DEL ELOGIO DE LOS JUECES
MarHdz8311 de Abril de 2014
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De la fe en los jueces, primer requisito del abogado
La justicia no es un fenómeno que aparece naturalmente, sino que hay que perseguirla cuando las situaciones concretas lo ameriten. Poco hace por ello el abogado que se presenta en un tribunal con el afán de “resolver” controversias, pero no a través de la técnica jurídica, sino de argucias y corrupción, buscando sufragar solo los intereses particulares y de su representado, independientemente que le asista o no la razón.
En contraposición al oscuro personaje del que se hace refiere en el párrafo anterior, también rondan por los tribunales, los que el autor conoce como príncipes del foro, que son aquellos postulantes con técnica depurada, honestidad, elocuencia y una trayectoria y reputación merecidas en el ámbito en que se desenvuelven. Las anteriores virtudes, indefectiblemente deberán impeler al juez a impartir una verdadera justicia, con la guía de la verdad expuesta claramente por este abogado, por este príncipe del foro. No obstante, es cardinal aceptar que existen impartidores de justicia que, antes que superponerla ante cualquier circunstancia, atienden a los intereses particulares sobre el asunto a resolver y entonces resulta intrascendente que el conflicto sea dirimido por alguien carente de capacidad con tal de que, por lo menos, lo rea-lice con imparcialidad, incluso, mediante el simple lanzamiento de unos dados. Bien cabe resaltar que los funcionarios judiciales están obligados a buscar primordialmente la verdad material y resolver el caso de mérito conforme al conocimiento obtenido en el proceso; esto es, la sentencia debe ajustarse a la realidad y no viceversa. Así, en un sentido figurado, se podría decir que el juez se convierte en la encarnación del Derecho, dada la naturaleza de la encomienda que se le asigna. Entonces, sin un juez que comunique los principios y postulados del Derecho, este se convierte en letra muerta, en una institución inerte.
De la urbanidad (o de la discreción) en los jueces
Los tribunales, según el autor de esta obra —y acertadamente—, la urbanidad o la discreción no son ajenas al quehacer de un tribunal. La circunstancia de que el juzgador tenga desaciertos, ya sea en fundamento o motivación de sus resoluciones, no implica indefectiblemente que se hará acreedor a interminables embates, en tanto que estos yerros no son resultado del dolo o la corrupción; sin embargo, sí se ha llevado a cabo esta práctica deplorable, independientemente de los motivos. Al contrario, existen formas para encauzar la actividad desarrollada por las autoridades judiciales. El puro señalamiento y tendencia a corrección, según Calamandrei, no es más que un ataque a la investidura que no puede ser tolerado. Así, pues, la guía del juez debe ser discreta, mostrarle el camino para que este arribe a la conclusión deseada por sus propios medios, siguiendo los elementos concretos de la acción, los medios probatorios tendientes a acreditarlos y, al final, llegando a una conclusión generada por su propia convicción. Sin embargo, esta regla de urbanidad no es unilateral, sino que también el juez debe respeto al abogado, ya que este tutela —en un contexto ideal— la justicia desde su propia trinchera; por el solo hecho de serlo. El autor sugiere, entonces, una despersonalización de los personajes envueltos en la controversia judicial; esto es, que el juez, el abogado o cualesquier otros funcionarios no sean objeto de identificación más allá de lo que su función o investidura significan.
De ciertas semejanzas y de ciertas diferencias entre jueces y abogados
Tanto impartidores de justicia como postulantes poseen características similares y se distinguen por otras, algunas positivas y otras, por qué no decirlo, negativas. En primer lugar, según Calamandrei, el abogado se distingue por la experiencia, en la que el juez “supera” al abogado, quien es joven y efervescente, mientras aquel se encuentra provisto de la mesura que otorga la edad. El abogado, joven, por su propia energía es el encargado idóneo de atacar o defender, en tanto el juzgador con su experiencia adquirida por los años, se coloca en posición para dirimir las controversias. Es por ello, según el autor del libro a que se refiere este trabajo, que mientras un abogado nace, el juez se hace. Consecuentemente, se puede afirmar que el abogado y el juez, en algún momento, estuvieron en la misma circunstancia, pues parten del mismo origen. No obstante esta similitud, es innegable que también existen sus diferencias; a saber, la característica buscada en el abogado es la energía y decisión para establecer una postura y resistir las contradicciones de la contraparte; por otro lado, en un juzgador se desea la virtud de la imparcialidad, en la búsqueda del equilibrio. Que estos personajes invirtieran sus virtudes indudablemente llevaría a un colapso del sistema de impartición de justicia. Sin embargo, el hecho de que abogado y juez provengan de una misma raíz, no debe significar una confusión entre ambas investiduras. Aunque las funciones de ambos personajes se desenvuelvan en un mismo escenario, estas son distintas y complementarias para que un tribunal pueda ser un recinto donde, efectivamente, se pueda impartir justicia.
