Roger Chartier "Aprender A Leer"
Marieth11 de Mayo de 2013
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Elefantes y corderos
2Como historiador debemos recordar que no fue siempre así. En primer lugar duraderamente se mantuvieron las formas de transmisión oral y visual de los saberes. La imitación de los gestos, la escucha de las palabras, la adquisición de un saber transmitido por las imágenes constituyeron modalidades dominantes de los aprendizajes no solamente de las conductas prácticas sino también de los conocimientos abstractos. Como lo ha mostrado José Emilio Burucúa, citando a San Gregorio Magno, “El divino discurso de la Sagrada Escritura es un río delgado y profundo a la vez, en el cual deambula un cordero y nada un elefante”, duradera fue la percepción de la oposición entre la cultura de los “elefantes”, es decir los sabios y letrados, que doman el leer y el escribir, y la cultura de los “corderos” iletrados. Pero esta oposición no borraba ni negaba la capacidad de conocimiento de los ignorantes. La sabiduría de los humildes, que no sabían leer, ejemplificó la reivindicación de una docta ignorancia opuesta a los falsos saberes de las autoridades. La inocencia de los “corderos” fue movilizada por rechazar los dogmas heredados, la aceptación ciega de la tradición, el sometimiento al orden impuesto por los libros. Encarnaron en los textos este saber de los iletrados las figuras del salvaje (por ejemplo, los Indios Tupinambas de Montaigne), del campesino (los Marcolfo y Bartoldo de la Italia renacentista), o los animales más sabios que los hombres que aparecen en las utopías y las estampas del mundo al revés. Tal como Cristo, los niños pueden enseñar a los ancianos, los simples a los doctos, las mujeres a los hombres. En este sentido el mundo al revés designaba paradójicamente el inesperado pero verdadero orden de la sabiduría.
3Además, aún para quienes no sabían escribir ni siquiera leer, no era imposible entrar en el mundo de la cultura escrita. Fernando Bouza ha propuesto un inventario de los diversos soportes que aseguraban en los siglos XVI y XVII este “elevado grado de familiaridad con la escritura que tenían los no letrados”: la presencia sobre los paredes y las fachadas de los carteles, edictos, anuncios o grafiti, la importancia de la lectura en voz alta que permitía transmitir lo escrito a los iletrados (pensemos en los segadores del Quijote escuchando la lectura de las novelas de caballería y las crónicas) o la creación de un nuevo mercado y de un nuevo público para los textos impresos. Los pliegos de cordel, vendidos por los buhoneros (ciegos o no) difundían en las capas más humildes de la sociedad romances, coplas, relaciones de suceso y comedias. Para los iletrados, la permanencia de las formas tradicionales de la transmisión de los conocimientos e informaciones iba de par con una fuerte familiaridad con lo escrito – por lo menos en las ciudades.
4Si la cultura escrita no borró el papel de la oralidad o de las imágenes es sin duda porqué se mantuvieron altos porcentajes de analfabetismo hasta el siglo XVIII (y salvo en la Europa del Norte). Pero, como lo observa Fernando Bouza, existe otra razón. En los siglos XVI y XVII los tres modos de la comunicación (las palabras habladas, las imágenes pintadas o grabadas, la escritura manuscrita o tipográfica) estaban considerados como formas igualmente validas del conocimiento. Semejante equivalencia no ignoraba el carácter propio de cada una estas modalidades de comunicación: así la fuerza “performativa” de la palabra que maldice, conjura o convence, la capacidad de la imagen de hacer presente lo ausente, o las posibilidades de reproducción y conservación sólo otorgadas por lo escrito. Sin embargo, la equiparación entre palabras vivas, imágenes, y escritos permitía elegir uno u otro de los lenguajes disponibles, no en función del mensaje, sino del público o de las circunstancias. Aseguró la permanencia de la fuerza cognoscitiva procurada por las voces y las imágenes en el mundo de los alfabetizados, letrados y doctos tal como en los medios sociales que ya no habían conquistado el saber leer.
Oficio y ocio
5Este diagnóstico no debe ocultar no obstante que desde los siglos XVI y XVII, y quizás ya antes la invención de la imprenta en algunas partes de Europa, leer libros era la práctica dominante para aprender no solamente conocimientos y saberes, sino técnicas y prácticas. Lo muestra la presencia de los libros en las casas o los talleres de los tenderos y artesanos. En Amiens en el siglo XVI, 12% de los artesanos poseían libros, tanto libros de devoción (particularmente libros de horas) como libros utilizados en el ejercicio del oficio tal como las colecciones de modelos y planchas útiles para los varios artes. En Barcelona, durante el mismo siglo, también aparecen libros entre los bienes poseídos por la población artesanal y también puede observarse, como lo hace Manuel Peña, la importante difusión de una literatura técnica consultada en el ejercicio del oficio. Se establece así en el mundo de las profesiones manuales una relación fuerte entre la práctica profesional y la posesión, consulta y lectura de libros – una relación que caracterizaba desde los tiempos del manuscrito a los clérigos, los juristas, los médicos y cirujanos.
