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El mito de la educación como fabricación.

liliumpumilumApuntes6 de Julio de 2016

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Introducción

El mito de la educación como fabricación.

Meirieu: Frankenstein. La paradoja. ¿y el sujeto?

Crítica a la escuela moderna.

Foucault: el control de los cuerpos, el castigo y la vigilancia, el sistema panóptico.

Bourdieu: La escuela reproduce la sociedad.

Illich: La educación estatal como absurdo.

Escuelas ideales.

Platón: La República, Educación Dialéctica.

Rousseau: Emilio, la libertad en el proceso de formación, la naturaleza del hombre.

Tolstoi: Experiencias de educación popular

Sobre la libertad:

Sartre: Reflexiones sobre la educación. La libertad copernicana. Responsabilidad y Verdad.

Onfray: La construcción de la libertad. Una educación para la equidad.

El sentido de la Educación:

Freire: Miedo a la libertad. La concienciacion. Educación bancaria vs educación ¿critica?


Referencias


MEIRIEU: FRANKENSTEIN

Pigmalión, o la fortuna pedagógica de una curiosa historia de amorç

En el siglo XVIII se hablaba de «perfectibilidad» del hombre. Helvétius explicaba: «la educación lo puede todo, incluso hacer que los osos bailen». Hoy preferimos hablar de «educabilidad» (Meirieu, 1984) e insistir en la necesidad de apostar que «todos los niños pueden ser logros». Suele subrayarse que nadie puede jamás decir de nadie: «No es inteligente, no hará nada», porque nadie puede jamás saber si se han probado todos los medios y métodos para que haga algo. Otros insisten en la «modificabilidad cognitiva» (Feuerstein, 1994), y con ello se enfrentan a las comodidades de una «psicología de las dotes» que da explicación a todo y justifica, a bajo precio, la pasividad, el fatalismo, incluso la incompetencia del educador.

Recordemos que hace menos de un siglo, pese a algunas mentes audaces, la mayor parte de las dificultades intelectuales de los niños eran consideradas deficiencias mentales congénitas e incurables. Hoy, en cambio, muchos educadores se dedican precisamente a «reeducar» a aquéllos a los que en otros tiempos se creía excluidos para siempre jamás del acceso al lenguaje y a la cultura. Otros niños, víctimas de traumatismos psicológicos o sociológicos graves, no hace tanto que eran recluidos durante años y años sin que se intentase de veras sacarlos adelante. Hoy, les acompañan psicólogos y educadores convencidos de que una acción educativa y terapéutica bien llevada puede permitirles reconstruir sus equilibrios fundamentales. Y en cuanto a aquéllos que han sufrido daños fisiológicos irremediables, se les dedican cuidados atentos y se insiste en proponerles actividades artísticas y culturales susceptibles de permitirles expresar, pese a la carga de su desventaja, su «humanitud» (Chalaguier, 1992).

En el campo escolar, la evolución es del mismo orden: así como hace una veintena de años dominaba una «sociología determinista» que hacía de la escuela una máquina para la reproducción sistemática de las desigualdades sociales, hoy se descubren fenómenos que se denominan «efecto-maestro» o «efecto-centro educativo»; claro que la posición social de los alumnos sigue determinando en enorme medida su futuro escolar... pero, a igualdad de posición social, se discierne la existencia de prácticas pedagógicas y de proyectos de centros que permiten esperar éxitos que quebranten el fatalismo (DuruBellat & Henriot-van Zanten, 1992).

Ocurre, pues, como si la modernidad educativa se caracterizase por el potente auge del poder del educador: mientras que en otros tiempos había resignación ante el hecho de que las cosas se hicieran de modo aleatorio, en función de la riqueza del entorno del niño y de la oportunidad de lo que se fuese encontrando, hoy se pretende controlar lo mejor posible los procesos educativos y actuar sobre el sujeto a educar de modo coherente, concertado y sistemático... para su máximo bien. Se sabe, hoy más que nunca, la importancia que tiene la educación para el destino de las personas y el futuro del mundo, y no queremos abandonar un asunto tan importante al azar. El educador moderno aplica todas sus energías y toda su inteligencia a una tarea que juzga al mismo tiempo posible (gracias a los saberes educativos ahora estabilizados) y extraordinaria (porque afecta a lo más valioso que tenemos: el hombre). El educador moderno quiere hacer del hombre una obra, su obra.

