastas y críticos, aun siendo algunos de ellos conservadores. Generaciones diferentes se encontraron en los sesentas, en la ebullición febril que salpicó también, de alguna manera, a la ciudad conventual, dominada por el clero y el qué dirán. G.h. Mata se enemistaba a muerte, vía insultos no solo memorables sino también desmedidos, desbordados, con el poeta Rubén Astudillo, cuencano pero en aquel tiempo visto como un fuereño, procedente de un pueblo que no era sino una parroquia más de Cuenca: El Valle. Enrique Malo prometía en la pintura, Efraín era ya hace rato un poeta consagrado, Paco Estrella comenzaba a ser leyenda; Hugo Ordóñez, Estuardo Cisneros convergían en torno a la contundencia de La Escoba, la segunda, quizá la más terrible y deliciosa publicación que de su tipo se haya dado en la tierra morlaca.
Remezón en la Cuenca mariana
Los hijos de clase media y alta que podían permitirse viajar al extranjero, eran quienes estaban al tanto de lo que sucedía en el mundo a nivel de las expresiones artísticas. Por eso eran ellos quienes más comulgaban con los postulados internacionales de los jóvenes de esa generación. Pero constituían una minoría, por lo menos en Cuenca, en el Ecuador. Vanguardista quizá, pero minoría al fin, como la que décadas atrás, en los comienzos del siglo XX, había sacudido las así consideradas buenas conciencias de la sociedad cuencana. En su mayoría estudiantes de Derecho, porque todo hijo de familia tenía como opciones eso o la Medicina. Y como todo estudiante de leyes, se sentían atraídos por la intelectualidad, por la literatura, la pintura, la música, las artes en sí, y particularmente la fotografía. Bebedores, morfinómanos, protagonistas de reyertas y al mismo tiempo lúcidos importadores y creadores de otras formas de ser y hacer. En el centro de esa suerte de movimiento
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