LOS NIÑOS DEL PLOMO
jekprincesss20 de Octubre de 2013
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Los niños del plomo
Existe un pueblo en el Perú donde las casas, las calles, el hospital, el colegio y unas
pocas áreas verdes están cubiertos por un polvo gris. Entre las partículas de esa nube
negra que parece arena, hay plomo. El plomo que sale de las chimeneas de una fundición
de metales que ha traído trabajo, “progreso” y docenas de historias de niños que no
engordan ni crecen y que tragan esa tierra tóxica cada vez que se meten los dedos en la
boca.
Por Marina Walker Guevara
Mishell Barzola tiene seis años y hace tiempo dejó de crecer. Mide apenas un metro y pesa 14
kilos, sólo un poco más que su hermano Steven de dos años. Su madre, Paulina Ccanto,
sospecha que el plomo se le ha metido en el cuerpo.
En La Oroya, Perú, donde vive Mishell, los niños respiran y tragan constantemente el metal que
viaja en el aire y se deposita en el suelo. Cuando juegan al fútbol o a las canicas en las calles de
tierra, el viento arroja polvo tóxico en sus caras. Cuando se llevan los dedos a la boca, los
pequeños, literalmente, comen plomo.
“No la veo bien a la niña”, me dice Paulina sentada en la pequeña habitación que alquila en esta
ciudad andina de 33.000 almas, 180 kilómetros al sureste de Lima. Anoche llovió y las goteras se
han ensañado con la cama que comparten tres de los cuatro hijos de la mujer. Un débil rayo de
sol se cuela por el mismo agujero del techo por el que se filtra el agua.
“Mishell no engorda ni crece. El doctor me dijo que puede ser por el exceso de plomo”, me
explica Paulina casi susurrando, como si de ese modo la amenaza se tornase menos real. Su
hija Rosario, de doce años, habla con la soltura propia de los niños: “A veces nos llenamos de
plomo y nos da una enfermedad. Nuestro estómago se llena de plomo. Con eso también
podemos morir”.
Es febrero de 2005 y Paulina está a la espera de los resultados de un examen de sangre que
despejará todas las dudas sobre la salud de Mishell. En La Oroya, diversos estudios han
demostrado que prácticamente todos los niños están intoxicados con plomo en niveles tres
veces mayores, en promedio, que lo máximo permitido por la Organización Mundial de la Salud.
La razón está del otro lado de las aguas cobrizas del río Mantaro, en la enorme chimenea de
cemento que desde hace 83 años escupe sus humos en la cara de los oroyinos.
El complejo metalúrgico de La Oroya es, al mismo tiempo, el drama y la razón de ser de esta
ciudad. De él viven las familias de los 4.000 obreros que trabajan en sus hornos procesando
plomo, zinc, cobre, oro y plata. Miles de comerciantes y transportistas dependen de la fundición
para su supervivencia. Y muchos otros han logrado que los nombres de sus hijos estén en la
lista de asistencia social de la empresa estadounidense que desde 1997 maneja la planta, Doe
Run Co., la productora de plomo más grande de América del Norte.
Por momentos, y aunque la realidad la contradice, Paulina se esfuerza en pensar que tal vez
Mishell sea la excepción entre los niños de La Oroya. Que los cuidados especiales de
alimentación e higiene que ella le brinda hayan hecho su parte. Yo también quiero creerlo.
Después de todo, pienso, Mishell tiene una energía envidiable.
Sube corriendo las escaleras empinadas de su barrio, juega a la pelota y se va saltando por la
vereda con sus amigos. Es pequeña, sí, pero no parece que estuviera enferma. La gran tragedia
de la intoxicación por plomo es, precisamente, su sigilo, la ausencia de signos externos
inmediatos o muy notorios. Sin embargo, la exposición prolongada al metal provoca daños
irreversibles en el sistema nervioso central. Es un veneno de acción lenta, pero devastadora.
Recorro las calles angostas, laberínticas de La Oroya Antigua, la zona más cercana a la
fundición. Trozos de vida urbana compiten con escenas casi coloniales: falta de agua corriente,
ausencia de un sistema de cloacas, basura amontonada a la orilla del río. Hay una belleza
irónica en la confusión de casas viejas pintadas de azules, de amarillos y de marrones; bares
improvisados que empiezan a poblarse desde temprano y cabinas de internet abarrotadas de
niños y adolescentes.
