La Mujer Rural
dracoreal26 de Noviembre de 2013
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Las mujeres rurales
Desde el Informe Mundial de Desarrollo Humano del año 1995, Naciones Unidas ha reiterado el mensaje de que el avance del desarrollo humano es imposible sin avanzar hacia la igualdad en la condición de los sexos. Y al respecto señala que […] Dicho proceso requiere de un nuevo tipo de pensamiento en el cual los estereotipos de mujeres y hombres sean reemplazados por una nueva filosofía que considere que todas las personas, fuere cual fuere su sexo, son agentes imprescindibles para el cambio (pnud, 1995: 2). En consecuencia, el enfoque de desarrollo humano se ha venido fortalecido mediante el establecimiento de relaciones con la literatura feminista y la perspectiva de género. Más específicamente, el enfoque de desarrollo humano al considerar el hecho de que hoy día no hay ninguna sociedad en el mundo en la cual hombres y mujeres disfruten de las mismas oportunidades, ha incorporado tres principios que se plantean como sustento de la necesidad de poner la situación de las mujeres en el centro de las reflexiones sobre el desarrollo. Tales principios son:
a. La necesidad de consagrar la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer y de movilizar la voluntad política y las acciones afirmativas que sean necesarias para remover los obstáculos de toda índole que impiden a aplicación de ese principio general.
b. Las mujeres deben ser consideradas como agentes y beneficiarias del cambio. Por eso, invertir en sus capacidades y en el fortalecimiento de sus opciones son fines valiosos en sí mismos.
c. El modelo de desarrollo debe configurarse de tal manera que garantice la igualdad de oportunidades para las mujeres y los hombres en aras de ejercer sus opciones y llevar la vida que prefieran.
Con el telón de fondo antes descrito, este Informe adopta la perspectiva de género porque permite mostrar que la discriminación en contra de las mujeres rurales se explica, al menos en parte, por las relaciones de poder y la desigualdad entre los sexos. La perspectiva de género es una herramienta esencial para comprender las particularidades de las relaciones de las mujeres con el sector rural en general, y con la tierra en particular. El género es una categoría analítica que permite entender que las diferencias entre hombres y mujeres no son naturales, sino construidas social y culturalmente. Esa construcción les atribuye funciones y condiciones a ellas, diferentes a las de ellos, y afecta sus relaciones y dinámicas familiares, sociales y económicas. La categoría género permite reconocer que los estereotipos construidos en torno a lo que significa ser hombre y ser mujer, las sitúan a ellas en espacios domésticos, asignándoles funciones y labores de cuidado. Además, su trabajo no es socialmente valorado como productivo, en contraste con la forma como se valora el realizado por los hombres, y no se reconoce plenamente su aporte a la dinámica, relaciones y economía campesina.
2. Tres fuentes de discriminación
Las mujeres rurales sufren tres formas de discriminación que significan un impacto desproporcionado sobre sus vidas: por vivir en el campo, por ser mujeres, y por ser víctimas de la violencia. El primer caso se refiere a la deuda rural que se desprende del hecho de que los habitantes rurales son discriminados en relación con los del mundo urbano. El segundo se trata de la deuda de género; esta tiene origen en la tradicional inequidad existente entre las oportunidades y la valoración social diferenciada entre hombres y mujeres en la sociedad actual. La última forma de discriminación hace referencia a la mayor vulnerabilidad a la que están expuestas las mujeres que son víctimas de la violencia, tanto en el entorno familiar como aquella originada en el conflicto armado.
2.1 La deuda rural
Esta deuda es compartida por mujeres y hombres, y se deriva del hecho de pertenecer al sector rural pues, en efecto, las condiciones de vida, el acceso a bienes básicos, el tipo de inserción laboral y la vigencia de los derechos son muy precarios en las zonas campesinas. El desarrollo ha tenido impactos desiguales e injustos sobre los habitantes del mundo rural en relación con los ciudadanos de las urbes. En buena parte de los capítulos de este Informe se amplían estas consideraciones. Como ya se dijo en el capítulo 2, el porcentaje de personas en el campo por debajo de la línea de pobreza ha sido muy superior al de las ciudades y el de aquellas por debajo de la línea de indigencia ha sido, en forma persistente, más del doble en relación con el del mundo urbano. La pobreza en el mundo rural se ha reducido a un ritmo más lento en relación con lo sucedido en las urbes, y la pobreza extrema ha sido mucho más volátil.Las desigualdades entre pobladores urbanos y rurales se traducen en una ciudadanía restringida fruto de la exclusión política, social y cultural. Como se explicó antes, por la falla de reconocimiento, el campesinado colombiano no ejerce de manera plena su ciudadanía; es decir que, aunque las leyes los reconocen como ciudadanos de pleno derecho, en la práctica no lo son.
