Ética De Los Ciudadanos No Estatal
alejandrichard6 de Octubre de 2013
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ÉTICA CÍVICA, ÉTICA GLOBAL
La ética pública cívica consiste en aquel conjunto de valores y nor¬mas que comparte una sociedad moralmente pluralista y que per¬mite a los distintos grupos, no sólo coexistir, no sólo convivir, sino también construir su vida juntos a través de proyectos compartidos y descubrir respuestas comunes a los desafíos a los que se enfrentan.
Ese conjunto de valores y normas no es estático, no se encuentra dado de una vez por todas, sino que se amplía y concreta cuando los distintos grupos tienen la voluntad decidida de descubrir sus habe¬res comunes y de ampliarlos, porque comprenden que a los retos comunes importa contestar con respuestas asimismo compartidas.
Las cuestiones que hemos mencionado en el primer capítulo de este libro como "desafíos del próximo milenio" no son problemas que se presentan a un grupo social o a un individuo, sino a las distin¬tas sociedades, e incluso al conjunto de la humanidad, porque se trata de cuestiones de justicia que afectan a todos los seres humanos.
Intentar detectar si hay respuestas compartidas, si históricamente los seres humanos vamos descubriendo unos valores y principios básicos, sin los que creemos que la humanidad se rebaja a sí misma porque deja desatendidas necesidades básicas de quienes la com¬ponen es la tarea de una ética pública global o universal, la tarea de una ética de los ciudadanos del mundo.
Realizar esa tarea de búsqueda en cada una de las comunidades políticas existentes es el proyecto de una ética pública cívica, de una ética de los ciudadanos de una comunidad política concreta.
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HASTA UN PUEBLO DE DEMONIOS
La ética pública, en un caso y otro, es la que está en la base del derecho positivado que pretenda ser legítimo, amén de haber segui¬do las normas de ese derecho legítimo los procedimientos adecua¬dos para su promulgación. Porque el derecho puede estar vigente, puede ser válido en el lenguaje jurídico y, sin embargo, injusto. Por eso urge fomentar un sentido público de la moralidad, que invite a los ciudadanos a exigir actuaciones justas y magnánimas, amplias de ánimo, en vez de optar por lo injusto y mezquino.
En lo que respecta a la ética pública cívica, tiene en cuenta, no sólo los valores y normas compartidos, sino también el modo de encar¬narlos en las comunidades políticas concretas, los caracteres de los pueblos, siempre que no sean injustos e insolidarios. La ética pública global, por su parte, debe ir construyéndose desde el diálogo, desde el hacer conjunto de las distintas culturas, y no desde la imposición de una sola. Debe ser una ética intercultural, no etnocéntrica.
En ninguno de estos casos la ética pública puede confundirse con el derecho, y es descabellado creer que puede convertirse en derecho. Moral y derecho son dos dimensiones de las sociedades, que se complementan, pero no se identifican. La moral se refiere a la "libertad interna", sea de las personas, sea de las organizaciones, a sus convicciones y hábitos, a sus orientaciones y a las normas que ellas entienden como suyas; el derecho, por su parte, se refiere a la "libertad externa", a las relaciones entre las personas y las organiza¬ciones, reguladas por una autoridad externa a ellas, con capacidad sancionadora, aun en el caso de las sociedades democráticas.
La ética pública entonces se va construyendo a través de la moral de las organizaciones y las instituciones, de las actividades profesionales, de las vivencias de felicidad de los distintos grupos sociales, de la opinión pública y las asociaciones cívicas. Es, pues, una ética de los ciudadanos, surgida de la ciudadanía, no estatal. Es la ética que nace de una pluralismo moral, tomado en serio.
EL PLURALISMO MORAL, EN SERIO
Cuando Ronald Dworkin publicó su ya célebre libro L0S derechos, en serio no vino sino a poner sobre el tapete algo sobradamente sabi¬do, y es que conviene pensar en serio una buena cantidad de asuntos
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públicos, porque mucho nos jugamos en enfocarlos bien o mal. Uno de ellos es la construcción de una sociedad moralmente plura¬lista, sobre todo en aquellas que han pasado de orientarse oficial¬mente por un código moral único a reconocer, también oficialmen¬te, que los ciudadanos profesan diversos códigos morales.
