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Apóstol insolente de la belleza


Enviado por   •  18 de Enero de 2015  •  2.262 Palabras (10 Páginas)  •  169 Visitas

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Apóstol insolente de la belleza. Cuando comenzó a vivir, dejó de escribir. Arrojado al abismo de la infamia por una pasión nefanda; el viento del norte, el hielo, el granizo y la nieve tupieron de escarcha su agónico final.

Dios lo creó y él inventó el arte por el arte. Pero, la prisión consumió su alegría y solo dejó una sombra de aquel Baco asiático, que resplandecía como el mismo Apolo.

Murió arruinado; el casero –para pagarse el alquiler pendiente– con un alicate le extrajo al cadáver varias piezas dentales de oro. Fue el óbolo a Caronte para irse al infierno, porque en el cielo no conocía a nadie.

Odiaba el apodo infantil Cuervo Gris. Hubo un tiempo en que se llamó Sebastián Melmoth, el personaje gótico que vendió su alma al diablo por 150 años más de vida y fue condenado a errar por el mundo.

Ni uno, ni otro. Dejó el rimbombante Óscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde, para ser Óscar Wilde, un hombre vestido de palabras; su lengua era un estilete de epigramas.

Héroe y monstruo; amado y odiado en dosis proporcionales, el escritor Henry James lo tildó de “sinvergüenza de pésima calidad y una bestia desaseada”, James Joyce lo trató de “bufón de la corte”. Contra esos dicterios tenía un principio: “Perdona siempre a tus enemigos. Nada les molesta más”.

Como la estupidez es el único crimen que existe John Sholto Douglas, noveno marqués de Queensberry, lo acusó de sodomita por sus presuntos amores furtivos con Lord Alfred Douglas, su quebradizo retoño.

Wilde creyó que a base de ingenio y bellas palabras podría capear los golpes del inventor del boxeo moderno; pero él era un dandy y su rival un peleador callejero.

El siglo XX apenas asomaba sus rosados dedos y en 1895 Wilde sorteó 24 juicios por indecencia; en el último fue condenado a dos años de trabajos forzado en la infame prisión de Reading, apuntó Allan Percy, autor de El coaching de Oscar Wilde , un texto con frases ingeniosas del literato aplicadas a la superación personal.

Desde la mazmorra le escribió a su Ganímedes: “No olvides en qué terrible escuela estoy haciendo los deberes. Viniste a mi para aprender el placer de la vida y el placer del arte. Acaso se me haya escogido para enseñarte algo que es mucho más maravilloso, el significado del dolor y su belleza”.

Aunque estaba en una alcantarilla, miraba a las estrellas. Óscar Wilde adoraba recitar a sus hijos, Vyvyan y Cyril, sus maravillosos cuentos de hadas, recopilados por primera vez –en 1888– con el título de El príncipe feliz y otras historias .

Muchos de sus relatos se extraviaron; Wilde pensaba que esas narraciones debían vivir en boca de los niños y no en el papel impreso. De esas obras sobrevivió El gigante egoísta , que más de una vez sacó las lágrimas al escritor.

Sin ser un cuento estrictamente navideño, el lector – como el gigante – desciende hasta la infancia para curar su mezquindad, redimirse del egoísmo, romper los muros de la avaricia y disfrutar del paraíso perdido del hombre: la niñez.

El príncipe feliz

Vivió más de una vida; murió más de una muerte. Fue de todo menos vulgar y rompió cuanto molde pudo. Ni la pitonisa más despabilada habría vaticinado la agitada vida que llevaría el hijo de William Wills-Wilde y Jane Francesca Elgee, uno médico y la otra escritora, ambos de Dublín –Irlanda–.

El pequeño Óscar vino al mundo el 16 de octubre de 1854; llevó una infancia plácida, al calor de unos padres que fomentaron su temprana inteligencia y promovieron su precoz talento literario.

Jane era una connotada poeta y activista, que firmaba sus artículos en el periódico irlandés The Nation , con el sobrenombre de Speranza; la policía británica cerró el diario porque incitaba a tomar las armas contra la corona.

El cuento El gigante egoísta buscaba afianzar el valor de la redención en los lectores. Cada uno de los textos de Oscar Wilde tenían como propósito lograr que el público aprendiera sobre la vida. | ARCHIVO

El cuento El gigante egoísta buscaba afianzar el valor de la redención en los lectores. Cada uno de los textos de Oscar Wilde tenían como propósito lograr que el público aprendiera sobre la vida. | ARCHIVO ampliar

El Dr. Wilde tenía una especialidad que le habría permitido ganar en un juego de “scrable”: otorrinolaringólogo. Era un experto en el folclore irlandés y en arqueología; además regentaba un centro de atención a los pobres.

La familia la componían dos hijos más: William y la pequeña Isola, que fue la obsesión de Óscar. Cuando la niña murió de escarlatina, a los nueve años, sufrió un fogonazo y trató de sublimar la desgracia con Requiescat , un poema de veinteañero.

Para más horrores el progenitor era un poco díscolo y había tenido tres hijos fuera del matrimonio: Henry, Emily y Mary. La tragedia se cebó en las dos últimas, que murieron carbonizadas en un incendio ocurrido durante un baile hogareño.

Una de ellas, Emily, pasó cerca de la chimenea y el fuego le encendió el vestido; la hermana intentó apagarlo pero quedaron envueltas por las llamas que las calcinaron.

Wilde disfrutó de una esmerada educación; cultivó las bellas artes; poseía un don especial para la estética; hablaba con soltura francés y alemán y a los 26 años era una celebridad, mucho por su talento y otro tanto por sus excentricidades.

Poeta, dramaturgo, escritor, conferenciante, viajero incansable, bohemio, parlanchín y crítico mordaz de la sociedad victoriana, fue el buque insignia del esteticismo inglés y sembró la semilla del “arte por el arte”, la búsqueda y contemplación de la belleza, por ella misma.

Cada uno de sus venerables cuentos entrañaba una enseñanza: los valores ideales en El príncipe feliz ; la redención en El gigante egoísta ; la vanidad en El cohete extraordinario ; el amor y el conocimiento en El pescador y su alma . Sus obras de teatro causaron escándalo por sus ácidas frases: El abanico de Lady Windermere o La importancia de llamarse Ernesto . Su única novela, El retrato de Dorian Gray , es un compendio de ingenio y una versión al revés del mito del Dr. Fausto, que denuncia la hipocrecía social y exalta el hedonismo.

El escritor André Gidé, recordó así su primer encuentro con Wilde: “Sus libros asombraban, encantaban. Sus obras teatrales hacían correr a todo Londres. Era rico, era grande; era hermoso, estaba colmado de dichas y honores”.

Óscar se contoneó –con irreverente desenfado–

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