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Cazadores De Microobios


Enviado por   •  12 de Marzo de 2013  •  10.397 Palabras (42 Páginas)  •  461 Visitas

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CAPITULO I ANTONIO VAN LEEUWENHOEKEL PRIMER CAZADOR DE MICROBIOS

Leewenhoek fue el primero en asomarse a un mundo nuevo, poblado de millares de especies de seres pequeñísimos, ningún poeta ni historiador alguno evoca la figura de Leewenhoek, porque su vida fue una lucha única, tenaz, contra las mayores dificultades. Cuando en Leewenhoek nació el deseo de hacer investigaciones, la investigación científica aún no había llegado a ser una profesión, era aquel un mundo en que la ciencia empezaba a ensayar sus primeros pasos, la ciencia que no es otra cosa sino el intento aproximarse a la verdad mediante la observación cuidadosa y el pensar despejado, poco sabemos de la vida de Leewenhoek entre los 20 y 40 años, pero es indudable que durante esa época paso por ser un hombre ignorante, no sabía hablar más que el holandés, dialecto despreciado por el mundo culto, por considerar lengua de tenderos, pescadores y cavadores de zanjas, su ignorancia fue una gran suerte para él porque aislado de toda la charlatanería docta de su tiempo, no tuvo otro guía que sus propios ojos, sus propias reflexiones y su propio criterio. ¡Qué divertido debía ser mirar a través de una lente y ver cosas de tamaño mayor a simple vista! Pero, ¿comprar lentes? ¡No sería Leewenhoek quien tal hiciera! ¡Jamás se dio hombre más desconfiado!¿Comprar lentes? ¡No; él se las fabricaría! Hoy día los investigadores compran con unos cuántos pesos un microscopio nuevo y reluciente, da vueltas a un tornillo micrométrico y hacen observaciones, muchos de ellos sin saber ni preocuparse como ésta construido el aparatos, pero en cuanto a Leewenhoek olvidando a su familia, sin preocuparse de sus amigos, trabajaba a altas horas de la noche, inclinado sobre sus lentes acrisoles, y él mismo decía de sus convecinos: hay que perdonarles vista su ignorancia, vivía satisfecho, no tenía otro deseo que examinar con sus lentes cuanto caía en sus manos, paso horas enteras mirando la lana de oveja y los pelos de castor y liebre que de finos filamentos se trasformaban por virtud de su pedacito de cristal, en troncos gruesos, diseco cuidadosamente la cabeza de una mosca, ensarto la masa encefálica en la finísima aguja de su microscopio, miro y quedo asombrado, era Leewenhoek como un cachorro que olfatea todo lo que tiene a su alrededor sin asco, sin tino ni respeto. Nunca se habrá conocido hombre más difícil de convencer que Leewenhoek, jamás escribió palabras acerca de lo que observaba, jamás hizo un dibujo hasta que después de mirar cientos de veces la misma cosa en idénticas condiciones, estaba seguro de que no había variación alguna, aun así no quedaba del todo satisfecho y solía decir: la gente que por primera vez mira por un cristal de aumento dice: ahora ve una cosa luego ve otra; es que el observador más experto puede equivocarse, pero las he hecho con satisfacción sin hacer caso de quienes le preguntaban, más yo no escribo para esas gentes, escribo solamente para los filósofos. En ese aislamiento trabajo durante 20 años, en la segunda mitad del siglo XVIII hubo un gran movimiento entre las gentes doctas, los hombres extraordinarios miraban con recelos todo lo que tenía visos de ciencia nueva, en Inglaterra unos cuántos revolucionaros fundaron una sociedad llamada

