¿Estamos ya en la Tercera Guerra Mundial?
nomada1965Ensayo18 de Julio de 2025
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¿Estamos ya en la Tercera Guerra Mundial?[pic 1]
La historia no siempre se repite con los mismos sonidos de cañones; a veces, la guerra se disfraza de tratados, algoritmos y titulares. Hoy, sin necesidad de una declaración formal, el mundo parece sumido en una confrontación global de nuevo tipo. No hay trincheras visibles, pero sí bloqueos informativos, sanciones económicas y una creciente deshumanización. Es una guerra difusa, global y silenciosa, donde el poder se ejerce desde lo intangible.
Los canales de navegación como el estrecho de Ormuz, canal de Suez y el canal de Panamá ya no son simples vías de tránsito “son armas geoeconómicas”. Su cierre parcial o manipulación estratégica puede paralizar mercados enteros¹. Otros puntos críticos como el estrecho de Malaca, Bab el-Mandeb, el mar Negro y los Dardanelos concentran más del 80% del tránsito mundial de petróleo, cereales y tecnología². Una interrupción en estos nodos no solo ralentizaría el comercio: desestabilizaría políticamente a regiones enteras. Pero no es solo la logística lo que se ha militarizado, la prensa, los algoritmos de redes sociales y la saturación informativa, han creado una niebla epistemológica en la que descubrir la verdad exige una arqueología ética³. La censura no prohíbe: distrae. El que razona es sospechoso; el que empatiza, traidor y la dialéctica deleznable. Miles de civiles asesinados en zonas de guerra apenas interrumpen una programación mediática, centrada en escándalos personales, programas vacíos y partidos de fútbol⁴, vale más la vida de un bando que la de miles de niños del otro o civiles que si no mueren de inanición, lo hacen a tiros al llegar al centro de abastecimiento, pues para algunos “son menos que animales”: todo esto gracias a que la información, otrora herramienta de emancipación, se ha convertido en un arma de manipulación y los organismos supra nacionales, la herramienta del Estado Profundo.[pic 2][pic 3]
Se consolidan bloques políticos que evocan los de principios del siglo XX, aquellos que sentaron las bases de la Primera Guerra Mundial; se trata de alianzas sin principios morales, donde un grupo señalado como terrorista y genocida de cristianos, conforma en cuestión de meses, un gobierno reconocido internacionalmente. Al mismo tiempo, un pueblo que lleva más de 35 años de lucha no es considerado Estado. Gobiernos que cuestionan estas estructuras y sus acciones son censurados o sancionados. Proyectos científicos son desmantelados, como la misión ExoMars únicamente por la nacionalidad de sus participantes, o excluidos de instituciones como el CERN. Del mismo modo, atletas son rechazados, y se cometen actos de “bibliocidio”5, se asesinan periodistas y médicos en un silencio cómplice.
El libre comercio se ha sustituido por sanciones económicas, el globalismo, por un nacionalismo defensivo que no construye, sino que excluye y exacerba las desigualdades; mientras tanto, crecen las guerras proxi y la industria armamentista expande su influencia a costa del gasto social. El poder ya no busca construir ciudadanos: busca moldear consumidores con deseos materiales predecibles, donde lo bueno se vuelve malo y lo malo, virtud. Es un sistema en el que se pierde la vivienda por invasores que la ocupan ilegalmente, el propietario no puede reclamar su casa, pero sí debe pagar los daños causados a terceros por quienes la usurpan. Un sistema donde un padre que no quiere que su hija menor comparta el baño con adultos varones, es tratado como infractor. Tal vez no haya fuego en estas llamas, pero como en los círculos de Dante, lo que arde es la consciencia: se vacía el alma para llenar de consumo el deseo y de guerra la mente. Ya no estamos frente a una distopía futurista, sino ante una dialéctica sin redención, donde el castigo no se da por lo que se hace, sino por lo que se piensa.
