TEORIA DEL ESTADO
diegorivera20147 de Enero de 2015
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INTRODUCCIÓN
¿Qué es el Estado? ¿Cuál es su forma? ¿Para qué existe? ¿Dónde se encuentra? Estas son las interrogantes naturales que deben surgir de nuestras curiosas cabezas al introducirnos en esta materia. Plantear las respuestas a estas investigaciones lleva implícito un interés que debe internarnos a disciplinas determinadas dentro de la Ciencia Política y el Derecho. Satisfacer nuestra curiosidad exige indagar en la teoría política (¿qué es el Estado?), en el Derecho (¿para qué existe el Estado?) ya que es evidente que el hombre tiene que obedecer la ley intentando conservar su libertad.
Ante estas cuestiones, notaremos que en la historia de las ideas políticas han existido diversas cosmovisiones de lo que el ente estatal ha significado en el devenir histórico.
LA INMANENCIA DEL ESTADO: MAQUIAVELO
A Maquiavelo debe la política su toma de conciencia como saber autónomo e inmanente Maquiavelo, en efecto, fue el primer gran exponente moderno de la de la doctrina de la razón de estado, es decir de esa doctrina que significa la definición de una esfera de la realidad hasta entonces oculta por el ropaje teológico, aristotélico.
Nicolás Maquiavelo, conocido como el “padre de la ciencia política” debido a su obra El Príncipe”, cuya obra describe la forma en que debe ejercerse el poder de tal manera que el gobernante tuviera éxito, por lo cual, para llegar a ello, quien ejercer el poder debe atender a la naturaleza del gobierno, a sus fines y a los medios eficaces que los gobernantes deben usar para sostenerse y hacerse respetar; entre éstos medios hay dos fundamentales las cuales son las principales bases de todos los Estados: las leyes adecuadas y los buenos ejércitos. En el entendido de, para que las leyes sean cumplidas, es necesario contar con armas que las apliquen, aun por la fuerza.
La teoría de Maquiavelo se define como inmanente al poder; esa es la característica principal de su análisis.
En el libro El Príncipe pudimos percatarnos de adonde ha ido a parar todo ese juego de trascendencias, que tan poco jugo dan para su autora la hora de describir y explicar la acción política, especialmente la que marca la transición de la comuna a la señoría. Maquiavelo prescinde de él de la manera más intempestiva posible: ignorándolo completamente; y si en alguna ocasión se detiene en ese ángulo vetusto del territorio político es porque no tenía otro objeto más a mano sobre el que ejercer su ironía. Y ya que estamos señalando diferencias, podemos computar una más, que en la época en que escribe Maquiavelo es pertinente para nuestro tema: con su doctrina Maquiavelo no sólo imprimió un giro de casi 180 grados a la orientación del discurso político, sino que lo desligó del organismo del saber. De este modo se perdió ciertamente la relación necesaria entre las partes constitutivas del todo, el halo de sistematicidad con que gustaba orlarse toda cosmosivión la forma de pensamiento típica del intelecto clásico y, sobre todo, medieval pero también el coste metafísico con que el pensamiento pagaba su unidad y los artificios jerárquicos deducidos de su fundamento trascendente. Así como los paralogismos que generalmente sellaban el razonamiento. Porque, en efecto, tanto en Aristóteles como en su más próxima versión medieval, Tomás de Aquino, la base metafísica que respaldaba la unidad normativa superior, de carácter ético y teológico, respectivamente, en la que pretendían subsumir la política, no era precisamente una construcción sellada por la coherencia lógica de sus partes, sino más bien por su contrario; propiedad esta que será so-matizada tal cual por el cuerpo político. Recorramos, pues, siquiera sea , el tránsito con el que la contradicción une los diversos extremos del razonamiento, básicamente idéntico en ambos. Según Aristóteles, las ideas no constituyen una realidad trascendente a los objetos, como quería Platón, sino inmanente a ellos: son la esencia que los conforma. En todo objeto, materia y forma se hallan indisociablemente unidas; serían meras abstracciones mentales la una sin la otra. Sólo que la forma, aunque inmanente a la materia, no lo es en su conformación definitiva, sino sólo en cuanto posibilidad, que sólo en su devenir conseguirá actualizarse. El devenir es, por tanto, el paso de la posibilidad a la realidad de la forma, lo cual la convierte en el fin de aquél: fin que, en última instancia, es su causa, ya que el devenir tiene lugar por razón del fin. Es decir: todo acto.