The invisible College

Aunque Leewenhoek por aquellos años ya era un arisco y desconfiaba de todo mundo, al fin permitió a Graaf que mirase por aquellos ojos mágicos suyos y aquellas diminutas lentes sin igual en Europa, casi avergonzado de su propia fama Graaf se apresuro a escribir a sus colegas de la real sociedad sus descubrimientos. Hagan ustedes que Antonio van Leewenhoek les escriba comunicándoles sus descubrimientos Leewenhoek contesto una carta muy larga escrita en holandés vulgar, y en la que divagaba acerca de cuanto existe bajo las estrellas, el encabezamiento de la carta decía así: exposición de algunas observaciones hechas con un microscopio ideado por Mr. Leewenhoek, referentes a las suciedades que se encuentran en la piel, en la carne, al aguijón de una abeja, etc. la real sociedad quedo asombrada; mirando hacia atrás nos parecen sencillísimos muchos de los descubrimientos fundamentales de la ciencia. ¿Cómo es que por espacio de miles de años anduvieron a tientas los hombres, sin ver las cosas que tenían delante de sus narices? así sucedió con los microbios, ¿por qué fue tan difícil entonces descubrir los microbios? Cuando nació Leewenhoek no existían microscopios sino simples lupas o cristales de aumento, a través de los cuales podía haber estado mirando el holandés hasta hacerse viejo, sin lograr descubrir un ser más pequeño que el acaro de queso, más ésta su extravagancia aparente se reveló más tarde como preparación para aquel día imprevisto en que observó a través de su lente de juguete montada en oro, una pequeña gota de límpida agua de lluvia, ¿y a quien sino a un hombre tan extraordinario se le habría ocurrido dirigir su lente hacia un objeto tan poco interesante: una de los millones de gotas de agua que caen del cielo? Su hija María (de 19 años y que cuidaba cariñosamente a su padre, un tanto tocado)− Mira a través de su lente y murmura entre dientes unas palabras... y de pronto se oye la excitada voz de Leewenhoek: ¡ven aquí! ¡Date prisa! ¡En el agua de lluvia unos bichitos!... ¡nadan! ¡Dan vueltas! ¡Son mil veces más pequeños que cualquiera de los bichos que podemos ver a simple vista! ¡mira lo que he descubierto! Había llegado el gran día para Leewenhoek. Este es el mundo fantástico, fabuloso al que Leewenhoek, entre todos los hombres de todos los países fue el primero en asomarse. Grande fue ese día para Leewenhoek. Leewenhoek era un hombre muy desconfiado. Aquellos animalitos eran enormemente pequeños y demasiados extraños para tener existencia real, y por esta razón volvieron a observarlos, de nuevo vio a aquellos seres, no solo una sola especie, sino otra más grande que la primera, moviéndose con gran agilidad, porque tenía varios pies increíblemente sutiles. Descubrió una tercera especie y una cuarta, tan pecunia que no acertó a discernir su forma. Pero está viva. ¡Se mueve, recorre grandes distancias en este mundo de una gota de agua! ¡Qué seres más listos!, así los describió Leewenhoek. Le pareció absurdo el que aquellos animalillos cayeran con la lluvia del cielo. ¡Seguramente que Dios no podía hacer surgir de la nada a los animalillos que había encontrado en el tiesto! Pero, ¿cómo resolver este problema? El experimento, estaba lloviendo y lavo cuidadosamente un vaso, lo enjugó y lo puso debajo del tubo de bajada del canalón del tejado y corrió a examinarla al microscopio... ¡Sí! Allí estaban, nadando, unos cuantos bichejos..., pero en realidad esto no probaba nada, podía ser que vivieran en el canalón y hubieran sido arrastrados por el agua... Entonces tomo un gran plató, lo lavo con todo esmero y saliendo al jardín lo colocó encima de una gran cajón, para evitar que las gotas de lluvia salpicaran barro dentro del plato, después recogió unas gotas en uno de sus delgados tubitos y regresó a su laboratorio Lo he demostrado. Esta agua no tiene ni un solo bicho. ¡No vienen del cielo!, tratando de ver más de cerca, intentando encontrar la razón de las cosas. ¿Por qué tiene sabor picante la pimienta? Tal fue la pregunta que se formuló un buen día, y ésta fue su conjetura: En las partículas de pimienta debe haber pinchitos, que son los que pican en la lengua al comerla ¿Pero existirán tales pinchitos? En vista de ello, la Real Sociedad encargo a Tober Hooke y Nehemiah Grew que construyeron los mejores microscopios de que fueran capaces, y que preparasen agua de pimienta con la mejor calidad de pimienta negra. El 15 de noviembre de 1977 llegó Hooke a la reunión con su microscopio y presa de gran excitación, porque Antonio Van Leewenhoek no había mentido. ¡Allí estaban los bichejos fabulosos, un mundo encantado! Los miembros se levantaron de sus asientos y se apiñonaron en torno al microscopio; miraron y exclamaron: ¡Ese hombre debe ser un observador mágico!... ¡Día grande para Leewenhoek! Más la contestación de Leewenhook fue: Os serviré fielmente durante el resto de mi vida. Y cumplió su palabra, porque hasta la muerte, ocurrida a los 91 años, siguió enviándoles aquellas cartas, mezclas de charla familiar y de ciencia. ¡Pero enviar un microscopio! Lo sentía mucho, pero le era imposible mientras viviera. Malyneus ofreció a Leewenhoek un precio generoso por uno de sus microscopios. Seguramente podría desprenderse de uno, ya que tenía cientos de ellos, ¡Pues no! Pasaron los años, se volvió más brusco y desconfiado, se pasaba más y más mirando por sus centenares de microscopios e hizo sinnúmero de descubrimientos sorprendentes. En la cola de un pececillo observó, él primero entre todos los hombres, los vasos capilares por los que pasa la sangre de las arterias a las venas, confirmando así la teoría de la circulación de la sangre del inglés Harvey. Estoy convencido de que entre un millar de personas no hay una que sea capaz de continuar mis estudios,

porque para ello se necesita disponer de tiempo ilimitado, gastar mucho dinero y, además, estar siempre atentísimo, si se ha de lograr algo. Así fue el primer cazador de microbios. En 1723, a la edad de noventa años, en su lecho de muerte, hizo llamar a su amigo Hoogvliet. No pudo alzar la mano; sus ojos, antes llenos de animación, estaban apagados, y la muerte empezaba a bajarle los párpados; murmuro: Hoogvliet, amigo mío, te ruego que hagas traducir al latín estas dos cartas que hay encima de la mesa... Envíalas a Londres a la Real Sociedad... Hoogvliet cumplía su promesa que había de hacer cincuenta años antes, y al escribir las cartas decía: Envío a ustedes, documentos señores, este último presente de mi moribundo amigo, esperando que sus postreras palabras les serán gratas.

Capítulo II

LAZZARO SPALLANZANI

“Los microbios nacen de microbios”

Después de la muerte de leeuwenhoek en parís se preguntaban quien iba a seguir investigando sobre los microbios que el nombraba animalitos.

Lazzaro spallanzani nació en un pueblo del norte de Italia en el año de 1729.

Olvidó estos pasatiempos para realizar experimentos crueles e infantiles con escarabajos, sabandijas, moscas y gusanos, y que, en lugar de acosar a preguntas a sus padres, examinaba atentamente los seres vivos de la naturales arrancaba patas y alas y trataba después de volverlas a colocar a su mismo lugar.

Este personaje antes de cumplir los treinta años fue nombrado profesor en la ciudad de Reggio, donde explicaba sus lecciones ante un auditorio admirado que escuchaba; allí fue donde dio comienzo a su labor sobre los animalillos, aquellos seres nuevos y pequeñísimos descubiertos por Leeuwenhoek, empezando sus experimentos.