6Tal observación requiere dos matices. Por un lado, no podemos concluir que un libro práctico fue necesariamente leído para la práctica. Por ejemplo, los manuales epistolares que proponían reglas y ejemplos para escribir cartas conocieron en toda la Europa de los siglos XVII y XVIII una muy amplia difusión impresa, particularmente porque entraron en el repertorio de las ediciones populares, baratas y vendidas por los buhoneros. Sin embargo, es claro que sus lectores populares, que conformaban la mayoría de sus compradores, cuando escribieron cartas no se encontraban en las situaciones epistolares propias de los élites descritas por los manuales impresos y no respetaron las convenciones que les enseñaban. Debemos pensar, entonces, que estos manuales que tenían una clara finalidad didáctica y práctica fueron leídos sin preocupación de utilidad y por otras razones: como descripción de un mundo aristocrático exótico, como esbozos de ficciones epistolares gracias a las correspondencias ficticias propuestas como modelos, o como aprendizaje de un orden social donde las fórmulas de urbanidad, epistolares o no, debían siempre expresar las desigualdades de los estamentos y rangos.
7Por otro lado, no podemos limitar lo que se aprende leyendo a los requisitos del oficio. Desde el siglo XIII, como lo indica Armando Petrucci, toda una clase de “alfabeti liberi”, de lectores que quieren leer fuera de las obligaciones de la profesión, buscan libros y copian o hacen copiar los textos que desean leer por su diversión, sin respetar los repertorios canónicos, las técnicas intelectuales o las normas de lectura impuestas por el método escolástico o la glosa jurídica. En el Tesoro de la lengua castellana, en 1611, Covarrubias define así la palabra “ocio”: “No es tan usado vocablo como ociosidad, latine otium. Ocioso, el que no se ocupa en cosa alguna. El ocioso es el desocupado, el que no se detiene o se embaraza en ninguna cosa, que no tiene ocupación”. Los “ratos ociosos y desocupados” son momentos de tiempo libre, disponibles para sosegarse, divertirse o aprender. El “desocupado lector” a quien se dirige el Prólogo del Quijote es, tal como el “otiosius lector” de la tradición clásica, un lector libre de su tiempo, que no lee por necesidad, sino por el placer estético o el interés intelectual. En este sentido, el “desocupado lector” no es solamente un lector que es el dueño de su tiempo, sino también un lector liberado de las lecturas profesionales. Pero este ocioso lector es un desocupado bien ocupado, ya que “deja los negocios y, por descansar, se ocupa en alguna cosa de contento”. Contentarse y aprender no son incompatibles si se define aprender en un largo sentido, tal como lo propone Covarrubias: “Aprender es aprehender en el entendimiento y conservar en la memoria alguna cosa”.
Normas escolares, literatura industrial y lecturas instructivas
8En el siglo XIX, los manuales escolares afirman fuertemente que el verdadero saber se encuentra en los libros. Un método de enseñanza de lectura y escritura francesa para las escuelas primarias, publicado por Eugène Cuissart en 1882, se dirige así a los alumnos que ya aprendieron a leer: “Ahora sabes leer, y pronto serás capaz de leer solo buenas historias en los libros. Todo el saber humano está en los libros. Si sabes leer, puedes volverte sabio”. Los enemigos contra los cuales debe hacerse el aprendizaje escolar son las prácticas empíricas, las supersticiones arcaicas, los falsos conocimientos que transmite la tradición oral. La lectura es la única manera de aprender. De ahí, la ambición de la escuela primaria, según el modelo francés: proponer un manual escolar, un libro de lecturas que es como un libro de los libros, constituido por textos breves y extractos de obras que transmite múltiples saberes (historia, geografía, moral, ciencias físicas y naturales, economía doméstica, higiene, etc.). Por lo tanto, es menester procurar a los alumnos las competencias de lectura (y de escritura) que les permitirán transformar en un instrumento de conocimiento un aprendizaje escolar cuyo fin es aprender a leer según las reglas y normas.
9Con los progresos de la alfabetización y la diversificación de la producción impresa, el siglo XVIII y aún más el XIX conocieron una gran dispersión de los modelos de lectura. Fuerte es el contraste entre, por un lado, la imposición de las normas escolares que tendían a definir un modelo único,
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