Ayer pagaron en la empresa y el mercado callejero está rebosante de vendedores de todo,
desde aceite curativo de caracoles hasta trucha frita recién preparada. Perros flacos comen los
restos de comida que caen de los puestos, y docenas de taxis se agolpan en las calles y hacen
sonar sus bocinas. A lo lejos se escucha el andar pesado, metálico del tren que sale de la
fundición con sus vagones repletos de minerales rumbo a Puerto Callao, en Lima.
Nadie parece prestar atención al aire pesado, irrespirable, ni al olor ácido que lo impregna todo,
se mastica, quema los ojos y la garganta. Los oroyinos me dicen que a la larga uno se
acostumbra a los “gases”, como le llaman, una combinación de plomo, arsénico y dióxido de
azufre, entre otros contaminantes que emite la fundición. El humo queda atrapado entre las
laderas de los cerros donde se agolpa, caótica, la ciudad.
Hugo Villa es neurólogo y trabaja en La Oroya desde hace 25 años. Me recibe en el hospital
Essalud, donde se atienden los obreros de la fundición y sus familias, pero me pide discreción y
me conduce a una sala alejada del paso del público. El médico se ha unido a los grupos que
reclaman que Doe Run cumpla con el plan de mitigación ambiental al que se comprometió
cuando compró el complejo hace ocho años. Pero quienes se atreven a hacer ese reclamo, dice
Villa, son rápidamente señalados por los trabajadores del sindicato como “traidores”. “Quien
habla del problema de salud está yendo contra la fuente de trabajo”, me explica el médico en
baja voz, igual que Paulina. Por esta razón, según Villa, los padres no preguntan sobre el plomo
cuando llevan a sus niños al hospital. Tampoco expresan preocupación. “Es como si tuvieran
miedo”, dice Villa, “me siento frustrado, impotente. Me da rabia. En 15 ó 20 años toda una
generación va a tener problemas de desarrollo psicomotor”.
La planta de La Oroya la construyeron “los primeros gringos”, como se refieren los lugareños a
los estadounidenses de la compañía Cerro de Pasco Copper Corporation que desembarcó en
estas alturas de los Andes en 1922. El complejo metalúrgico permitió que vivieran las minas a lo
largo y a lo ancho de la sierra central del Perú, cuyos minerales necesitaban ser procesados
antes de venderse en el mercado internacional. Por la complejidad de los procesos que allí se
realizaban -procesamiento de minerales “sucios”, con alto contenido de sulfuros-, La Oroya se
transformó en un lugar de referencia para ingenieros metalúrgicos de todo el mundo.
A los pocos años de creada la planta, los agricultores de la zona comenzaron a quejarse de que
el humo secaba sus pastos.
Cuentan los memoriosos que los cerros de La Oroya por ese entonces eran verdes, y en el
Mantaro, uno de los ríos más importantes de Perú, se pescaban truchas y ranas. Hoy las
montañas que rodean La Oroya están peladas y manchadas de negro, y del Mantaro algunos
pobladores dicen que “está muerto”. En 2003, una ley nacional declaró la emergencia ambiental
de su cuenca, de la que son responsables también las minas de la zona de cerro Pasco y las
decenas de pueblos andinos cuyos desechos cloacales van a parar al río.
Cuando en 1974 el gobierno peruano expropió y nacionalizó el complejo metalúrgico de La
Oroya, la contaminación del suelo, el aire y el agua empeoró. Los pobladores se habituaron a vivir con los ojos rojos, inyectados, y un pañuelo siempre a mano para cubrirse la cara cuando
“venía el humo”. Poco se sabía de la intoxicación por plomo por aquellos días porque todavía no
se habían realizado estudios de sangre en la población.
Una mañana de octubre de 1997, un grupo de estadounidenses firmó un contrato con el
gobierno del ahora prófugo Alberto Fujimori por 120 millones de dólares. Doe Run Co., con sede
en Missouri, acababa de comprar la planta de fundición de metales de La Oroya en condiciones
más que ventajosas. El acuerdo de venta especificaba que durante diez años la empresa estatal
Centromín Perú, que vendió a Doe Run el complejo, asumiría cualquier demanda legal atribuible
a la contaminación histórica de La Oroya. En ese período, los estadounidenses se
comprometieron a desarrollar un programa de control de emisiones y efluentes industriales, entre
otras medidas de mitigación ambiental.
Doe Run y la compañía neoyorquina a la que pertenece, Renco Group, enfrentan decenas de
juicios en Estados Unidos por supuestos daños al medio ambiente y a la salud ocasionados por
sus empresas. La Agencia estadounidense de
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