En su experimento dejó en reposo el caldo y la botella por un debido tiempo de varios días, sacó el corcho y se admiro y dijo oh maravilla de las maravillas al examinar el caldo al microscopio, lo encontró plagado de animalillos.

Spallanzani leía las sensacionales noticias referentes a los animalillos creados por a partir del caldo, y a medida que iba leyendo cada vez se admiraba de lo escrito.

Este personaje además de leer los resultados de la pruebas de Needhan quiso demostrar que había gato encerrado en las pruebas el realizo lo mismo pero trato de hervir el caldo por una hora y cerrarlo lo mejor posible escribió cartas al célebre naturalista suizo Bonnet dándole cuenta de sus experimentos,

¿Qué es esto? exclamó.

Aquí y allá, en el grisáceo campo visual del lente, descubrió alguno que otro

Animalito juguetón; no eran microbios grandes como otros que había visto, pero de todas maneras eran seres vivientes.

Cada una de las redomas que habían sido tapadas con corchos, no cerradas a fuego, estaba llena de animalillos; hasta las mismas redomas encorchadas que habían sido hervidas durante una hora «eran como lagos donde nadasen peces de todas clases, desde ballenas hasta carpas», lo que hizo exclamar a Spallanzani:

Esto significa que los animalillos que hay en el aire lograron colarse en las redomas de Needham, además, he descubierto un nuevo hecho de gran importancia: que los seres vivientes pueden soportar la temperatura del agua hirviendo y seguir vivos; para matarlos hay que mantenerlos a esta temperatura durante una hora.

El bueno de Needham no se había dormido sobre sus laureles; era un experto en publicidad, y para apoyar su causa fue a París a dar conferencias acerca de su caldo de carnero, y allí contrajo amistad con el célebre conde de Buffon.

Al hacer Needham una objeción a uno de los experimentos de Spallanzani, se le presentó la ocasión que estaba acechando. Su experimento carece de base escribió al italiano porque ha calentado usted las redomas por espacio de una hora, y ese calor tan fuerte debilita y perjudica a la Fuerza Vegetativa hasta el punto de que no le es posible crear animalillos. Esto era precisamente lo que Spallanzani estaba esperando oír, y olvidándose de sus deberes religiosos, los grandes auditorios de ansiosos estudiantes y las hermosas damas a quienes entusiasmaba visitar su museo, se recogió hasta el codo y se lanzó a la tarea, no ante la mesa de su estudio, sino ante la del laboratorio; no con pluma, sino con sus redomas, sus semillas y sus microbios.

CAPITULO III

LOUIS PASTEUR

¡LOS MICROBIOS SON UNA AMENAZA!

Treinta y dos años después de la muerte del gran Spallanzani, en 1831, la caza de microbios se encontraba estacionada. Los animales microscópicos se hallaban sumidos en el desprecio y el olvido, mientras que otras ciencias lograban rápidos progresos.

Ni siquiera se insinuaba la terrible posibilidad de que esos despreciables microbios fueran capaces de matar misteriosa y sigilosamente a millones de seres humanos. Nadie sospechaba que eran unos asesinos más efectivos que la guillotina y los cañones de Waterloo.

Cierto día de octubre de 1831, un niño de nueve años se apartaba, horrorizado del gentío aglomerado a la puerta de la herrería de un pequeño pueblo situado entre las montañas del este de Francia. En medio de las exclamaciones de pavor de la multitud, el niño percibía el chirrido que brotaba de la carne humana al ser quemada por el hierro calentado al rojo blanco, y los gemidos de la víctima.

Era el labrador Nicole, a quien un lobo rabioso, con fauces escurriendo venenosa espuma, acababa de desgarrar una pierna en una de las calles del pueblo. El niño que corría era Louis Pasteur, hijo de un curtidor de Arbois y bisnieto de un siervo del conde de Udresser.

Se preguntaba ¿Qué es lo que vuelve rabiosos a los lobos y a los perros, padre? ¿Por qué mueren las personas cuando son mordidas por perros rabiosos? preguntaba Louis.

Su padre, en 1831 nadie conocía la causa de la muerte de las personas mordidas por perros rabiosos, pues el origen de todas las enfermedades era un misterio.

No pretendo hacerles creer que este terrible suceso hiciera que Louis Pasteur, de nueve años, se decidiese a buscar, más tarde, el origen y modo de curar la hidrofobia.

Sus modelos eran sus hermanas, que terminaban aquellas sesiones con el cuello tieso y las espaldas adoloridas.

El sueco Linneo, el clasificador más entusiasta, cuya única preocupación era catalogar todos los seres vivientes, se indignó ante la mera sugestión de estudiar los microbios.

Son demasiado pequeños, demasiado confusos; nadie sabrá nunca nada con exactitud acerca de ellos. Los pondremos sencillamente en la clasificación de Caos dijo:

Sólo Ehrenberg, el famoso alemán de cara rubicunda, defendió a los microbios;

y cuando no se encontraba en medio de una travesía o andaba ocupado recibiendo medallas, sostenía largas y fútiles controversias sobre si tenían o no estómago; sobre si eran o no animales completos, pero diminutos, o sólo fragmentos de otros más grandes; o si por ventura se traba de que fueran, tal vez, vegetales.

Era el alumno más joven del colegio, pero quería ser monitor; tenía una ambición decidida por enseñar a los demás chicos y en especial a tener autoridad sobre ellos.