Es ésta una experiencia compartida por distintas sociedades de habla hispana con los antaño llamados países del Este. Con la dife¬rencia de que en los países latinos el código originario venía dado por un sector del catolicismo, en los países del Este, en cambio, por un sector del marxismo. El drama, sin embargo, era muy semejante en ambos casos en lo que a la moral respecta, ya que el código ofi-cialmente impuesto sólo podía ser aceptado en realidad por fe: fe en la revelación divina, a través de una iglesia, fe en unas leyes de la historia interpretadas por el partido. Y la fe, conviene no olvidarlo, es opción personal e intransferible, razón por la cual es en realidad imposible imponerla.
Ésta es, en lo que a lo moral se refiere, la gran tragedia de todos los países moralmente "monistas", de aquellos países, como los islá¬micos, que oficialmente imponen respuestas únicas ante las gran¬des preguntas sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre la jus¬ticia y la felicidad, sobre el valor del trabajo, sobre la eutanasia o la ingeniería genética. Ésta es la tragedia: que las respuestas a estas preguntas han de convencer personalmente y no vale en su caso la imposición.
Sin embargo, los países que realizan el tránsito desde una socie¬dad moralmente monista a una democracia liberal no por eso han resuelto ya todos sus problemas, sino que conviene pensar el tránsi¬to en serio, no sea cosa que, en vez de acceder a un bien cuidado plu¬ralismo moral, recalemos en lo que Weber llamó el "politeísmo " de los valores éticos, el "politeísmo axiológico", que tiene, entre otras, una oceánica laguna: la de no permitir a los distintos grupos de ciu¬dadanos construir nada juntos.
En efecto, la transición a la democracia liberal desde los distin¬tos tipos de confesionalismo suele producir un profundo descon¬cierto en el ámbito de los valores morales. Acostumbrada buena parte de la ciudadanía al monismo, puede interpretar el hecho de la diversidad de perspectivas al menos de tres formas: como expre¬sión de un vado moral, como un politeísmo de los valores éticos o
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como expresión de un pluralismo moral. A mi juicio, la primera salida es impracticable por inexistente; la segunda, practicable, pero inde¬seable; la tercera, muestra un proyecto en el que merece la pena tra¬bajar, porque responde a lo mejor de las aspiraciones humanas.
En lo que se refiere al célebre varío moral, del que se hacen len¬guas los apocalípticos, conviene recordar que tan imposible es que existan sociedades sin valores morales como que existan personas amorales, situadas más allá del bien y del mal. Bien ha mostrado, por el contrario, esa tradición hispana de Ortega, Zubiri, Aranguren y Pedro Laín que no hay personas amorales, que todo ser humano opta por unos valores u otros, pero nunca carece de toda moral.
Sin embargo, que al monismo suceda el politeísmo en cuestiones morales no es cosa extraña, sino bien comprensible, sobre todo teniendo en cuenta el movimiento pendular al que nos tiene acos-tumbrados la historia. En breve plazo hemos pasado del entusias¬mo por la política al desencanto político y a la exaltación de la sociedad civil; de la preocupación por los derechos sociales a un trasnochado neoliberalismo, presto a socavar las bases del Estado social de justicia, y no sólo del Estado del bienestar.
No sería de extrañar, pues, que al imperio del código moral único sucediera una Babel de los códigos morales defendidos por los distintos grupos, una disparidad tal entre ellos que resultara imposible encontrar un espacio común de diálogo, desde el que enfrentar conjuntamente los retos éticos. Yes en esto precisamente en lo que consiste el politeísmo ético, en creer que cada grupo opta por una escala de valores de un modo tan arbitrario que es imposi¬ble descubrir puntos de encuentro. O lo que es lo mismo, que las cuestiones éticas son totalmente "subjetivas".
En reforzar la idea de que el politeísmo moral es la única salida posible están interesadas al menos dos especies de ciudadanos. En principio, los que desde determinados medios de comunicación entienden que venden más el conflicto insuperable y el insulto pal¬mario que el diálogo sereno, encaminado a descubrir qué es lo que ya une y dónde empiezan las discrepancias, sobre las que es recomenda¬ble continuar dialogando. Resulta más sencillo sin duda atraer la atención del espectador con discusiones montadas sobre posiciones contrarias irreductibles, o al menos aparentemente irreductibles, que realizar el esfuerzo de hacer atractivo el diálogo inteligente.
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Pero también una segunda especie de ciudadanos se interesa por reforzar el politeísmo, y es la de quienes, en unos
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