Y su optimismo voluntarista se ve, ahí, sostenido por el resultado de trabajos que confirman ampliamente la influencia considerable que un individuo puede tener sobre sus semejantes tan sólo por la mirada que les aplica: los psicólogos y los psicólogos sociales destacan, en efecto, lo que denominan «efecto expectativa»; subrayan hasta qué punto la imagen que podemos formarnos de alguien, y que le damos a conocer, a veces sin darnos cuenta, determina los resultados que se obtienen de él y de su evolución. Rosenthal y Jacobson (1980), en una obra que tuvo gran resonancia, explican que si a unos enseñantes se les dice que tales alumnos tienen grandes capacidades intelectuales, todas las posibilidades están a favor de que obtengan de ellos resultados excelentes, porque, convencidos de esas capacidades, esos enseñantes se dirigirán a esos alumnos de un modo diferente, con una actitud particularmente benévola susceptible de hacerles entrar en confianza gracias al respaldo a sus esfuerzos y a la atribución de sus dificultades o fracasos a flaquezas pasajeras fácilmente superables. Otros estudios exponen incluso que los enseñantes, cuando corrijan los ejercicios de esos alumnos, cribarán los errores mediante una especie de censura con objeto de que el resultado no desmienta las certidumbres que tienen a su respecto (Noizet & Caverni, 1978). Se habla, en consecuencia, de «predicción creativa» e incluso de «autorrealización de profecías», aludiéndose con ello al considerable poder de atracción del maestro que, decretando que tal alumno es un «buen alumno» y comportándose con él como si fuese tal, lo induce a modificar el comportamiento para mostrarse digno de la imagen que se tiene de él. La literatura, por lo demás, nos proporciona ejemplos de ese fenómeno, como en esa narración de Marcel Pagnol (1988) en la que Lagneau, un mal estudiante peculiarmente reacio a la institución escolar y aterrado por un padre que quiere de todas que triunfe en la escuela, logra, gracias a una serie de estratagemas ideadas por su madre, su tía y sus compañeros, que sus profesores le vean como un buen alumno. Y Pagnol escribe (p. 76): «Desde que los profesores empezaron a tratarle como un buen alumno, se convirtió de veras en uno: para que la gente merezca nuestra confianza, hay que empezar por dársela». Pero, claro está, también es cierto al revés, y cada cual ha podido comprobarlo por sí mismo: hay, como decía Alain, «un modo de preguntar que mata la buena respuesta»; tenemos a aquél del que no se espera nada bueno y que se abandona a lo peor; o está aquél del que se dice: «Ese chico no es inteligente» y, para no desautorizar una opinión tan sentenciosamente formulada, o tan sólo porque no se siente apoyado en los esfuerzos que intenta, se considera obligado a hacer que se cumpla la predicción (Alain, pp. 52 ss.).

He ahí, pues, al educador muy lejos de la impotencia a la que a veces se le ha pretendido condenar. He ahí que es capaz de identificar las situaciones que permiten «hacer un hombre». He ahí, incluso, que puede conseguir que se cumplan sus propias predicciones por la sola fuerza de su mirada, por la atracción intrínseca de sus convicciones. No sorprende, pues, que, para describir el fenómeno del «efecto expectativa», Rosenthal y Jacobson recurriesen al mito de Pigmalión y titulasen su obra, precisamente, Pygmalión en la escuela.

La modernidad, en ese punto, se adscribe, y trata de realizarlo a gran escala, a un proyecto que la mitología griega nos ofrecía ya, de forma arquetípica, en la historia de Pigmalión. Pigmalión, nos cuenta Ovidio en Las metamorfosis, es un escultor taciturno, quizá incluso algo misántropo, que vive solo y consagra toda su energía a la elaboración de una estatua de marfil que representa a una mujer tan hermosa «que no podía deber su belleza a la naturaleza». Una vez terminada su obra, Pigmalión se comporta con su estatua de un modo extraño: «la besa e imagina que sus besos le son devueltos», le pone las mejores ropas, la colma de regalos y de joyas, y por la noche se acuesta junto a ella. Venus, la diosa del amor, que pasaba por ahí con ocasión de unas fiestas en su honor, se conmovió ante ese extraño cuadro y accedió a la petición de Pigmalión: dio vida a la estatua, la cual, de ese modo, pudo convertirse en la mujer del escultor... Dejemos de lado a Venus, que ahí hace que se cumpla el anhelo del escultor, y quedémonos con el nudo de la historia, una extraña historia de amor y de poder: un hombre consagra toda su energía, toda su inteligencia, a «hacer» una mujer, una mujer que ciertamente es obra suya y que sale tan conseguida que él quiere como sea infundirle la vida.

El Pigmalión de Ovidio tendrá una larga descendencia literaria. El propio Rousseau adaptó la historia en una «escena lírica» de gran éxito en su tiempo. El texto, escrito en 1762, iba acompañado de música y se interpretó en Lyon y en París, donde, según las gacetas de la época, «la concurrencia de público fue prodigiosa». Vemos ahí a un escultor que, frente a una de sus estatuas, expresa, ante su creación, una multitud de sentimientos contradictorios: desaliento y postración cuando constata que su obra «no es más que piedra», febrilidad cuando cae presa del deseo desbordante de llegar más allá de la sola fabricación material, pánico cuando se da cuenta del sentido oculto de sus propias intenciones, orgullo inmenso por haber logrado un producto tan hermoso «que supera todo lo que existe en la naturaleza y rivaliza con la obra de los dioses», entusiasmo y fascinación cuando admite «que no se cansa de admirar su obra, que se embriaga de amor propio y se adora a sí mismo en lo que ha hecho» (1964, p. 1.226). Luego, el escultor se embala y sus sentimientos se exacerban: pasión, ternura, vértigo de deseo, abatimiento, ironía hacia sí mismo y hacia su voluntad a la vez imperiosa e irrisoria de infundir vida al mármol, miedo, delirio... hasta que sus anhelos se cumplen, hasta el «éxtasis» cuando la estatua, por fin, se anima: «Sí, querido objeto encantador; sí, obra maestra digna de mis manos, de mi corazón y de los dioses... eres tú, sólo tú eres: te he dado todo mi ser; ya sólo viviré a través de ti» (ibid., p. 1.231).

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