De aquí a poco empezó a realizar investigaciones por cuenta propia con frascos

conteniendo líquidos mal olientes y tubos de ensayo llenos de substancias de vistosos colores. Su buen amigo Chappuis, un simple estudiante de Filosofía, tenía que soportar durante horas enteras las conferencias que Pasteur le daba acerca de los cristales del ácido tartárico.

Un francés, Cagniard de la Tour, andaba manipulando en 1837 con las cubas de fermentación de la fábricas de cerveza; recogió unas cuantas gotas espumosas de una de esas cubas y al observarlas al microscopio notó que de las paredes de los diminutos glóbulos de levadura allí presentes brotaban yemas como las que salen de las semillas al germinar. Investigaciones ulteriores le dejaron convencido de que ningún cocimiento de cebada y lúpulo se convertía en cerveza de no estar presentes la levaduras, levaduras vivas y en pleno desarrollo.

Cuando tenía veintiséis años; después de mucho examinar montones de diminutos cristales, descubrió que había cuatro clases de ácido tartárico en lugar de dos; que en la Naturaleza hay una gran variedad de compuestos extraños exactamente iguales, excepto en que unos son como las imágenes de un espejo de los otros.

Un mes después, convertido Pasteur en colega de sabios tres veces más vicios que él, recibía felicitaciones de los químicos consagrados. Fue nombrado profesor de Estrasburgo, y en los momentos que sus Investigaciones le dejaban libre, decidió casarse con la hija de! decano de la Facultad; sin saber si era correspondido, le escribió una carta, seguro de despertar su amor.

Ella aceptó y llegó a ser una de las esposas más célebres y más sufridas, y, en cierto modo, también una de las más felices.

Una vez establecido en Lila, los grandes industriales le dijeron que la ciencia pura estaba muy bien, pero que lo que ellos necesitaban, lo que la emprendedora ciudad de Lila precisaba, ante todo, era una íntima cooperación entre la ciencia y la industria.

Lo que queremos saber es si la ciencia recompensa la ayuda que recibe.

Consiga usted elevar el rendimiento en azúcar de las remolachas; denos una mayor producción de alcohol, y entonces verá como le ayudamos a usted y a su laboratorio.

Empezó por hacerse popular dando a los habitantes de Lila conferencias emocionantes sobre temas científicos.

Monsieur Bigo, destilador de alcohol, encontrándose en un conflicto, fue un día a visitar a Pasteur en su laboratorio.

Tenemos dificultades con la fermentación, profesor se lamentó. Estamos perdiendo miles de francos a diario. ¿Podría usted venir a la fábrica y sacarnos de este atolladero? preguntó el buen Bigo, cuyo hijo estudiaba en la Facultad de Ciencias, y por esta razón Pasteur se apresuró a complacerle.

Agarró un frasco que contenía substancia procedente de una cuba enferma, lo olió, lo examinó con un lente de aumento, lo probó, introdujo en él tiras de papel azul que se volvieron rojas y, por último, puso una gota en el microscopio y observó, y dijo:

¡Pero si aquí no hay fermentos! No hay más que una masa confusa.

Hay aquí unas motitas grises pegadas a las paredes del frasco y otras cuantas flotando en la superficie del líquido. No existen en el otro líquido donde hay fermentos y alcohol. ¿Qué podría ser? Se pregunto.

Estos bastoncitos del líquido de las cubas enfermas están vivos, son ellos los que producen el ácido de la leche agria; tal vez entablan lucha con los fermentos y los venzan. ¡Son los fermentos del ácido láctico, del mismo modo que la levadura es el fermento del alcoho!

Ensayó poner algunas de las motas grises procedentes de las cubas enfermas en agua azucarada, pero se negaron a reproducirse en este medio

El día siguiente transcurrió sin variación, y hacia la noche, cuando ya las piernas le flaqueaban, murmuró:

No va a haber ningún caldo transparente que me permita ver cómo crecen esos malditos bastoncitos; pero por si acaso, voy a mirar de nuevo.

Alzó el frasco hacia la solitaria luz de gas que dibujaba grotescas sombras de aparatos en las paredes del laboratorio, y murmuró:

Aquí hay algo en vías de transformación, hay muchas motitas grises nuevas como las que sembré ayer, y de algunas de ellas suben rosarios de burbujitas, ¡todas ellas están soltando burbujas!

Entonces Pasteur, con su carácter impaciente no pudo contenerse más y dio cuenta al mundo entero de su descubrimiento: dijo a Mr. Bigo que aquellos bastoncitos eran la causa de las malas fermentaciones.

Hizo público en su clase el descubrimiento; que unos animalillos tan sumamente pequeños eran capaces de transformar el azúcar en ácido láctico, cosa que ningún hombre había logrado hasta entonces.

Después dijo nos vamos a París, acaban de nombrarme administrador y director de estudios de la Escuela Normal. Es el momento decisivo para mi carrera.

Los fermentos que me ha revelado el microscopio en las cubas de fermentación sanas son los que transforman el azucaren alcohol; es indudable que son los fermentos los que fabrican la cerveza a partir de la cebada, y es seguro que son los fermentos los que transforman las uvas en vino, aún no he podido demostrarlo; pero estoy seguro de ello.

En la pequeña república científica de la margen izquierda del Sena. Los

antiguos profesores de Pasteur se sintieron orgullosos de él; la academia de Ciencias, que antes no había querido abrirle sus puertas, le concedió ahora el premio de Filosofía, y el genial Claude Bernard, considerado por los franceses como la Filosofía en persona, hizo su elogio con frases sublimes. A la noche siguiente, Dumas, el antiguo maestro, cuyas lecciones habían hecho llorar al Pasteur recién llegado a París, habló de éste en términos tan encomiásticos que hubieran ruborizado a otro cualquiera.

