Participacion Cuidadana Y Gobierno
Estephanni12 de Junio de 2012
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Participación Ciudadana y gobierno
I
Conservar un cierto equilibrio entre la participación de los ciudadanos y la capacidad de decisión del gobierno es, quizás, el dilema más importante para la consolidación de la democracia. De ese equilibrio depende la llamada gobemabilidad de un sistema político que, generalmente, suele plantearse en términos de una sobrecarga de demandas y expectativas sobre una limitada capacidad de respuesta de los gobiernos. Término difícil y polémico, que varios autores interpretan como una trampa para eximir a los gobiernos de las responsabilidades que supone su calidad representativa, pero que de cualquier modo reproduce bien las dificultades cotidianas que encara cualquier administración pública. Los recursos públicos, en efecto, siempre son escasos para resolver las demandas sociales, aun entre las sociedades de mejor desarrollo y mayores ingresos. Y uno de los desafíos de mayor envergadura para cualquier gobierno consiste, en consecuencia, en la asignación atinada de esos recursos escasos en función de ciertas prioridades sociales, económicas y políticas. ¿Pero cómo se establecen esas prioridades y cuáles son sus límites efectivos?
Si nos atuviéramos a una visión simplista del régimen democrático, podríamos concluir que el mejor gobierno es el que resuelve todas y cada una de las demandas planteadas por los ciudadanos en el menor tiempo posible. Pero ocurre que un gobierno así no podría existir: aun en las mejores condiciones de disponibilidad de recursos, las demandas de la sociedad tenderían a aumentar mucho más de prisa que la verdadera capacidad de respuesta de los gobiernos. Cada demanda satisfecha generaría otras nuevas, mientras que los medios al alcance del gobierno estarían irremediablemente limitados, en el mejor de los casos, a la dinámica de su economía. De modo que, al margen de los conflictos que podría plantear la permanente tensión entre las aspiraciones de igualdad y de libertad entre los ciudadanos, un régimen capaz de satisfacer hasta el más mínimo capricho de sus nacionales acabaría por destruirse a sí mismo. El mundo feliz que imaginó Aldous Huxley sólo podría subsistir como lo describió ese autor: a través de un gobierno tiránico y con estratos sociales inamovibles. No sería un gobierno democrático sino una dictadura.
Más allá de la ficción, por lo demás, en el mundo moderno ya se han puesto a prueba por lo menos dos tipos de régimen político que han intentado controlar con la misma rigidez tanto las demandas de los ciudadanos como las respuestas de sus gobiernos -el fascismo y el comunismo-, y ambos han fracasado trágicamente. La libertad de los individuos no se deja gobernar con facilidad, ni tampoco es posible anular sin más sus deseos de alcanzar la mayor igualdad. De modo que las democracias modernas se mueven entre ambas aspiraciones, en busca de aquel equilibrio entre demandas y capacidad de respuesta; entre participación ciudadana y capacidad de decisión del gobierno.
II
Los recursos al alcance de un gobierno no se constriñen, sin embargo, a los dineros. Sin duda, se trata de uno de los medios públicos de mayor importancia. Pero hay otros de carácter simbólico y reglamentario que, con mucha frecuencia, tienen incluso más peso que la sola asignación de presupuestos escasos. los gobiernos no sólo administran el gasto público, sino que emiten leyes y las hacen cumplir, y también producen símbolos culturales: ideas e imágenes que hacen posible un cierto sentido de pertenencia a una nación en particular e identidades colectivas entre grupos más o menos amplios de población. Estos últimos forman además los criterios de legitimidad sobre los que se justifica la actuación de cualquier gobierno: las razones - más o menos abstractas -que hacen posible que los ciudadanos crean en el papel político que desempeñan sus líderes. La legitimidad es, en ese sentido, la clave de la obediencia. Para ser más explícitos: lo que se produjo durante las revoluciones de finales del siglo XVIII y principios del XIX fue, en principio, el descrédito de la legitimidad heredada que proclamaban los reyes y su sustitución por otra, basada en la elección popular de los nuevos representantes políticos.
