APRENDER A LEER, LEER PARA APRENDER ROGER CHARTIER
29 de Agosto de 2014
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Aprender a leer, leer para aprender
Roger Chartier
Leer para aprender. Esta fórmula nos parece una evidencia hoy en día. Desde el siglo xix el saber leer y la práctica de la lectura definen las condiciones del acceso a los conocimientos. Leer es el instrumento imprescindible sin el cual aprender es imposible. Analfabetismo e ignorancia se han vuelto sinónimos.
Elefantes y corderos
Como historiador debo recordar que no fue siempre así. En primer lugar durante largo tiempo se mantuvieron las formas de transmisión oral y visual de los saberes. La imitación de los gestos, la escucha de las palabras, la adquisición de un saber vehiculado por las imágenes constituyeron modalidades dominantes de los aprendizajes, no solamente de las conductas prácticas sino también de los conocimientos abstractos. Como ha mostrado José Emilio Burucúa, citando a San Gregorio Magno, «El divino discurso de la Sagrada Escritura es un río delgado y profundo a la vez, en el cual deambula un cordero y nada un elefante»; duradera fue la percepción de la oposición entre
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la cultura de los «elefantes», es decir los sabios y letrados, que dominan el leer y el escribir, y la cultura de los «corderos» iletrados [Burucúa 2001]. Lo importante es que esta oposición no borraba ni negaba la capacidad de conocimiento de los ignorantes. La sabiduría de los humildes, que no sabían leer, ejemplificó la reinvindicación de una docta ignorancia opuesta a los falsos saberes de las autoridades. La inocencia de los «corderos» fue movilizada por rechazar los dogmas heredados, la aceptación ciega de la tradición, el sometimiento al orden impuesto por los libros. Encarnaron en los textos este saber de los iletrados las figuras del salvaje (por ejemplo, los indios brasileños de Montaigne), del campesino (los Marcolfo y Bartoldo de la Italia renacentista), o los animales más sabios que los hombres que aparecen en las utopías y las estampas del mundo al revés. Tal como Cristo, los niños pueden enseñar a los ancianos, los simples a los doctos, las mujeres a los hombres. En este sentido el mundo al revés designaba paradójicamente el inesperado pero verdadero orden de la sabiduría.
Además, aun para quienes no sabían escribir ni siquiera leer, no era imposible entrar en el mundo de la cultura escrita. Fernando Bouza ha propuesto un inventario de los diversos soportes que aseguraban en los siglos xvi y xvii este «elevado grado de familiaridad con la escritura que tenían los no letrados»: la presencia sobre los paredes y las fachadas de los carteles, edictos, anuncios o grafiti, la importancia de la lectura en voz alta que permitía transmitir lo escrito a los iletrados (pensemos en los segadores del Quijote escuchando la lectura de las novelas de caballerías y las crónicas) o la creación de un nuevo mercado y de un nuevo público para los textos impresos [Bouza 1999]. Los pliegos sueltos, vendidos por los buhoneros (ciegos o no), difundían en las capas más humildes de la sociedad romances, coplas, relaciones de sucesos y comedias. Para los iletrados, la permanencia de las formas tradicionales de la transmisión de los conocimientos e informaciones iba a la par con una fuerte familiaridad con lo escrito —por lo menos en las ciudades.
Si la cultura escrita no borró el papel de la oralidad o de las imágenes es sin duda porque se mantuvieron altos porcentajes de analfabetismo hasta el siglo xviii (salvo en la Europa del Norte). Pero, como observa Fernando Bouza,
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existe otra razón. En los siglos xvi y xvii los tres modos de la comunicación (las palabras habladas, las imágenes pintadas o grabadas, la escritura manuscrita o tipográfica) estaban considerados como formas igualmente válidas del conocimiento. Semejante equivalencia no ignoraba el carácter propio de cada una de estas modalidades de comunicación: la fuerza performativa de la palabra que maldice, conjura o convence, la capacidad de la imagen de hacer presente lo ausente, o las posibilidades de reproducción y conservación sólo otorgadas por lo escrito. Sin embargo, la equiparación entre palabras vivas, imágenes y escritos permitía elegir uno u otro de los lenguajes disponibles, no en función del mensaje, sino del público o de las circunstancias. Aseguró la permanencia de la fuerza cognoscitiva procurada por las voces y las imágenes en el mundo de los alfabetizados, letrados y doctos, así como en los medios sociales que aún no habían conquistado el saber leer [Bouza 2003].