Una mañana, en uno de los matraces cuyo contenido se había estropeado, notó la presencia de otra especie de diminutos animalillos que nadaban alrededor de unos pocos bastoncitos que se movían desalentados, de esos bastoncitos que debían de estar presentes a millones.

Todo aquello era ciertamente muy interesante

Un día, cayó de pronto en cuenta de que cada vez que aparecían en los matraces los enjambres de la nueva especie de animales de mayor tamaño, los matraces despedían el mismo olor fuerte y desagradable a manteca rancia. Y así demostró, en cierta forma, que estos bichos de nueva especie eran otra clase de fermentos que transformaban el azúcar en ácido butírico;

pero no llegó a demostrarlo porque no podía tener la seguridad absoluta de que sólo hubiera en los matraces una sola y única especie de animalillos.

Poco después daba cuenta a la academia, poseído de orgullo, que no sólo había descubierto un fermento nuevo, un diminuto animal que tenía la propiedad de transformar el azúcar en ácido butírico, sino que, además, había comprobado que estos animales podían vivir, jugar, moverse y realizar su función sin necesidad de aire. El mismo aire los mataba.

Tenemos aquí el primer ejemplo de animales microscópicos que pueden vivir sin aire.

Desgraciadamente, era este el tercer ejemplo y no el primero.

El viejo Leeuwenhoek había visto la misma cosa doscientos años antes, y cien años más tarde Spallanzani se había quedado asombrado al descubrir la existencia de seres microscópicos que pueden vivir sin respirar.

Llenó parcialmente varios matraces, unos con leche, otros con orina, los calentó en agua hirviendo, fundió al soplete los cuellos para dejarlos bien cerrados, y en esta forma los conservó años enteros. Llegando el día fijado, los abrió para demostrar que la leche y la orina estaban en perfecto estado de conservación y que el aire contenido en los matraces conservaba casi todo su oxígeno; no habiendo microbios, no se echaba a perder la leche.

Pasteur, lo mismo que Spallanzani, no podía admitir que los microbios procediesen de la materia inerte de la leche, o de la manteca. Era seguro que los microbios debían tener progenitores! Pasteur, era, como vamos viendo este personaje siempre fue un buen católico. Siempre fue un buen católico.

En estas circunstancias, llegó un buen día Balard al laboratorio de Pasteur. Balard

no era hombre ambicioso haber descubierto el bromo era bastante para la vida de un hombre, pero le gustaba husmear lo que sucedía en los laboratorios de los demás.

¿Cómo podemos comprobar esto? Preguntó Pasteur, Intrigado.

Coja usted uno de esos mismos matraces que ha tenido en la estufa tantos días, un matraz, donde no hayan aparecido seres vivientes, y agítelo, para que el caldo moje la parte del tubo estirada en forma de cuello de cisne. Vuélvalo a meter en la estufa y mañana, por la mañana se encontrará usted enturbiado el caldo por grandes colonias de animalillos, hijos de los que quedaron adheridos al cuello del matraz.

Pasteur siguió estas instrucciones, y todo salió según había predicho Balard.

Poco después, en una brillante reunión, refirió Pasteur en términos elocuentes el experimento que había llevado a cabo con los matraces de cuello de cisne.

De los diez matraces que abrimos en las cuevas del Observatorio, hay nueve perfectamente transparentes, sin un solo microbio. Todos los que abrimos en el patio están turbios, llenos de colonias de seres vivos. Es el aire el vehículo que los lleva hasta el caldo de cultivo; entran con el polvo del aire.

Dijo, cuanto mayor es la altura y más puro el aire, hay menos polvo y menor número, por tanto, de microbios adheridos a las partículas de éste.

Regresó a París entusiasmado, y comunicó a la Academia, aportando pruebas que asombraría a cualquiera, que estaba totalmente convencido de que el aire por sí solo no podía hacer nacer seres vivos en el caldo de cultivo.

Volvió a emprender la tarea de demostrar a Francia entera cómo la ciencia podía ahorrar dinero a la industria. Embaló unos cuantos aparatos de vidrio acompañado

de un ayudante, Duclaux, joven vehemente, marchó precipitadamente a su casa natal, a Arbois, para salvar la industria vinícola, que estaba en peligro.

En un laboratorio en lo que en otro tiempo fuera café, y en lugar de mecheros de gas tuvo que contentarse con un hornillo de carbón vegetal, que el entusiasta Duclaux mantenía bien al rojo mediante un fuelle, interrumpiendo de vez en cuando esta operación para traer agua de la fuente del pueblo, los toscos aparatos eran obra del carpintero y del hojalatero del pueblo. Pasteur visitó a los que fueron camaradas de otros tiempos, para rogarles le dieran botellas de vino, vino amargo, vino viscoso, vino grasiento; sabía; por las investigaciones que había efectuado en otra época, que eran los fermentos los que transformaban el mosto en vino, y tenía la convicción de que el culpable de que los vinos se echasen a perder era otro ser microscópico.

Pasteur y Duclaux se pusieron a trabajar en un laboratorio improvisado; atacaron a fondo el problema de impedir la presencia de los microbios perjudiciales en los vinos sanos, y descubrieron por último que si, una vez terminada la fermentación, se calienta suavemente el vino, por bajo del punto de ebullición, morían todos los microbios que no desempeñaban papel alguno en el vino y se conservaba éste sano.

Todo el mundo conoce ahora este pequeño truco con el nombre de pasteurización. Hasta que un cierto día de 1861 el Destino llegó a su puerta y llamó: el Destino disfrazado de Dumas, su viejo profesor, le visitaba para rogarle se convirtiera de hombre de ciencia, en médico de gusanos de seda.

