La Vida Inclemente
roca_1116 de Agosto de 2011
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La vida inclemente
Tomado de:
Díaz Quiñones, Arcadio (1993)
La memoria rota
Río Piedras: Ediciones Huracán
pp. 1766)
La vida inclemente te separa
de mi y un siglo de ausencia
voy sufriendo por ti
¿Cuál era la versión histórica dominante contra la que se levantaron las nuevas revisiones,
fecundas, y a veces imperfectas, apresuradas, militantes o excesivamente maniqueas de los años
setenta? Si en todas partes la historia ha sido, según nos recuerda el historiador mexicano Enrique
Florescano en el ensayo incluido en el libro Historia ¿para qué?, primordialmente una forma de
legitimar el orden establecido, no debe extrañamos que cuando ese orden hace crisis se agudice la
sensibilidad de lo histórico, y surja la crítica de las versiones históricas dominantes. Esa
confrontación política, social, histórica y cultural- es la que hemos vivido en Puerto Rico en los
últimos años. Ahí están las nuevas versiones, en narraciones, ensayos y textos poéticos, dedicados a
recordar con la ayuda de la imaginación una nueva composición del lugar.
En muchos textos se les dio otra forma a los hechos, un diseño nuevo, bajo paradigmas
esbozados en debates que se prolongaron a lo largo de los años setenta y ochenta. Se trataba de
posibilidades, de una nueva voluntad de comprender el pasado, no de realizaciones rotundas. Por
eso, a pesar de sus limitaciones, de lo mucho que hay de efímero y circunstancial, a pesar de sus
equivocaciones y de la pobreza teórica o política de algunos análisis, las nuevas versiones interesan.
Diría más: precisamente porque han abierto vetas promisorias, aun sus errores y sus parcialidades
interesan.
Como dijo Michel de Certeau en su renovador ensayo La escritura de la historia: "Una
situación social cambia a la vez el modo de trabajo y el tipo de discurso [u.] La investigación no
busca únicamente comprensiones que hayan resultado. Regresa a los objetos que ya no comprende".
Para comprender, pues, el enfrentamiento entre la "vieja" versión de la historia y la "nueva", no basta
con oponer discuros y paradigmas. La lucha por los significados históricos, y los significados
mismos, se construyen en un conjunto conjunto de! prácticas y de instituciones. En otras palabras, se
dan en el interior de un contexto y de lugares sociales específicos. Al tratar de contestar la pregunta
que da origen a este ensayo sobre cuál era la versión histórica dominante, pensé que sería útil
intentar una reconstrucción del contexto en que las "viejas" versiones de la historia cumplían su
función.
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Para empezar, intentaré una reconstrucción muy personal, forzosamente incompleta, de los
años cincuenta y comienzos de los sesenta, años de los que me separan ya un siglo de ausencia. Sí, la
vida inclemente ha creado "un siglo de ausencia" (como en aquel bolero tan difundido entonces por
el trío Los Panchos). La tradición permite que uno hable en primera persona, pero, como dice
Ricardo Piglia en Prisi6n perpetua: "El que escribe sólo puede hablar de su padre o de sus padres y
de sus abuelos, de sus parentescos y genealogías". También hablamos de parentescos sobre los que
hemos leído.
A finales de los años cincuenta concluí la escuela superior y empecé mis estudios
universitarios. Creía entonces, como muchos de mis compañeros, que vivíamos en una especie de
"edad de oro", un modelo nuevo de sociedad fundado en el crecimiento económico, la continua
elevación del nivel de vida, el "progreso" y el despegue tecnológico. Muy pronto aquella imagen
primorosamente coloreada e interpuesta entre la realidad y nosotros comenzó a desvanecerse. Pero a
lo largo de la década del cincuenta -en nuestros años formativos adolescentes- nos marcó a todos. La
necesidad y la libertad parecían converger.
Eramos los hijos del vasto movimiento político y social iniciado en los años cuarenta por el
Partido Popular Democrático, los beneficiarios de las gestiones renovadoras en el terreno educativo
y social, de la transformación dirigida por la Compañía de Fomento Industrial y del Banco
Gubernamental de Fomento. Habíamos leído en la prensa sobre la reciente Constitución del Estado
Libre Asociado: cerca de medio millón de electores participaron, con 373,594 votos a favor, y
82,877 en contra. El Estado Libre Asociado era, en la concisa expresión de don Luis Muñoz Marín,
una "forma mejorable de libertad" que podía "crecer". La "unión" era "signo de libertad". El
"convenio" garantizaba la común ciudadanía con los Estados Unidos. Estábamos integrados a la
"gran cultura occidental", pero con raíces puertorriqueñas. Eramos -siempre en palabras de Muñoz
Marín- "un pueblo hispanoamericano compuesto por buenos ciudadanos de Estados Unidos", en vías
de una industrialización que nos llevaría a "abolir la extrema pobreza". El gobierno se encargaría del
funcionamiento de la economía.
