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La resurrección de los ídolos


Enviado por   •  19 de Octubre de 2017  •  Ensayos  •  2.023 Palabras (9 Páginas)  •  195 Visitas

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La resurrección de los ídolos

SUMARIO: En 1790 fueron halladas, por accidente, la Coatlicue y la Piedra del Sol. Este texto repasa las vicisitudes que ambos monumentos pasaron en lo que hoy es el Centro Histórico, hasta su colocación en el Museo Nacional de Antropología e Historia.

Por Bernardo Esquinca

Los dioses del México antiguo esperaron bajo tierra con la dilatada paciencia de los inmortales una oportunidad para regresar. En la ciudad colonial que aún los negaba, eso sólo podía ocurrir por accidente.

Así sucedieron los hallazgos de los monolitos prehispánicos de la Coatlicue y la Piedra de Sol, que fueron desenterrados a finales del siglo XVIII durante los trabajos de remozamiento de la Plaza de Armas (hoy Zócalo), ordenados por el Virrey Revillagigedo. El proyecto de emparejar el suelo y crear atarjeas resultó en un inesperado encuentro con el pasado indígena, y causó estupor entre los habitantes de la Nueva España.

Primero fue la Coatlicue. Fue hallada el 13 de agosto —fecha cabalística— de 1790, como si quisiera conmemorar la caída de Tenochtitlan, ocurrida 269 años atrás, en esa fecha. La encontraron en la esquina que ahora forman las calles de Pino Suárez y Corregidora. En el lugar hay una placa alusiva.

José Gómez, un guardia que custodiaba el palacio virreinal, dejó testimonio de su encuentro con la colosal estatua en su Diario curioso y cuaderno de las cosas memorables en México durante el gobierno de Revillagigedo: “En la plaza principal, enfrente del rial palacio, abriendo unos cimientos sacaron un ídolo de la gentilidad, cuya figura era una piedra muy labrada con una calavera en las espaldas, y por delante otra calavera con cuatro manos y figuras en el resto del cuerpo pero sin pies ni cabeza”.

A petición del corregidor intendente, don Bernardo Bonavía y Zapata, la escultura fue trasladada al atrio de la Real y Pontificia Universidad, donde permaneció un tiempo. Según relata el astrónomo y antropólogo Antonio de León y Gama en Descripción histórica y cronológica de las dos piedras que con ocasión del nuevo empedrado que se está formando en la plaza principal de México, se hallaron en ella en el año de 1790, el corregidor escribió a Revillagigedo explicándole la importancia del hallazgo: “La considero digna de conservarse, por su antigüedad, por los escasos monumentos que nos quedan de aquellos tiempos, y por lo que pueda contribuir a ilustrarlos”.

Cuatro meses después, el 17 de diciembre, los trabajadores que levantaban el suelo de la Plaza de Armas se toparon con la Piedra de Sol, a unos metros de donde fue encontrada la Coatlicue, cerca de la acequia que corría a un costado de Palacio Nacional. Se trata de un disco de 3.60 metros de diámetro, en cuyo centro destaca el rostro de Tonatiuh, dios del sol.

Antonio de León y Gama fue quien se dio a la tarea de estudiar los monolitos en su Descripción... Una aproximación que le valió ser considerado el primer arqueólogo mexicano. Sin embargo, su estudio contenía un error: señaló que la primera piedra correspondía a Teoyaomiqui, el dios de los guerreros muertos en combate. El historiador Alfredo Chavero aclaró el malentendido en 1882: en realidad se trataba de Coatlicue, madre de  Quetzalcóatl y Huitzilopochtli, a quien los aztecas veneraban como la diosa de la vida y la muerte.

Ocultar una, presumir la otra

El destino de ambos monolitos fue muy distinto e igualmente emblemático. La Coatlicue comenzó a ser objeto de culto por los indígenas, quienes acudían a la Real y Pontificia Universidad —ubicada donde ahora está la Suprema Corte de Justicia— a venerarla, y los frailes dominicos a cargo de la institución decidieron enterrarla de nuevo en el atrio. En la bibliografía consultada no se registra la fecha de ese entierro.

En su libro Las piedras negadas, Eduardo Matos Moctezuma refiere una carta que el obispo Benito María Moxó y Francoly escribió en 1805, donde da cuenta del fervor que la madre de los dioses causaba entre la “gentilidad”: “Fue preciso enterrarla otra vez por un motivo que nadie había previsto. Los indios, que miran con tan estúpida indiferencia todos los monumentos de las artes europeas, acudían con inquieta curiosidad a contemplar su famosa estatua”.

Moxó y Francoly explica en su misiva que primero se les prohibió la entrada a la Universidad, pero que sirvió de poco: los indígenas aprovechaban el final de las lecciones académicas por la tarde, cuando el patio se quedaba sin gente, y se colaban para admirar a la diosa: “Mil veces, volviendo los vedeles de fuera de casa, y atravesando el patio para ir a sus viviendas, sorprendieron a los indios, unos puestos de rodillas, otros postrados delante de aquella estatua, y teniendo en las manos velas encendidas o alguna de las varias ofrendas que sus mayores acostumbraban presentar a los ídolos”.

La Coatlicue, con sus 24 toneladas de peso y 2.5 metros de altura, es un monumento que impacta: es una figura decapitada y dos serpientes emergen de su cuello. Tiene garras de águila y una falda de serpientes. El conquistador Andrés de Tapia fue uno de los primeros en describirla. En su Relación de algunas cosas de las que acaecieron al Muy Ilustre Señor Don Hernando Cortés, marqués del Valle, afirma que es del “gordor de un buey”. Apunta también que está hecha de piedra de grano bruñida; es decir, basalto. Agrega que posee “unas culebras gordas de oro ceñidas y por collares cada diez o doce corazones de hombre, hechos de oro, y por rostro una máscara de oro, y ojos de espejo y tenía otro rostro en el colodrilo (cogote), como cabeza de hombre sin carne”. A partir de este testimonio se puede inferir que la pieza fue despojada de los elementos que los conquistadores consideraron valiosos.

Matos Moctezuma explica que la estatua fue escondida porque “es una deidad que no presenta ningún carácter humano y que además linda con lo monstruoso”. Los indígenas buscaban adorarla pues era la negada, “la que no está a la vista, la que no entienden los sabios y doctos. Es el reencuentro de un pueblo con su pasado”, continúa el arqueólogo.

En cambio, la Piedra de Sol evidenciaba que los aztecas eran un pueblo avanzado, pues el monumento había funcionado como base de los sistemas calendáricos solar y ritual, y como punto de partida de observaciones astronómicas. Era algo digno de mostrarse, en un contexto en el cual los enemigos de España —Holanda, Inglaterra y Francia— desdeñaban los logros de la Corona Española; a ésta le urgía probar que había dominado a una cultura desarrollada.

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