VI A Pasteur no le agrada nada la perspectiva de ir al Mediodía para tratar de descubrir el padecimiento de los gusanos de seda,

Pasteur se encontró un millar o cosa así de teorías de la enfermedad, pero que los únicos hechos conocidos en relación con la misma eran las manchitas negras y unos curiosos globulitos en el interior de los gusanos enfermos; glóbulos sólo visibles al microscopio.

Gernez fue enviado al norte de Francia para estudiar los gusanos de seda de Valenciennes, y Pasteur, sin una razón bien determinada, le escribió recomendándole repitiese allí el experimento que había fracasado anteriormente.

Gernez tenía unas cuantas carnadas de gusanos y la convicción, además, independiente del criterio de su maestro, que los globulitos en cuestión eran seres vivos, parásitos, asesinos de los gusanos de seda.

Escogió cuarenta gusanos en buen estado de salud y los alimentó con hojas de morera buenas y sanas que no habían sido utilizadas por gusanos enfermos. Estos gusanos tejieron veintisiete capullos hermosos y en las mariposas que de ellos salieron no encontró glóbulos. Manchó otras hojas con mariposas enfermas machacadas y las dio a comer a los gusanos nacidos el día anterior, gusanos que vivieron una muerte lenta, y cubrieron de motitas negras y tenían los cuerpos llenos de glóbulos subdivisibles. Con más hojas manchadas con mariposas machacadas alimentó gusanos que se disponían a tejer sus capullos, y así lo hicieron; pero las mariposas a que dieron vida estaban plagadas de glóbulos y se malograron los gusanos procedentes de sus huevos.

Gernez fue presa de gran agitación, que aumentó cuando fas noches que pasó pegado al microscopio, le mostraron que los glóbulos aumentaban enormemente en número a medida que los gusanos caminaban a la muerte.

Los globulitos están vivos, son parásitos, son los que hacen enfermar a los gusanos.

Tuvieron que transcurrir seis meses para que Pasteur quedara convencido de la razón que asistía a Gernez pero al fin, cuando lo estuvo, retornó a su antigua tarea y volvió a reunir al Comité.

Los pequeños corpúsculos no son sólo señal de la enfermedad, sino también la causa.

Los globulitos están vivos, se multiplican, se infiltran por todas partes del cuerpo de las mariposas.

En aquellos días sufrió un ataque de hemorragia cerebral que le puso a las puertas de la muerte: pero al enterarse de que habían sido suspendidas las obras de su nuevo laboratorio, acabó de espera la muerte, se puso furioso y decidió seguir viviendo .Quedó paralítico de un lado, pero se dedicó a leer con todo ardor el libro del doctor Smiles

CAPITULO IV

ROBERTO KOCH

EL PALADÍN CONTRA LA MUERTE.

En los asombrosos y sensacionales años que transcurrieron entre 1860 y 1870, en tanto Pasteur se dedicaba a salvar la industria del vinagre, maravillando a reyes y pueblos, mientras diagnosticaba las enfermedades de los gusanos de la seda, un alemán miope, serio y de baja estatura, estudiaba medicina en la Universidad de Gotinga. Se llamaba Roberto Koch. Era buen estudiante, pero soñaba con cacerías de tigres mientras atasajaba cadáveres. Memorizaba a conciencia los nombres de cientos de huesos y músculos, pero el lamento imaginario de las sirenas de los barcos que partían rumbo a Oriente le hacían olvidar aquella jerga de latín y griego.

El sueño de Koch era ser explorador, o médico militar para ganar Cruces de Hierro, o por lo menos médico naval para tener la oportunidad de visitar países remotos; pero, después de recibirse, tuvo que hacer su internado en el poco interesante manicomio de Hamburgo. Ocupado en atender a los locos furiosos y a los idiotas incurables, difícilmente podrían llegar a sus oídos los ecos de las profecías sobre la existencia de seres tan terribles como los microbios asesinos.

Parecía que su destino sería el de consolar enfermos y la también encomiable tentativa de salvar la vida de los moribundos, cosa que, naturalmente, no conseguía en la mayoría de los casos, Emma, su mujer, estaba muy satisfecha con su situación, y se sentía orgullosa cuando su marido ganaba veinte pesos en dos días de mucho trabajo.

Pero Roberto Koch estaba inquieto; como se suele decir: iba tirando. La pasaba de un pueblo aburrido a otro aún menos interesante, hasta que por fin llegó a Wollstein, en la Prusia Oriental, donde Frau Koch, para festejar el vigésimoctavo cumpleaños de su marido, le regaló un microscopio para que se distrajera.

Podemos imaginarnos a aquella buena mujer diciendo:

Quizá con esto se distraiga Roberto de lo que llama su estúpido trabajo.

Tal vez le proporcione alguna satisfacción, ya que siempre está mirándolo todo con esa vieja lupa que tiene.

Estas eran las amargas reflexiones que Koch expresaba a su mujer, quien se sentía molesta y desorientada, pues pensaba que lo único que a un médico joven le incumbía era poner en práctica el caudal de conocimiento adquiridos en la Facultad.

¡Qué hombre aquel! ¡Nunca estaba satisfecho!

Pero Koch tenía razón, pues, en realidad, ¿qué es lo que sabían los médicos sobre as misteriosas causas de las enfermedades? A pesar de su brillantez, los experimentos de Pasteur nada probaban acerca del origen y la causa de los padecimientos de la Humanidad.

Tenían muy presente las fechas que en 1873 los médicos más eminentes no ofrecían mejor explicación del origen de las enfermedades que la que pudieran dar los ignorantes rusos que enganchaban a las viudas del pueblo en los arados.