2.2 La deuda de género
Además de ser habitantes del campo, las pobladoras rurales se ven expuestas a un factor de vulnerabilidad adicional derivado del hecho de ser mujeres en un contexto donde predominan una mentalidad y unos arreglos de género patriarcales, que conducen al establecimiento de mecanismos de exclusión y discriminación (Ruiz Mesa, 2006: 3). Estos mecanismos determinan una distribución desigual de los recursos escasos y de las oportunidades en los ámbitos familiares y comunitarios, lo cual lleva a la reproducción de los papeles tradicionalmente asignados a ellas y a una lógica que retroalimenta la discriminación. Esto hace que estén más expuestas a situaciones de violencia social e intrafamiliar y que su participación política y posibilidades de organización sean menores.
Las mujeres rurales viven difíciles condiciones sociales y situaciones críticas, como lo demuestran algunos indicadores: altos niveles de pobreza e indigencia, escaso acceso a servicios básicos, poca inserción en el mercado laboral y condiciones más desfavorables en salud y educación, con respecto a los habitantes de las ciudades (cuadro 4.2).Desde que se dispone de datos, los índices de pobreza e indigencia femenina han estado en forma constante por encima de los masculinos (Tenjo, Bernal y Uribe, 2007). Colombia se sitúa entre los pocos países en América Latina donde la profundidad de la pobreza en hogares con jefatura femenina es mayor a la de aquellos que tienen jefatura masculina (Ballara y Parada, 2009: 63). Esto sugiere que las mujeres rurales cabezas de hogar y sus familias están sumidas en una trampa de pobreza superior, y de más difícil superación, a la del resto de hogares rurales.
Un análisis del mercado laboral rural con perspectiva de género permite entender las dificultades que las mujeres atraviesan para lograr mejoras sustanciales en sus ingresos y sus condiciones de vida, y con ello también en el bienestar de los miembros del hogar.
La tasa de desempleo promedio de las jefas de hogar rurales para 2010 fue de 9,6%, un nivel explosivo teniendo en cuenta que la subsistencia de todos los miembros del hogar depende principalmente de sus ingresos.
Las tasas de desempleo son muy elevadas y superiores incluso en cerca de tres puntos porcentuales a las del promedio de las cabeceras municipales, indicadores que se acentúan aún más con las diferencias en las tasas de ocupación por género que también son enormes. De cada 100 mujeres en edad de trabajar, solo 28 de ellas lo hacen (cuadro 4.2).Su papel como encargada exclusiva del trabajo reproductivo tiene una mayor incidencia en la zona rural que en la urbana, pues mientras que en el censo de 2005 el 49% de las mujeres rurales manifestaron haberse dedicado a los oficios del hogar, en las urbes lo hizo el 30,1%.Estos indicadores resultan aún más dramáticos si se tiene en cuenta que el trabajo femenino es subestimado social y económicamente. El cuidado de los hijos, los oficios domésticos y la participación cotidiana en las actividades del hogar, entendido como unidad productiva rural, no se reconocen como trabajo productivo.
A pesar de que en el sector rural las mujeres alcanzan mejores niveles educativos que los hombres, sus índices de desempleo, sin importar características como el tipo de parentesco con el jefe o el nivel de pobreza, son casi sin excepción, mayores que los de ellos. Las tasas de desempleo que enfrentan las primeras son superiores a las de los segundos, con relativa independencia de los niveles de calificación y otras variables socioeconómicas.
Los mayores niveles educativos que alcanzan tampoco parecen tener ningún efecto en reversar la tendencia al incremento de las brechas de ingreso por género en el sector rural. Los aspectos enunciados podrían evidenciar una desventaja de las mujeres para acceder a factores productivos y un sesgo de género de la política agropecuaria, que lleva a que ellas deban aceptar condiciones laborales más precarias por cuanto les resulta más difícil sobrevivir cultivando la propia parcela (en los casos en los que la tienen), o emprender labores para la subsistencia sin necesidad de participar en el mercado laboral.
Por otra parte, la división sexual del trabajo relega a las mujeres a desempeñar tareas en las que se considera que no se requiere la misma capacidad técnica o el nivel de esfuerzo que se invierte en los trabajos que realizan los hombres (Lastarria, 2008; Deere, 2005). Además de esta división sexual del trabajo por actividades, también existiría un sesgo de género en las formas de contratación. Así, mientras que a los hombres se los engancha para labores permanentes en las que los
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