Oficio y ocio
Este diagnóstico no debe ocultar, no obstante, que desde los siglos xvi y xvii, y quizás ya antes la invención de la imprenta en algunas partes de Europa, leer libros era la práctica dominante para aprender no solamente conocimientos y saberes, sino técnicas y prácticas. Lo muestra la presencia de los libros en las casas o los talleres de los tenderos y artesanos. En Amiens en el siglo xvi, el 12% de los artesanos poseían libros, tanto libros de devoción (particularmente libros de horas) como los utilizados en el ejercicio del oficio, como las colecciones de modelos y planchas útiles para las distintas artes [Chartier 1989]. En Barcelona, durante el mismo siglo, también aparecen libros entre los bienes poseídos por la población artesanal y también puede observarse, como hace Manuel Peña [1997] la importante difusión de una literatura técnica consultada en el ejercicio del oficio. Se establece así en el mundo de las profesiones manuales una relación fuerte entre la práctica profesional y la posesión, consulta y lectura de libros —una relación que caracterizaba desde los tiempos del manuscrito a los clérigos, los juristas, y los médicos y cirujanos.
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Tal observación requiere dos matices. Por un lado, no podemos concluir que un libro práctico fuera necesariamente leído para la práctica. Por ejemplo, los manuales epistolares que proponían reglas y ejemplos para escribir cartas conocieron en toda la Europa de los siglos xvii y xviii una muy amplia difusión impresa, particularmente porque entraron en el repertorio de las ediciones populares, baratas, vendidas por los buhoneros. Sin embargo, es evidente que sus lectores populares, que constituían la mayoría de sus compradores, cuando escribían cartas no se encontraban en las situaciones epistolares propias de las élites descritas por los secretarios impresos, y no respetaron las convenciones que les enseñaban. Debemos pensar, entonces, que estos manuales, que tenían una clara finalidad didáctica y práctica, fueron leídos sin preocupación de utilidad y por otras razones, como descripción de un mundo aristocrático exótico, como esbozos de ficciones epistolares (gracias a las correspondencias ficticias propuestas como modelos), o como aprendizaje de un orden social donde las fórmulas de urbanidad, epistolares o no, debían siempre expresar las desigualdades de los rangos [Chartier 1993].
Por otro lado, no podemos limitar lo que se aprende leyendo a los requisitos del oficio. Desde el siglo xiii, como indica Armando Petrucci [1999], toda una clase de alfabeti liberi, de lectores que quieren leer fuera de las obligaciones de la profesión, buscan libros y copian o hacen copiar los textos que desean leer por propio entretenimiento, sin respetar los repertorios canónicos, las técnicas intelectuales o las normas de lectura impuestas por el método escolástico o la glosa jurídica. En el Tesoro de la lengua castellana, 1611, Covarrubias define así la palabra «ocio»: ‘No es tan usado vocablo como ociosidad, latine otium. Ocioso, el que no se ocupa en cosa alguna. El ocioso es el desocupado, el que no se detiene o se embaraza en ninguna cosa, que no tiene ocupación’. Los «ratos ociosos y desocupados» son momentos de tiempo libre, disponibles para sosegarse, divertirse o aprender. El «desocupado lector» a quien se dirige el Prólogo del Quijote es, tal como el otiosius lector de la tradición clásica, un lector en su tiempo libre, que no lee por necesidad, sino por el placer literario o el interés intelectual. En este sentido, el «desocupado lector» no es solamente un lector que es el dueño de su tiempo,
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sino también un lector liberado de las lecturas profesionales. Pero este ocioso lector es un desocupado bien ocupado, ya que «deja los negocios y, por descansar, se ocupa en alguna cosa de contento». Contentarse y aprender no son incompatibles si se define aprender en un sentido amplio, tal como propone Covarrubias: «Aprender es aprehender en el entendimiento y conservar en la memoria alguna cosa».
Normas escolares, literatura industrial y lecturas instructivas
En el siglo xix, los manuales escolares insistían en que el verdadero saber se encontraba en los libros. Un método de enseñanza de lectura y escritura francesa para las escuelas primarias, publicado por Eugène Cuissart en 1882, se dirigía así a los alumnos: «Ahora sabes leer, y pronto serás capaz de leer solo buenas historias en los libros. Todo el saber humano está en los libros. Si sabes leer, puedes volverte sabio». Los enemigos contra los cuales debe enseñarse a luchar en la escuela son las prácticas empíricas, las supersticiones arcaicas, los falsos conocimientos que transmite la tradición oral. La lectura es la única manera de aprender. De ahí la ambición de la escuela primaria, según el modelo francés: proponer un manual escolar, un libro de lecturas que sea como un libro de libros, constituido por textos breves y extractos de obras, que transmita múltiples saberes (historia, geografía, moral, ciencias físicas y naturales, economía doméstica, higiene, etcétera) y, con ello,
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