En Puerto Rico -como en México, Perú, la Argentina y otras partes de América- el populismo
“cambió incluso a los que se le opusieron", ha escrito acertadamente el intelectual boliviano
Fernando Calderón. La dificultad de construir un discurso de oposición realmente autónomo parecía
probada. Los viejos argumentos ya no servían. Aun el líder anexionista Luis A. Ferré, entonces en la
oposición, en 1955, pronunció un discurso titulado "El progreso de nuestra 'isla" en el que expresaba
una postura análoga. Ferré, cuyo nombre todos asociábamos entonces con las fábricas de cemento,
exaltaba el crecimiento, "el adelanto material, obvio, elocuente". El, claro, le atribuía todo el
progreso a la guerra y a la generosidad imperial, a las consecuencias de "la gran guerra del
cuarenta": "Dinero de los soldados reclutados en la Nación para defender la libertad. Dinero de las
exportaciones de ron y otros artículos de Puerto Rico para saciar la sed de mercados desprovistos por
el conflicto internacional. Dinero del Gobierno de los Estados Unidos que amplía sus instalaciones
de defensa en Puerto Rico. Dinero de nuestros conciudadanos del Norte que pagan los servicios de
las Fuerzas Armadas, en tiempos de paz o en épocas de guerra".
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Jalda arriba: el jíbaro ingresaba en la mitología política. Las metáforas y consignas de la
modernidad propuestas por el discurso populista se extraían todavía con fervoroso entusiasmo de un
mundo campesino, jíbaro, de sus refranes y de su lenguaje. Los destinatarios lo reconocían, aunque
fuera parcialmente, como su propio lenguaje. De hecho, aquellas metáforas les permitían, aún a los
que no lo eran, constituirse como "jíbaros" en marcha hacia el progreso. Aquella utopía inspiró 'jalda
arriba" grandes transformaciones materiales, y llevó a cambios sociales y modernizaciones muy
concretas, a beneficios nada desdeñables para amplios sectores de la población puertorriqueña. Los
de abajo parecían asentir a los cambios que eran impulsados por una conciencia social ilustrada,
aunque paternalista, en los de arriba. Todo el proceso se presentaba como el movimiento de un
pueblo que se movía al unísono, bajo la dirección de una vanguardia política e intelectual. Ese sería
uno de los lugares comunes más firmes del discurso histórico. El modelo populista no había entrado
en crisis, y mantenía todo su esplendor retórico. Todavía no se han estudiado bien la multiplicación
de las representaciones iconográficas dedicadas al triunfo sobre el "atraso", ni la complejidad de sus
resultados.
Se lograban éxitos aplastantes en las urnas. Las elecciones ponían de manifiesto el gran
poder movilizador del Partido Popular. La cómoda ventaja electoral le otorgaba un amplio margen
de maniobra. Las adhesiones al Partido Popular eran numerosas y heterogéneas. Después, en los
años setenta, algunos quisieron despachar ese proceso con una abstracción peyorativa fácilmente
refutable: "democracia burguesa". Detrás de esa frase, sin embargo, había con frecuencia un gran
desprecio a la democracia, que la "izquierda" voluntarista pagaría muy caro luego. Pero lo cierto es
también que en el Puerto Rico de los años cincuenta y sesenta se identificaba democracia con
producción y cpaitalismo Esa correlación se propugnaba como un imperativo moral. Nos
acostumbraron a las estadísticas triunfantes, a la expansión vertiginosa de los centros urbanos, de las
urbanizaciones, de las carreteras. Las consignas giraban en torno a la planificación y el
desarrollismo: capacidad para producir más, para comprar y vender, y también para tener servicios
públicos y sociales que funcionaran. Lo primero, desde luego, era acceso al capital. Es indudable que
los líderes creyeron, honestamente, que eran capaces de articular intereses y valores populares, y de
impulsar reformas sociales efectivas. Las noticias
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