De la denominada oratoria forense
La oratoria forense se puede entender como la forma de expresar las ideas, argumentos y alegatos en una controversia jurisdiccional, y la cual obedece a tendencias imperantes en un determinado tiempo y espacio. Y la oratoria, en la actualidad cobra especial relevancia, debido a que el camino indefectiblemente lleva a la predominancia de la oralidad en los procedimientos jurisdiccionales, como hasta ahora en las materias penal, mercantil y, además, familiar. En consonancia con Calamandrei, el estudio jurídico es la vía correcta para agilizar el pensamiento; la frescura de las ideas y la presencia superficial de estas las hace más accesibles al abogado, quien deberá expresarlas con la mayor elocuencia posible y prestando especial atención a la esencia del argumento, la convicción que pretende crear en el juez, aplicando para ello, cierto “maquillaje”.
De cierta inmovilidad de los jueces en la audiencia pública
La denominada inmovilidad de los jueces en la audiencia pública se considera evidentemente incorrecta o inadecuada, ya que esto propicia un letargo del juzgador en su recinto laboral. Hay formas de graduar el tono de voz y manejo de palabras que se estimen clave para atraer la atención de los juzgadores y guiar-los, en consecuencia. Sin embargo, la resolución de esto no es una carga obligatoria para los abogados. Aún en el supuesto de que eso acontezca, solo el juez debe ser considerado responsable, pues es el titular de la experiencia, como ya se ha aseverado antes. De ciertas relaciones entre los abogados y la verdad, o bien de la obligada parcialidad del defensor: A diferencia de los jueces, los abogados indudablemente deben ser parciales. Esto así, en virtud de que, para que pueda existir una sentencia que se considere justa, esta debe resultar de la ponderación de posturas divergentes que coloquen al juez en un contexto similar a la realidad de los hechos que generan la controversia. A contrario sensu, resolver un litigio atendiendo a una sola postura, cargaría con parcialidad al juez, invirtiendo así las virtudes que este debe poseer y funcionando a favor de las pretensiones de una de las partes. Consecuentemente, el postulante, bajo ninguna circunstancia debe revestir imparcialidad en un proceso judicial, ya que esta característica, colocada en una balanza, no serviría de contrapeso a la postura de la parte contraria, generando así un claro desequilibrio que el juez difícilmente podría subsanar. En dicho orden de ideas, el único que está obligado a ser imparcial en su proceder solo puede ser el juez; de lo contrario, los litigios ya no constituirían un verdadero conflicto de intereses.
De ciertas aberraciones de los clientes, que los jueces deben recordar en disculpa de los abogados
En este apartado se aborda un tema un tanto controversial. Tomando en cuenta que los clientes (representados) en un proceso judicial son el alma del mismo, estos impulsan el quehacer del postulante, ya que sin ellos, realmente no habría intereses que tu-telar ni por los cuales velar. En este entendido, el cliente tiene o debe tener ciertas precauciones al momento de elegir a su representante (abogado). Como afirma Calamandrei, los litigantes buscan características divergentes a las que los jueces ven en un abogado que se podría considerar ideal. Esto así, ya que un abogado útil es el que contribuye con los juzgadores a dirimir el conflicto con apego a la justicia, y mientras hace valer las pretensiones de su cliente; lo es también el que no expresa más allá de lo necesario, con claridad y al grano, en contraposición a aquel que trata de enredar al tribunal con aspectos ajenos a una técnica jurídica y oratoria depurada.
Consideraciones sobre la denominada litigiosidad
Aunque el postulante está para buscar con vehemencia obtener un fallo favorable para los intereses de su representado, existen ocasiones en que debe caracterizarse con la mesura y prudencia que, regularmente, distinguen al juzgador. En otras palabras, abogado representante está obligado a escudriñar el conflicto planteado por su cliente y cotejarlo con la normatividad aplicable y la correspondiente jurisprudencia y tesis emitidas, en caso de nuestro país, por el Poder Judicial de la Federación. Solo así se está en condiciones de ofrecer una estrategia a su representado de las mejores vías para solucionar su problema. El abogado dedicado al derecho privado demuestra su calidad como tal cuando logra que el caso de su representa-do no llegue a instancias
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