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Fenomeno Politico

jaricoar1 de Abril de 2014

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EL FENÓMENO POLÍTICO

Walter Montenegro

EN LÍNEAS generales, la identificación o definición ideológica de un esquema político depende de las

características que asume la interdependencia de tres factores: el individuo, la colectividad y el Estado.

El remoto origen de esa interdependencia reside en el hecho de que, al despuntar la aurora de su

existencia sobre el planeta, el hombre, el "animal político" de que hablara Aristóteles, encontró

indispensable y provechoso asociarse con sus semejantes para hacer frente a la lucha por la vida.

En un constante y dinámico proceso de adaptación a sus necesidades y aspiraciones crecientes, desde lo

simple y rudimentario de la prehistoria hasta lo complejo del mundo contemporáneo, el hombre fue

diseñando y organizando diferentes normas de convivencia dentro de las cuales surgió ineludiblemente

el concepto de autoridad. Lo que da su identidad propia a un esquema político es el carácter de esas

normas: su inspiración, sus fines, el radio de acción que tienen y el papel más o menos preponderante

que en cada acontecimiento desempeñan el individuo, el Estado o la colectividad.

El presente análisis está enfocado sobre el mundo moderno que empieza a tomar forma a medida que

desaparecen en Europa los últimos vestigios del sistema feudal y se sientan las bases de los Estados

nacionales.

El individualismo (preponderancia del individuo en el esquema político), cuya expresión

contemporánea es la democracia liberal, tiene como finalidad, en lo filosófico, salvaguardar los

llamados "derechos inherentes" a la condición humana encarnados en cada individuo: derecho a la vida,

la libertad, la felicidad. En lo material, garantizar la propiedad privada, con sus complementos

inseparables: la iniciativa y la empresa privadas.

Dentro de este esquema, la colectividad debe estar organizada y regida de modo que permita y asegure

el respeto y el ejercicio de aquellos "derechos inalienables". Sólo hay un límite para el desarrollo de la

actividad individual y es aquel que demarca y protege los derechos de los demás. Los órdenes ético y

jurídico y aun religioso se encargarán de asegurar la coexistencia pacífica y armónica de las

prerrogativas individuales.

El Estado no hará otra cosa que supervigilar y garantizar el desenvolvimiento de la convivencia social.

Tanto mejor desempeñará su papel el Estado —dice el individualismo liberal— cuanto menor sea su

intromisión en el libre juego de las llamadas "leyes naturales" en la filosofía, o "leyes del mercado" en

la economía. El Estado es una especie de "gendarme" necesario, pero incómodo cuya presencia debe

reducirse al mínimo estrictamente indispensable.

El individuo es, pues, el protagonista y objetivo final de este orden político-económico. La colectividad

lo sirve; el Estado lo protege. (Ver Liberalismo.)

Una forma extrema de individualismo es el anarquismo individualista que propugna la prescindencia, la

desaparición total del Estado y apenas admite la "necesidad limitada" de la actividad colectiva para

fines de carácter material tales como la producción cooperativa, en pequeña escala, de los artículos de

subsistencia. (Ver Anarquismo.)

Dentro de la concepción colectivista (con preponderancia de la colectividad), que engloba a las

diversas formas del socialismo, el individuo deja de ser un fin en sí mismo; lo es, solamente, en la

medida en que forma parte de la colectividad. La meta de la felicidad individual queda sustituida por la

de la felicidad colectiva. Al hacerse evidente que, en la práctica, las prerrogativas individuales no se

desenvuelven y desarrollan solamente dentro de sus límites sino que tienden a invadir las prerrogativas

ajenas y a servirse de ellas para beneficio propio, surge el nuevo concepto: quien debe servir no es la

colectividad al individuo sino éste a aquélla. Y, al contribuir a la felicidad colectiva, el individuo se

hace acreedor a la justa parte de felicidad que, como miembro integrante de la colectividad, le

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corresponde. A eso y nada más; queda entendido, por supuesto, que la distribución de los beneficios

colectivos, tanto morales y jurídicos como materiales debe ser igualitaria sin que quepa ninguna forma

de privilegio.