Los recursos financieros, jurídicos y simbólicos que posee un gobierno están íntimamente ligados, pues, a la legitimidad de sus actos: a esa suerte de voto de confianza que les otorgan los ciudadanos para poder funcionar, y sin el cual sería prácticamente imposible mantener aquellos equilibrios que llevan a la gobernabilidad de un sistema. Gobernabilidad y legitimidad: palabras concatenadas que se entrelazan en la actividad cotidiana de los regímenes democráticos a través de los conductos establecidos por las otras dos palabras hermanas: representación y participación. ¿cómo? Mediante las decisiones legislativas y reglamentarias, los actos y los mensajes políticos, y el diseño y el establecimiento de políticas públicas. Conductos todos en los que resulta indispensable, para un régimen democrático, contar con su contraparte social: la participación de los ciudadanos.
Llegados a este punto, los matices democráticos comienzan a ser cada vez más fríos. Ya hemos visto que existen múltiples cauces institucionales para asegurar que la opinión de los ciudadanos sea realmente tomada en cuenta en las actividades legislativas y políticas del gobierno, para garantizar que la representación no se separe demasiado de la participación. Pero es en la administración pública cotidiana donde se encuentra el mayor número de nexos entre sociedad y gobierno y en donde se resuelven los cientos de pequeños conflictos que tienden a conservar o a romper los difíciles equilibrios de la gobernabilidad. Sería imposible enumerarlos, entre otras razones, porque probablemente nadie los conoce con precisión. En ellos cuentan tanto las leyes y los reglamentos que dan forma a las diferentes organizaciones gubernamentales, como las demandas individuales y colectivas de los ciudadanos que deciden participar. Se trata de un amplio entramado de pequeñas redes de decisión y de acción que todos los días cobra forma en los distintos niveles de gobierno.
III
Más allá del funcionamiento de los parlamentos legislativos y de los procesos electorales, para la administración pública el ciudadano ha ido perdiendo la vieja condición de súbdito que tenía en otros tiempos, para comenzar a ser una suerte de cliente que demanda más y mejores servicios de su gobierno y un desempeño cada vez más eficiente de sus funcionarios, porque paga impuestos, vota y está consciente de lOS derechos que le dan protección. El ciudadano de nuestros días está lejos de la obediencia obligada que caracterizó a las poblaciones del mundo durante prácticamente toda la historia. La conquista de los derechos que condujeron finalmente al régimen democrático -derechos civiles, políticos y sociales - cubrió un largo trayecto que culminó- si es que acaso ha culminado -hasta hace unas décadas.
Primero fueron los límites que los ciudadanos impusieron a la autoridad de los gobernantes, en busca de nuevos espacios de libertad. Fue aquel primer proceso del que ya hemos hablado y que condujo, precisamente, a la confección de un nuevo concepto de ciudadano y a la creación de un ámbito privado para acotar la influencia del régimen anterior. Más tarde vinieron los derechos políticos que ensancharon las posibilidades de participación de los ciudadanos en la elección de sus gobernantes. Y por último, los derechos sociales: los que le pedían al Estado que no sólo se abstuviera de rebasar las fronteras levantadas por la libertad de los individuos -los derechos humanos-, sino que además cumpliera una función redistributiva de los ingresos nacionales en busca de la igualdad. De modo que, en nuestros días, las funciones que desarrolla el Estado no solamente están ceñidas al derecho escrito, sino que además han de desenvolverse con criterios democráticos y sociales. Vivimos, en efecto, la época del Estado social y democrático de derecho.
Por eso ya no es suficiente que los gobiernos respondan de sus actividades exclusivamente ante los cuerpos de representación popular, sino también ante los ciudadanos mismos. Y de ahí también que las otrora distantes autoridades administrativas hayan ido mudando sus procedimientos para seleccionar prioridades por nuevos mecanismos de intercambio constante con los ciudadanos que han de atender. La palabrapartici4>ación ha ido cobrando así nuevas connotaciones en la administración pública de nuestros días. Y ese cambio ha llevado, a su vez, a la revisión paulatina de las divisiones de competencias entre órganos y niveles de gobierno que habían funcionado con rigidez. Convertidos en ciudadanos, los antiguos súbditos exigen ahora no Sólo una mejor atención a sus necesidades, expectativas y aspiraciones comunes, sino una influencia cada vez más amplia en la dirección de los asuntos públicos. En las democracias modernas, cada vez se gobierna menos en función de manuales y procedimientos burocráticos, y más en busca de las mejores respuestas posibles a las demandas públicas.
IV
Se trata de una transformación que está afectando muchas de las viejas rutinas burocráticas y que está obligando, también, a entender con mayor flexibilidad las fronteras que separaban las áreas de competencia entre los gobiernos nacional, estatal y local. Las prioridades y los programas de gobierno,
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