Una propuesta desde el Sur
En este escenario, América Latina no puede seguir esperando que el orden global la incluya en su juego de ajedrez estratégico, donde apenas somos peones. Tampoco puede construir su futuro sobre fortalezas desiguales que perpetúan la dependencia. La única salida es reconstruirse desde sus debilidades comunes, con subsidios y preferencias que permitan evolucionar nuestros productos hasta alcanzar competitividad. Esto no ocurrirá al principio: nuestros bienes no serán más baratos ni mejores, pero podrán serlo con el tiempo si se insertan en un marco de voluntad compartida y conciencia histórica. Sin embargo, el desarrollo económico no será suficiente si la región se deja absorber por la vorágine cultural del mundo Bizarro o Arreit encarnado en los antiguos bloques geopolíticos occidentales y las nuevas alianzas amorales de Estados “sociópatas”, donde los antivalores predominan y el materialismo erosiona los cimientos sociales. En esa distorsión, los ancianos estorban, el matrimonio es un cliché y la familia, un vestigio obsoleto. Nuestra verdadera fortaleza común no reside sólo en nuestras tierras o recursos, sino en una sociedad que aún respeta a los abuelos, pide la bendición a los padres y se resiste a entregar la educación de sus hijos a algoritmos y pantallas que premian la estupidez humana.
En este marco, la sustitución de importaciones no puede ser una estrategia mecánica, sino el inicio de una soberanía productiva fundada en valores. Experiencias recientes en Venezuela y otras naciones latinoamericanas lo demuestran: no se trata de replicar modelos del pasado como los de la CEPAL criticados por Klaus Bodemer por su rigidez estructural, y por Héctor Asselín, quien advirtió que “la orientación industrializadora es válida solamente para países con mercados internos amplios…”, sino de reinterpretar el espíritu transformador que alguna vez los animó y no el que terminó relegando a muchas economías latinoamericanas a la mono- producción primaria. Hablamos de fabricar tractores, luminarias viales, sistemas de telemática, cosechadoras, componentes ópticos e infraestructuras energéticas. No apoyados en fortalezas que perpetúan desigualdades, sino concebidos para corregir las debilidades que impiden la integración y provocan balanzas comerciales desiguales. Aunque los primeros productos no sean sofisticados, serán nuestros, y eso es lo urgente. Porque cuando las rutas se cierren y los grandes productores transformen sus cadenas industriales en auténticas economías de guerra, ya no habrá tiempo para importar equipos, componentes ni siquiera herramientas básicas.
Y aunque se ha construido el Puerto de Chancay en Perú, con conexión independiente desde el Puerto de Nansha, en Guangzhou, China, lo cierto es que seguimos siendo vulnerables, aún carecemos de una infraestructura vial y ferroviaria robusta que articule el continente desde México hasta la Patagonia. Sin corredores internos, incluso el mejor puerto será apenas otro cuello de botella al cerrar los canales y estrechos en oriente medio y otras regiones.
Países como Venezuela ilustran esta urgencia; la tecnología vinculada al agro está ausente, y la producción interna de alimentos sigue dependiendo de insumos foráneos, la infraestructura de telecomunicaciones es precaria y depende casi en un 100% de importaciones6, incluyendo productos que, al no tener niveles tecnológicos tan exigentes, pueden hacerse con los recursos actuales. La revitalización productiva es esencial, no solo para abastecer necesidades, sino para evitar que la escasez derive en economía informal, inflación incontrolable y tensiones sociales al momento en que la guerra hibrida, pase a las armas y a los muertos. No se trata de excluir actores internacionales, sino de reconocer que la reconfiguración productiva latinoamericana requiere una mirada propia, centrada en acuerdos políticos que eviten la competencia desleal y fomenten la complementariedad. Países como Estados Unidos y Canadá, con trayectorias y prioridades distintas, podrían no estar alineados con esta visión regional en el corto plazo; sin embargo, ello no impide que existan espacios futuros de conciliación y cooperación, la clave está en estimular la producción nacional con criterios de escala, calidad y sostenibilidad, para que nuestros productos no solo sean competitivos globalmente, sino también reflejen nuestras realidades sociales y tecnológicas. Esto implica acuerdos previos que regulen el comercio intra-bloque, evitando que las asimetrías tecnológicas, como las que existen entre Brasil y otras economías más rezagadas, se traduzcan en nuevas formas de dependencia.
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