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Libre Competencia Y Competitividad

FERRARI19 de Septiembre de 2011

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Libre competencia y competitividad

Por lo que se puede colegir de los medios informativos, parece que hay acuerdo entre los grupos de poder en que los problemas de nuestra economía y sus graves repercusiones sociales (como la gran pobreza que se abate sobre millones de mexicanos), sólo admiten una solución posible: el cambio del actual modelo económico. Y no es de menor relevancia el que, con esta conclusión, estén de acuerdo quienes han o hemos sido víctimas del modelo “agotado”, pues ello prueba que, en su formulación más general, el diagnóstico es esencialmente correcto. Sin embargo, la pregunta clave es: ¿estamos también de acuerdo en el modelo que debe sustituir al actual? A poco que rasque quien quiera hacerlo, se dará cuenta de que no es así; que, a diferencia de lo que ocurre con la respuesta general, aquí cada quien tiene en mente un modelo diferente, acorde con sus intereses personales o de grupo, sea éste político o económico.

En efecto, los estratos superiores de la pirámide social quieren un esquema que, en sus grandes líneas y propósitos, difiera poco del actual; propugnan el mismo modelo neoliberal pero totalmente libre de los escasos restos que aún le quedan de “intervencionismo” estatal, tanto en el terreno de las inversiones como en materia de justicia social. Exigen que el gobierno deje al libre mercado cosas que hoy todavía no son una mercancía (al menos en parte), por ejemplo, la medicina, la educación, la vivienda, el agua, la basura, las comunicaciones terrestres, aéreas y electrónicas, el petróleo, el gas, etc., etc. También piden una legislación que dé “mejores condiciones” a la empresa privada, tales como precios especiales en los insumos que aún ofrece el gobierno (agua, electricidad, gas, petróleo); que se sigan construyendo “parques industriales” gratuitos; que “se hagan más atractivas” las políticas fiscales blandas para “no ahuyentar a los inversionistas”, sobre todo extranjeros, etc., etc.

Todo esto y más, que sería largo enumerar, se justifica dando por hecho que el nuevo modelo debe perseguir, como el actual, el crecimiento de la inversión sin importar su origen, y la elevación “sustancial” de la productividad, es decir, de la capacidad de las empresas para producir más y mejores satisfactores en la misma unidad de tiempo, sin elevar sus costos de producción, es decir, sin elevar los precios de sus mercancías, sino, por el contrario, bajándolos lo más que se pueda para ser “competitivos” en el mercado mundial. Se piensa, pues, en el mismo modelo exportador para provecho de los grandes inversionistas, y por eso son piezas claves del mismo “una verdadera reforma fiscal” y una “verdadera reforma laboral”, es decir, menor carga impositiva para las empresas y eliminación de todo derecho laboral en favor de los asalariados. Según esta visión del problema, la única manera de elevar la productividad y la competitividad, tal como lo reclama la política exportadora, es a costa de los ingresos del gobierno y de los niveles de vida de las familias obreras.

Obviamente, las víctimas sacrificiales no piensan lo mismo. Para ellas, antes de pensar en exportar deberíamos satisfacer, primero, las necesidades de las grandes mayorías nacionales que son, además, las productoras directas de la riqueza. Contra esto, he oído y leído que se trata de un anacronismo aberrante, puesto que en el mundo de hoy ya no hay lugar para “nacionalismos trasnochados” ni para el desprestigiado “proteccionismo” económico. El “gran beneficio” del libre comercio, se dice, lo que lo vuelve indispensable para países como el nuestro, es su capacidad de obligar a las empresas nacionales ineficientes a ponerse a la altura de las mejores en el mundo. La competencia efectiva es la madre de la competitividad. Por eso las economías

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