Cuando Pasteur predicó en París que no pasaría mucho tiempo sin que se descubriera que los microbios eran los asesinos de los tuberculosos,

El carbunco era por aquel entonces una enfermedad misteriosa, que traía preocupados a los campesinos de toda Europa: unas veces arruinaba a un próspero ganadero poseedor de mil ovejas, y otras, solapadamente, mataba una vaca único sostén de una pobre viuda.

No disponía Koch para sus observaciones de tanto tiempo libre como Leeuwenhoek, pues tenía que aprovechar los ratos perdidos entre extender una receta para un niño que berreaba con dolor de tripas y sacar una muela a un lugareño. En estos momentos, frecuentemente interrumpidos, ponía gotas en la sangre negra de vacas muertas de carbunco, entre dos láminas de cristal muy delgadas y perfectamente limpias; un día, al mirar por el microscopio, vio entre los diminutos glóbulos verdosos a la deriva, unas cosas extrañas, que parecían bastoncitos cortos y, poco numerosos, que flotaban agitados por un ligero temblor, entre los glóbulos sanguíneos; otras veces aparecían engarzados, sin solución de continuidad, dando la sensación de largas fibras mil veces más tenues que la seda más fina.

Otros hombres de ciencia. Davaine y Rayer, en Francia, habían visto las mismas cosas en la sangre de las ovejas muertas, y habían dicho que aquellos bastoncitos eran bacilos, gérmenes vivos, causa real e indudable del carbunco: pero no pudieron demostrarlo, y nadie en Europa, excepto Pasteur, lo creyó. Pero a Koch no le interesaba de un modo especial lo que pensasen los demás acerca de aquellos filamentos y bastoncitos presentes en la sangre de las ovejas y vacas víctimas del carbunco; las dudas y las risas de los demás no le causaban impresión, y los entusiasmos de Pasteur tampoco le hicieron sacar conclusiones precipitadas.

Y entonces, cosa curiosa, dejó de estudiar anímales enfermos, y se dedicó a los que estaban perfectamente sanos.

Un día encontró un procedimiento seguro para contagiar el carbunco a los ratones; carecía de jeringuillas para inyectarles sangre envenenada; pero después de muchos tanteos, de lidiar buen número de ratones y de muchas maldiciones cogió una astillita de madera, que limpió cuidadosamente y calentó en el horno, para matar todos los microbios que accidentalmente pudiera tener, la mojó en sangre, de ovejas muertas de carbunco, sangre repleta de aquellos filamentos y bastoncitos inmóviles y misteriosos, y después, sin que sepamos cómo se las compuso para sujetar al inquieto ratón, con un bisturí le hizo, en la base de la cola, un corte bien limpio, en el que insertó delicadamente la astillita empapada en sangre. Colocó el ratón en una jaula aparte, se lavó las manos y, en un estado de ensimismamiento consciente, se fue a ver lo que le pasaba a un niño enfermo.

Así era la vida de Koch.

A la mañana siguiente, entró Koch en su laboratorio casero, y lo encontró boca arriba tieso con los pelos de punta y su blancura de ayer convertida en un azul plomizo, y las cuatro patas apuntando al cielo.

Calentó los bisturís, sujetó el animal a una tabla, para hacerle la disección, y le extrajo el hígado y los pulmones, registrando de paso los rincones.

Con un bisturí bien limpio y calentado abrió el bazo y puso sobre un portaobjetos una gota del líquido negruzco que exudaba.

Paso un rato murmuro entre si y dijo:

Aquí están los bastoncitos y los filamentos, tan abundantes en el cuerpo de este ratón como en la gota de sangre que utilicé ayer para empapar la astillita.

Con gran alegría vio Koch que había conseguido contagiar la enfermedad de las ovejas, de las vacas y de las personas, a un animal como un ratón, tan barato de adquirir y tan fácil de manejar; durante un mes su vida se redujo a la monótona tarea de sacar una gota de sangre del bazo de un ratón muerto, empapar en ella una astilla bien limpia, e insertarla en el corte practicado en la raíz de la cola de otro ratón sano, para encontrar al día siguiente que había muerto de carbunco el animal inoculado la víspera. Y cada vez el microscopio le revelaba en la sangre del animal muerto miríadas de aquellos bastoncitos y enredados filamentos: aquellos filamentos inmóviles de una milésima de milímetro de largo, que nunca logró descubrir en la sangre de los animales sanos.

Estos filamentos tienen que estar vivos pensaba Koch.

La astillita que introduje ayer en este ratón contenía una gota de sangre con unos cuantos cientos de bastoncitos, que se han convertido en miles de millones tan sólo en veinticuatro horas, el tiempo preciso para que el animal enferme y muera.

Konch se preguntaba como observaría estos bastoncitos dentro del ratón para dar lugar a los filamentos

Voy a intentar la multiplicación de estos filamentos en algo que se parezca lo más posible a la substancia de que está hecho el cuero de un animal, algo que sea como la materia viva murmuró Koch, y para ello puso un pedacito de bazo de ratón muerto, del tamaño de la punta de un alfiler, en una gota de humor acuoso de ojo de buey.

Con sus propias manos construyó una estufa de cultivo rudimentaria, calentada por una lamparilla de aceite. En este aparato improvisado colocó dos láminas de cristal, entre las cuales había puesto la gota de humor acuoso de ojo de buey; a altas horas de la noche, metido ya en la cama, pero desvelado, se levantaba para bajar un poco la mecha de la humosa lamparilla de su estufa de cultivo, y, en lugar de volverse a acostar, examinaba una y otra vez al microscopio la preparación que aprisionaba los diminutos bastoncitos.

Y un día se le ocurrió, de repente, un procedimiento facilísimo, tontamente sencillo, para ver cómo se desarrollaban los bastoncitos.

