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La Calidad De La Democracia

Julian4561222 de Mayo de 2013

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Saturday, March 03, 2007

LA CALIDAD DE LA DEMOCRACIA

Por Ramón Vargas-Machuca

Sabemos que nuestras democracias son defectuosas y tienen que mejorar. En torno a este lugar común del debate público emerge de manera recurrente el asunto de la calidad de la democracia. Se trata de juzgar hasta qué punto la ejecutoria de las instituciones de una comunidad política determinada se adecuan a lo que la normatividad democrática estipula o hasta qué punto determinadas patologías deterioran notablemente el funcionamiento de las democracias reales. De entrada, constatamos la falta de orientaciones precisas y criterios explícitos a la hora de acometer una empresa evaluativa de esta naturaleza. No hay disponible un conjunto coherente y consensuado de indicadores de calidad. Así que en las consideraciones siguientes nos proponemos avanzar algunos indicios de calidad que ayuden a consolidar un estándar preciso, contrastado y, a la postre, homologado, con el que calibrar el estado de nuestras democracias.

1.- Algunos criterios básicos para evaluar la democracia

Si una parte considerable de los estudios sobre rendimientos de la democracia ha adolecido de cierta confusión, ello se ha debido a alguno de los siguientes factores: o no se ha delimitado con claridad su ámbito; o no se han justificado adecuadamente los fundamentos normativos de referencia; o bien no se han especificado con suficiente precisión los indicadores de calidad.

Una cosa es consolidar la democracia y otra mejorar su calidad (Schmitter, 2004: 52). Los análisis de calidad deben circunscribirse al funcionamiento de las tenidas por democracias consolidadas, es decir, sólo a aquellos regímenes que cumplen regularmente con los requerimientos de una “poliarquía democrática”. Y es que no parece lógico disponerse a examinar la calidad del funcionamiento de algo de cuya existencia, como mínimo, se duda. En ese sentido no procede considerar dominio adecuado de los análisis de calidad aquellos “regímenes híbridos” resultantes, por ejemplo, de las transiciones políticas que se desencadenaron tras la implosión del comunismo . Como se sabe, no siempre la estación-término de esos procesos fue una democracia estable dotada de sus distintivos básicos. Mas bien se convirtieron en lo que se ha dado en llamar “democracias defectivas”, adjetivadas según el caso como democracias “iliberales”, “oligárquicas”, “delegativas” o “totalitarias” .

Otro handicap considerable de las investigaciones sobre rendimientos de la democracia radica en que no se han justificado adecuadamente las referencias normativas básicas de las que, en última instancia, dependen los parámetros de evaluación. Medir el grado de democracia de una situación concreta obliga a determinar con respecto a qué características. En concreto, una métrica de esta naturaleza supone un modelo de democracia; y si el modelo está difusamente definido, nuestras observaciones serán poco funcionales. Pues bien, la propia diversidad de modelos de democracia ha empujado a que la determinación de indicadores de calidad resulte casi tan abierta como el sesgo de aquéllos (Diamond y Morlino, 2003). Por eso, lo primero debe ser explicitar la propia concepción de la democracia.

Así pues y frente a una concepción minimalista de democracia , sostenemos que la democracia es algo más que un régimen. La democracia establece una relación distintiva entre el Estado y los ciudadanos así como una relación de estos entre sí. Configura además una forma singular de habérselas con las distintas caras del poder. El sentido final de la democracia es “dar poder” –“empoderamiento” se dice ahora- a los ciudadanos. La democracia tiene asimismo dimensiones diversas. De un lado, promociona un marco legal que blinda un sistema de derechos y garantías, condición sine qua non para que una democracia no sea fraudulenta de raíz. De otro lado, levanta una compleja y densa red de instituciones destinada a aplicar los principios de la representación política y la participación, así como los del control y distribución del poder. Y por último, conlleva una determinada cultura cívica, un mosaico de razones –creencias, valores, motivaciones, justificaciones- y disposiciones que constituyen una garantía de su reproducción consistente y estable. Tales dimensiones tienden a desplegarse en distintos ámbitos y esferas de la vida social. Pues bien, en la medida en que ese despliegue se desarrolla adecuadamente, produce rendimientos acordes con sus contenidos de justicia y valores éticos fundamentales. Es decir, contribuye a remediar asimetrías injustificadas de poder o diversas formas de dominación; potencia la libertad como autorrealización, dota a las personas de más capacidades y mejores opciones, incrementa sus derechos sociales y civiles, todo lo cual habilita, por supuesto, el florecimiento de una sociedad abierta, plural y tolerante (O'Donnell, 2004)..

