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INTRODUCCION DIMENSION NATURAL DEL SER HUMANO


Enviado por   •  17 de Junio de 2014  •  4.932 Palabras (20 Páginas)  •  348 Visitas

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INTRODUCCIÓN

La dimensión natural del ser humano, su naturaleza biológica y sus orígenes evolutivos, constituye una de esas incómodas evidencias que todo el mundo acepta pero que nadie sabe, realmente, cómo administrar. Que el hombre es un animal, una parte indistinguible de la naturaleza orgánica, edificado de acuerdo con los mismos principios genéticos que cualquier otro ser vivo y emparentado filogenéticamente con ellos no es sólo una evidencia científica indiscutible, sino también un lugar común en la literatura científico-social y humanística.

Sin embargo, la introducción del saber acerca de nuestra naturaleza biológica en el discurso de las humanidades y las ciencias sociales ha resultado compleja, a veces imposible, en la medida en que su legitimidad se ha entendido limitada a los territorios ajenos a la influencia de la cultura. Naturaleza y Cultura han convivido como reinos separados durante siglos, bajo la seguridad que les ofrecían los diversos dualismos legitimadores de sus orígenes míticos. No obstante, durante los últimos dos siglos, los saberes científicos y la evidencia antropológica, en singular sinergia, han ido horadando los muros que separaban ambos territorios hasta conseguir que las fronteras entre ellos resultaran borrosas y permeables. El punto de inflexión en esta aproximación surgió cuando desde la biología darwinista se intentó abordar el estudio de nuestra naturaleza psicobiológica y, a partir de ella la cultura, a la luz de los principios de la selección natural. A. R. Wallace, codescubridor del mecanismo de selección natural, por ejemplo, nunca aceptó la conveniencia de trasladar los principios evolucionistas a la explicación de las facultades intelectuales y morales del hombre. Por el contrario, Ch. Darwin inició un programa naturalista comprometido con una consideración de la naturaleza humana como objeto empírico y mantuvo abierta la expectativa de un futuro conciliador en el que las ciencias sociales y la investigación naturalista pudieran encontrarse. El debate que ambos protagonizaron en torno a esta cuestión se ha reproducido desde entonces de manera diversa, pero siempre extraordinariamente cargado ideológica y emocionalmente. Hoy las cosas no son muy distintas.

Desde el último cuarto del siglo XIX poco se ha avanzado en este sentido, al menos desde la reflexión humanística y sociológica. Salvador Giner, en un texto valiente y lúcido de su Sociología, afirmaba ya en 1968:

Los hombres viven en sociedad no porque son hombres, sino porque son animales. La aparición del modo social de vida ha sido un estadio dentro de la evolución biológica previo al surgimiento del ser humano. Lo único que podemos decir del hombre es que ha llevado este modo de vida a un grado de elaboración mucho más alto que el de la más complicada especie animal no humana. Básicamente, empero, la sociedad humana continúa reproduciendo las características de población, solidaridad y continuidad que encontramos en cualquier sociedad. El conocimiento de los principios de la sociología animal es, por ende, necesario a la sociología humana. [...]Del mismo modo que la explicación meramente biológica no basta para entender las sociedades animales, una sociología que no tenga en cuenta el sustrato animal de la sociedad humana sería inaceptable.

[...] Hay, sin embargo, un hecho capital que separa la sociedad humana de la animal. Ese hecho es la cultura, hecho peculiar al hombre, diferente de la naturaleza biológica a pesar de encontrarse de modo altamente rudimentario en alguna otra especie animal, y de estar conectado con la biología y basado en su peculiar sistema nervioso [...] La cultura es el modo humano de satisfacer las exigencias biológicas. Por eso ningún fenómeno que interese a la sociología es enteramente biosocial o enteramente sociocultural: ambos factores están siempre presentes .

El punto de vista de Giner nos parece, en lo esencial, correcto. Es más, prima facie resulta una declaración de principios sumamente lúcida si pensamos en el momento en que fue escrita. La década de los sesenta conoció importantes avances tanto en el campo de la interpretación genética del comportamiento social de los animales como en la interpretación instintiva de ciertas conductas humanas –Hamilton, Maynard Smith, Trivers, Lorenz, Tinbergen, etc-, pero todavía se encontraba al margen del impulso (y de los conflictos) que habría de suscitar la publicación de la obra de E. O. Wilson, Sociobiología: la nueva síntesis, el texto programático de la sociobiología, publicado en inglés en 1975. Sin duda los años ochenta fueron mucho más virulentos en ese sentido. Sin embargo, el ambiente de la época no fue, en absoluto, amable con las interpretaciones naturalistas de la cultura humana. Entonces, como ahora también, predominaba entre naturalistas y culturalistas, innatistas y partidarios del aprendizaje, una suerte de solución salomónica que consideraba la cultura humana como un punto y aparte, una superación cualitativa de los instintos naturales del hombre, una segunda naturaleza que ha dispuesto al ser humano en una situación singular que no posee término de comparación en la naturaleza. El hombre es un ser cultural, sin instintos, que no posee naturaleza sino historia, irreductible por mor de sus aprendizajes a las fuerzas de la determinación natural. Un ser como aquel Hombre primigenio al que Prometeo y Epimeteo olvidaron dotar de cualidades naturales, a medio camino entre las bestias –cuerpo, pasiones, miedos, debilidad, etc.- y los dioses –logos, tekné politiké, fuego, etc.

Esta suerte de pax romana había sido firmada entre los representantes de la ortodoxia neodarwinista y los más relevantes científicos sociales de la época, especialmente en los Estados Unidos de América. Sin embargo, no sería justo referirse a este estado de opinión y de reparto de tareas sin recordar dos hechos sin los cuales bien podrían parecer arbitrarias tales convicciones. Nos referimos, de una parte, al espanto de la Segunda Guerra Mundial, un trágico ejemplo de cómo pueden usarse interesadamente las ideas naturalistas para promocionar ideologías racistas y xenófobas y cometer en su nombre los más execrables crímenes. Esta es una lección que nunca debería olvidarse. Y, de otra parte, un argumento más técnico que, a día de hoy sigue siendo plenamente efectivo, a saber, que la investigación genética, para ser rigurosa y sólida, exige condiciones experimentales que no se dan, ni siquiera las más elementales, en el estudio de las poblaciones humanas, por lo que en buena medida el resultado de esos trabajos posee un carácter conjetural que debe medirse muy bien para no decir simplezas o, peor aún, disparates que pueda cargar el diablo.

Las

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