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Los Niños Del Plomo


Enviado por   •  27 de Noviembre de 2014  •  4.393 Palabras (18 Páginas)  •  170 Visitas

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Existe un pueblo en el Perú donde las casas, las calles, el hospital, el colegio y unas pocas áreas verdes están cubiertos por un polvo gris. Entre las partículas de esa nube negra que parece arena, hay plomo. El plomo que sale de las chimeneas de una fundición de metales que ha traído trabajo, “progreso” y docenas de historias de niños que no engordan ni crecen y que tragan esa tierra tóxica cada vez que se meten los dedos en la boca.

Por Marina Walker Guevara

Mishell Barzola tiene seis años y hace tiempo dejó de crecer. Mide apenas un metro y pesa 14 kilos, sólo un poco más que su hermano Steven de dos años. Su madre, Paulina Ccanto, sospecha que el plomo se le ha metido en el cuerpo.

En La Oroya, Perú, donde vive Mishell, los niños respiran y tragan constantemente el metal que viaja en el aire y se deposita en el suelo. Cuando juegan al fútbol o a las canicas en las calles de tierra, el viento arroja polvo tóxico en sus caras. Cuando se llevan los dedos a la boca, los pequeños, literalmente, comen plomo.

“No la veo bien a la niña”, me dice Paulina sentada en la pequeña habitación que alquila en esta ciudad andina de 33.000 almas, 180 kilómetros al sureste de Lima. Anoche llovió y las goteras se han ensañado con la cama que comparten tres de los cuatro hijos de la mujer. Un débil rayo de sol se cuela por el mismo agujero del techo por el que se filtra el agua.

“Mishell no engorda ni crece. El doctor me dijo que puede ser por el exceso de plomo”, me explica Paulina casi susurrando, como si de ese modo la amenaza se tornase menos real. Su hija Rosario, de doce años, habla con la soltura propia de los niños: “A veces nos llenamos de plomo y nos da una enfermedad. Nuestro estómago se llena de plomo. Con eso también podemos morir”.

Es febrero de 2005 y Paulina está a la espera de los resultados de un examen de sangre que despejará todas las dudas sobre la salud de Mishell. En La Oroya, diversos estudios han demostrado que prácticamente todos los niños están intoxicados con plomo en niveles tres veces mayores, en promedio, que lo máximo permitido por la Organización Mundial de la Salud.

La razón está del otro lado de las aguas cobrizas del río Mantaro, en la enorme chimenea de cemento que desde hace 83 años escupe sus humos en la cara de los oroyinos.

El complejo metalúrgico de La Oroya es, al mismo tiempo, el drama y la razón de ser de esta ciudad. De él viven las familias de los 4.000 obreros que trabajan en sus hornos procesando plomo, zinc, cobre, oro y plata. Miles de comerciantes y transportistas dependen de la fundición para su supervivencia. Y muchos otros han logrado que los nombres de sus hijos estén en la lista de asistencia social de la empresa estadounidense que desde 1997 maneja la planta, Doe Run Co., la productora de plomo más grande de América del Norte.

Por momentos, y aunque la realidad la contradice, Paulina se esfuerza en pensar que tal vez Mishell sea la excepción entre los niños de La Oroya. Que los cuidados especiales de alimentación e higiene que ella le brinda hayan hecho su parte. Yo también quiero creerlo.

Después de todo, pienso, Mishell tiene una energía envidiable.

Sube corriendo las escaleras empinadas de su barrio, juega a la pelota y se va saltando por la vereda con sus amigos. Es pequeña, sí, pero no parece que estuviera enferma. La gran tragedia de la intoxicación por plomo es, precisamente, su sigilo, la ausencia de signos externos inmediatos o muy notorios. Sin embargo, la exposición prolongada al metal provoca daños irreversibles en el sistema nervioso central. Es un veneno de acción lenta, pero devastadora.

Recorro las calles angostas, laberínticas de La Oroya Antigua, la zona más cercana a la fundición. Trozos de vida urbana compiten con escenas casi coloniales: falta de agua corriente, ausencia de un sistema de cloacas, basura amontonada a la orilla del río. Hay una belleza irónica en la confusión de casas viejas pintadas de azules, de amarillos y de marrones; bares improvisados que empiezan a poblarse desde temprano y cabinas de internet abarrotadas de niños y adolescentes.

Ayer pagaron en la empresa y el mercado callejero está rebosante de vendedores de todo, desde aceite curativo de caracoles hasta trucha frita recién preparada. Perros flacos comen los restos de comida que caen de los puestos, y docenas de taxis se agolpan en las calles y hacen sonar sus bocinas. A lo lejos se escucha el andar pesado, metálico del tren que sale de la fundición con sus vagones repletos de minerales rumbo a Puerto Callao, en Lima.

Nadie parece prestar atención al aire pesado, irrespirable, ni al olor ácido que lo impregna todo, se mastica, quema los ojos y la garganta. Los oroyinos me dicen que a la larga uno se acostumbra a los “gases”, como le llaman, una combinación de plomo, arsénico y dióxido de azufre, entre otros contaminantes que emite la fundición. El humo queda atrapado entre las laderas de los cerros donde se agolpa, caótica, la ciudad.

Hugo Villa es neurólogo y trabaja en La Oroya desde hace 25 años. Me recibe en el hospital Essalud, donde se atienden los obreros de la fundición y sus familias, pero me pide discreción y me conduce a una sala alejada del paso del público. El médico se ha unido a los grupos que reclaman que Doe Run cumpla con el plan de mitigación ambiental al que se comprometió cuando compró el complejo hace ocho años. Pero quienes se atreven a hacer ese reclamo, dice Villa, son rápidamente señalados por los trabajadores del sindicato como “traidores”. “Quien habla del problema de salud está yendo contra la fuente de trabajo”, me explica el médico en baja voz, igual que Paulina. Por esta razón, según Villa, los padres no preguntan sobre el plomo cuando llevan a sus niños al hospital. Tampoco expresan preocupación. “Es como si tuvieran miedo”, dice Villa, “me siento frustrado, impotente. Me da rabia. En 15 ó 20 años toda una generación va a tener problemas de desarrollo psicomotor”.

La planta de La Oroya la construyeron “los primeros gringos”, como se refieren los lugareños a los estadounidenses de la compañía Cerro de Pasco Copper Corporation que desembarcó en estas alturas de los Andes en 1922. El complejo metalúrgico permitió que vivieran las minas a lo largo y a lo ancho de la sierra central del Perú, cuyos minerales necesitaban ser procesados antes de venderse en el mercado internacional. Por la complejidad de los procesos que allí se realizaban -procesamiento de minerales “sucios”, con alto contenido de sulfuros-, La Oroya se transformó en un lugar de referencia para ingenieros metalúrgicos de todo el mundo.

A los pocos años de creada la planta, los agicultores de la zona comenzaron a quejarse de que el humo secaba

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