La propiedad privada pierde —en este esquema— la aureola casi sagrada que le asignan las teorías

individualistas. Y, del plano de preeminencia al que había sido elevada, desciende bruscamente al

banquillo del acusado. No solamente los socialistas marxistas sino hasta los utopistas, los más

benignos, le atribuyen la mayor parte de los males que engendra la sociedad individualista.

La única propiedad respetable, por consiguiente, es la que "cumple una función social". La propiedad

de las fuentes de riqueza (o instrumentos de producción) debe ser transferida a la colectividad, de

manera que la riqueza producida pase a ser colectiva en vez de individual. Es natural que en el nuevo

sistema, en el que se reparan las injusticias del anterior, se acentúe el sentido de protección a los grupos

económico-sociales que habían sido menos favorecidos.

Las diferentes teorías socialistas asignan papeles también diferentes al Estado. De acuerdo con unas (el

Marxismo y sus derivados), el Estado fue un simple cómplice (gendarme corrupto, sobornado) de la

acumulación de privilegios en un sector minoritario de la sociedad. Puede redimirse, empero, si pasa a

servir temporalmente los intereses de la colectividad, instrumento de la dictadura del proletariado, para

morir después, cuando su presencia sea innecesaria. Otras (Socialismo de Estado), propugnan la

existencia permanente del Estado, a condición de que cumpla funciones activas y directamente

reguladoras del orden, no sólo jurídico y político de la colectividad, sino también —y principalmente—

del económico. Si es necesario, debe competir con el individuo e inclusive sustituirlo totalmente, para

crear y mantener el equilibrio social.

Ha desaparecido el individuo como héroe del drama social, y también desaparecen los grupos o

conjuntos de individuos que, por razón de su desigual participación en los fenómenos de la producción

y la distribución de la riqueza, acabaron por dividir a la sociedad en "clases"; clase de poseedores la

una y desposeída la otra, con escasa graduación intermedia.

La colectividad entera ocupa el primer plano. El planteamiento ideológico y la lucha política que se

desarrollan desde este punto de vista, tienden, especialmente, a igualar la condición de los desposeídos

con la de los poseedores, elevando a la primera y despojando a la segunda de los privilegios injustos

que le permitieron convertirse en explotadora. El individuo y el Estado sirven a la colectividad sin

reservas, desempeñando funciones coadyuvantes. Si, para los fines de este servicio, debe en un

momento dado desaparecer el Estado, éste desaparecerá. Si para realizar los fines supremos de la

colectividad el individuo debe sacrificar temporal o permanentemente parte de sus prerrogativas o la

totalidad de ellas y aun la vida misma (eso depende del tipo de socialismo que se propugne), se pensará

que "el fin justifica los medios".

Pero no sólo el individuo o la colectividad protagonizan en un momento determinado la escena del

ideario político moderno. El Estado tiene también su turno.

Pasemos por alto las monarquías absolutas que identificaban al Estado con su soberano —resabio de

las primitivas teocracias— para referirnos a la época en que entra en función el nuevo concepto

jurídico-político del Estado, cuando el liberalismo señalaba rumbos al pensamiento, en medio de la

tempestad económico-social creada por la Revolución Industrial.

Poco a poco y a medida que el individualismo liberal sin freno demuestra su incapacidad para encarar

los problemas que plantea el complejo desarrollo de la sociedad moderna, el intervencionismo estatal

gana terreno. No se lo desea, pero tampoco se lo puede evitar. Ya se había hecho indispensable el

Estado como autoridad reguladora del orden social, y su avance en el campo de la actividad económica

es más un producto de la necesidad que de la doctrina. Al sobrevenir las depresiones o crisis que

periódicamente marcan el curso del desarrollo capitalista, el Estado tiene que desempeñar una función

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cada vez más activa. Llega, inclusive, a crear fuentes de trabajo en gran escala, cuando la desocupación

amenaza con el hambre a millones de personas. El ejemplo típico en esta materia es la política del New

Deal del Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, Franklin D. Roosevelt, falsamente

interpretada como un paso deliberado hacia el socialismo, cuando en realidad fue un recurso extremo

para salvar al capitalismo norteamericano después de la crisis iniciada en 1929.

Aun superadas las situaciones de emergencia, el Estado ya no puede excluirse de las relaciones

normales del capital con el trabajo y entra a regular el mercado laboral forzando

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