Bodino introdujo planteamientos respecto del Estado, que parten de algunos postulados aristotélicos, pero llegó a conclusiones distintas; Bodino define la República, equivalente a Estado, como el “recto gobierno de varias familias y de lo que les es común, con poder soberano”. La obra más importante de éste autor fue Los seis libros de la República en 1576. En esa obra, establece con nitidez que no se reconoce en el orden temporal, ningún poder superior al del Estado; así como también, entiende por soberanía “el poder absoluto y perpetuo de una república”. Una República o Estado es eficaz, cuando un poder predomina sobre todos los otros e incluso los ordena y estructura de manera que le sean dependientes.
LA TEORÍA DEL ESTADO COMO CIENCIA POLÍTICA
La teoría del Estado se propone investigar la específica realidad de la vida estatal que nos rodea. Aspira a comprender al Estado en su estructura y función actuales, su devenir histórico y las tendencias de su evolución.
Del título de la presente obra se desprende ya que no nos proponemos construir una teoría "general" del Estado, con carácter de universalidad para todos los tiempos, porque no lo estimamos, en absoluto, posible. No son de temer confusiones con una teoría "particular" del Estado, aunque existiera una ciencia semejante. La teoría del Estado se ha cultivado en Alemania, desde hace tiempo, como una disciplina especial que, a partir de mediados del siglo XIX, se denomina expresamente "general" porque, desde entonces, el círculo de sus problemas se restringe progresivamente, viniendo, al fin, a quedar reducido a poco más de la historia y construcción de algunos conceptos fundamentales de derecho político.
La ciencia política sólo puede tener función de ciencia si se admite que es capaz de ofrecemos una descripción, interpretación y crítica de los fenómenos políticos que sean verdaderas y obligatorias.
¿Dónde halla, pues, la ciencia política los criterios de verdad y obligatoriedad para sus afirmaciones? En un caso, la conciencia crítica descubre ideas que sirven como criterios que puede presentar, a los intereses "de todos los miembros", como verdaderos y obligatorios. No es necesario que esta "totalidad" trascienda de la historia y la sociedad. Cuando sólo comprende los grupos que contienden en determinado tiempo y lugar, incumbe a la ciencia política la función, llena de sentido, de establecer las afirmaciones que para esos grupos son verdaderas y obligatorias. El que se encuentren criterios que puedan unir los tiempos, partidos, clases o pueblos depende de que, en el acontecer político que engendra la lucha de los grupos, quepa o no señalar un sentido atribuible a todos los contendientes. Pero si a la ciencia política no le es posible presuponer un sentido tal y, por consiguiente, no posee criterio alguno que sea aplicable a todos los contendientes para la verdad y obligatoriedad de sus afirmaciones, pierde su condición de ciencia.
En la Edad Media, el pensamiento político, como todo otro pensamiento, estaba subordinado a los dogmas religiosos y, como mancilla theologice, sometido a los criterios, universalmente obligatorios, de la fe revelada. La conciencia política se creía también al servido de concepciones y normas que estaban por encima de todos los antagonismos y que eran admitidas por todos los grupos en pugna. La historia trascendente de la salvación, del cristianismo, y la creencia jusnaturalista en el progreso y perfectibilidad del género humano permitían formular juicios de validez universal y explicar el devenir político como una conexión llena de sentido. Las ideas implícitas en la fe revelada estaban fuera de toda pugna y se consideraban como establecidas en interés de todas y cada una de las partes en contienda. Por esta razón, cada parte podía apelar a las mismas frases de la Biblia o del derecho natural, y la función de todo pensamiento político consistía en demostrar que tal o cual objetivo político o poder político estaba en armonía con aquellos dogmas. El pensamiento histórico-social del siglo XIX eliminó definitivamente esta simplicidad dogmática.
La ciencia política crítica consagra su atención, más que a lo común, a lo que los criterios y formaciones políticos tienen de peculiar, tratando, justamente, de describir las diferencias histórico-sociales en toda su variedad y explicarlas en sus causas y consecuencias.
Pero a finales del siglo XIX se inicia una autor relativización de la conciencia con respecto al ser social-vital cuyo resultado sería la autodestrucción de la ciencia política. La confianza que, en tiempos pasados, se tenía en la ciencia había dado lugar a que se propendiera a adscribir valor absoluto a la autonomía de la teoría frente a la práctica política; en el presente existe la tendencia, aún más peligrosa, a negar lisa y llanamente, la legalidad propia de la teoría política, poniendo con ello, en cuestión la posibilidad, en general, de una ciencia política.
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