No habrá que olvidar, en fin, que la democracia opera como patrón básico de justicia, pero de una justicia incompleta; nunca como un juego de todo o nada . Sus éxitos, y por tanto su rendimiento, resultan siempre parciales y revisables. La aplicación de los valores democráticos admite grados, plantea tensiones, a veces, incluso, cierta inconmensurabilidad práctica, entre las exigencias de unos u otros de aquellos valores. Y puesto que no cabe aspirar a una democracia completa, en realidad, la calidad de las democracias se calibra mejor a partir de lo que se echa en falta y demanda ser repuesto, reparado o completado, a partir de lo que provoca indignación y rechazo y necesita ser evitado o rectificado . Así que, más que a certificar la calidad de la democracia, aspiramos a prevenir su subversión (Morlino, 2003); en una palabra, aspiramos a delimitar los umbrales de una democracia decente .

A continuación presentamos un conjunto de indicios de calidad que, tomados de modo solidario, constituyen recursos evaluativos fértiles para calibrar si las prácticas políticas se adecuan a los principios y valores de referencia de una democracia. Entre estos parámetros de calidad hay cierta “afinidad electiva”, se influyen y condicionan mutuamente y no siempre el desarrollo óptimo de alguno de ellos rinde por sí sólo resultados globales de calidad aceptables. Por tanto, el montante real de calidad de una democracia está en función de un despliegue solidario, armónico y ponderado del conjunto de estos indicios.

2.- La democracia estatal, unidad política de referencia.

“Sin la acción de un Estado vigoroso, no hay derecho ni libertades, ya que un Estado débil amenaza la libertad” . Preservar su naturaleza, primacía, integridad y eficacia es salvaguarda de estabilidad y una condición de su gobernabilidad. En particular, el Estado democrático y constitucional representa un poder de cohesión y un factor de solidaridad, en tanto promociona un concepto político de ciudadanía y un modelo social basado en la igualdad de derechos y deberes cuya adscripción viene garantizada por la pertenencia a la comunidad estatal. Es lo que la tradición francesa ha denominado “primer principio republicano” (Suleiman, 2003: 174). Por otro lado, un Estado configurado sobre esas bases produce mayor pluralidad interna y menores riesgos de presión uniformadora que otro cortado al talle de cuestiones étnicas, lingüísticas o territoriales

Desde esta perspectiva, esa disposición, recurrente en algunos sitios, a tejer y destejer la estructura constitutiva del Estado no contribuye a incrementar la calidad de la democracia sino, en todo caso, a poblar el horizonte de equívocos e incertidumbres. No les falta razón a quienes califican de indocumentada la ecuación que enlaza descentralización y progresismo, debilitando a un tiempo la competición central izquierda/derecha . Es un síntoma de cómo en ocasiones la izquierda extravía su agenda y cae en la trampa semántica que le tiende el nacionalismo con el reclamo del “autogobierno territorial”. Una puja descentralizadora lleva con cierta frecuencia a una mayor compartimentación, lo que deteriora la capacidad de gobernar en términos agregados y desarrollar una adecuada “economía de escala”

Un componente clave de la calidad de la gobernanza democrática radica también en el buen funcionamiento del Estado en su dimensión de agencia. El supuesto de que una mayor eficacia/eficiencia requiere reducir el papel del Estado se ha convertido para muchos en un artículo de fe. Desde luego no es el resultado de una prueba empírica. La hegemonía de las pautas del mercado que ha generalizado la emulación del sector privado, empuja al trasvase a éste de recursos del sector público y al traspaso de algunas funciones desde la burocracia a manos privadas, induciendo un movimiento abocado a minar la autoridad política en general (Suleiman, 2003: 17, 213). Claro que, además de esa tendencia orientada a desmantelar la burocracia, hay otra de signo bien distinto empeñada en desprofesionalizarla y politizarla . En realidad, las múltiples prácticas de politización de la burocracia y demás agencias públicas son bastante expresivas de las patologías actuales, tanto del ejercicio de la autoridad como de la representación política y la formación de liderazgos políticos . Y es que enarbolando la bandera de la necesaria reforma de la burocracia, muchos políticos tratan de eludir reformarse a sí mismos y reformar la acción política. Sin embargo, sólo si mantiene la distinción entre política y administración y funciona una burocracia capaz de aplicar las políticas con solvencia y conforme a los procedimientos reglados, la gobernanza democrática contará con una imprescindible “accountability horizontal” que será expresión

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