Voy a ponerlos en una gota pendiente, a la que no tengan acceso los demás

Microbios

Durante cada uno de los ocho días que duró el escalofriante experimento. Koch repitió el milagro de hacer que apareciera un millón de bacilos donde antes sólo existían unos cuantos; sembró una pequeña fracción de la gota pendiente pletórica de bastoncitos, en otra gota de humor acuoso, y siempre comprobó que los escasos bastoncitos existentes en un principio se multiplicaron hasta llegar a ser millones.

He obtenido ocho generaciones de bacilos; sin necesidad de la presencia de cuerpo animal alguno; los he obtenido puros, separados de toda otra especie microbiana. En esta octava gota pendiente no queda nada de tejido enfermo ni rastro del bazo del ratón muerto, sólo hay en ellas los hijos de los bacilos que mataron a l ratón. Si inyecto estos bacilos en un ratón, en una oveja, ¿seguirán multiplicándose? estos filamentos ¿son realmente la causa del carbunco?

Los bacilos del carbunco, tan poco resistentes, que mueren con tanta facilidad en el portaobjetos, ¿cómo pasan de los animales enfermos a los sanos? Entre los ganaderos y veterinarios de toda Europa circulaban varias explicaciones supersticiosas en relación con el carbunco, creencias extrañas respecto al misterioso! poder de esta plaga, siempre pendiente sobre los rebaños, como una espada cruel e invisible. ¡Era una enfermedad demasiado horrible para que su causa fuese un pequeñísimo bacilo de una milésima de milímetro de largo!

Entonces, ¿qué es lo que los conserva vivos en los campos, mientras que en el espacio de dos días mueren sobre las láminas de cristal? se preguntaba Koch.

Hasta que un día, merced al microscopio, asistió a un espectáculo curioso, a una extraña transformación de los microbios, que le dio la clave del misterio. Koch, sentado en un taburete en su minúsculo laboratorio del este de Prusia, halló la solución del enigma que convertía en lugares malditos las praderas y las montañas de Francia. Durante veinticuatro horas había conservado una gota pendiente a la temperatura del cuerpo del ratón, pensando encontrarla llena de hermosos filamentos.

Los contornos de los filamentos se habían vuelto borrosos y cada uno de ellos estaba tachonado en toda su longitud de pequeños óvalos, que brillaban como cuentas de vidrio, infinitamente minúsculas; cuentas dispuestas a lo largo de los filamentos como una sarta de perlas.

Al observar de nuevo con todo cuidado, comprendió que las cuentas brillantes estaban dentro de los filamentos. Los bacilos se habían convertido en aquellas perlas.

Secó la gota pendiente y la puso a un lado; al cabo de un mes o cosa así volvió, por casualidad, a examinarla al microscopio; allí seguían las extrañas sartas de perlas, tan brillantes como el primer día. Entonces se le ocurrió un experimento: tomó una gota de humor acuoso de ojo de buey y la colocó sobre la mancha seca que habían dejado los bacilos convertidos en cuentas. La sorpresa que le causó ver cómo las cuentas volvían a convertirse en bacilos ordinarios y más tarde en largos filamentos casi le desvaneció.

Estas curiosas perlas brillantes han vuelto a convertirse en bacilos ordinarios de

Carbunco exclamó Koch. Las cuentas deben ser esporas de los microbios, esa forma tan resistente que les permite soportar el frío, el calor y la sequedad. Así debe ser cómo el microbio del carbunco se mantiene vivo en los campos, transformándose en esporas.

Estamos, ya en 1876. Koch tenía treinta y cuatro años cuando salió, por fin, del destierro de Wollstein para contar al mundo, tartamudeando un poco, que había logrado demostrar que los microbios eran la causa de las enfermedades. Empaquetó el microscopio y unas cuantas gotas pendientes en sus cavidades de cristal, y llevando, además, una jaula con varias docenas de ratones blancos, tomó el tren para Breslau: iba a exhibir los microbios del carbunco, a decir cómo mataban a los ratones, a exponer la extraña manera que tenían de convertirse en esporas: quería hacer ver todas estas cosas al viejo Cohn, profesor de Botánica en la universidad, que algunas veces le había escrito cartas animándole a proseguir sus investigaciones.

El profesor Cohnheim, uno de los hombres más entendidos de Europa en cuestión de enfermedades, no pudo contenerse por más tiempo, y salió corriendo del salón hacia su laboratorio del profesor koch y dijo ese hombre a descubierto algo muy importante

Es un gran descubrimiento, precioso, sencillísimo. Koch no es ni profesor siquiera; nadie le ha enseñado a investigar; todo, absolutamente todo, lo ha hecho él solo; no queda nada por hacer.

En esta noche memorable Robert Koch mostró al. Mundo el primer paso dado hacia el cumplimiento de la profecía de Pasteur, aquella profecía que había parecido una alucinación, y finalmente, como sí sus experimentos hubieran dejado ya enteramente convencidos a sus oyentes, les dijo:

Los tejidos de animales muertos de carbunco, bien estén frescos, putrefactos, secos o tengan un año de antigüedad, sólo pueden producir el carbunco si contienen bacilos o esporas de éstos. Ante este hecho probado, hay que desechar toda duda de que no sean estos bacilos los causantes del carbunco. Y terminó contando a su auditorio suspenso, cómo se podía combatir la terrible plaga, cómo sus experimentos le habían enseñado el modo de aniquilarla.

Koch cuando llego a su pueblo nadie le creía y nadie lo iba a ver derrotado, tuvo

que regresar a Wollstein, y allí, entre 1878 y 1880, hizo grandes progresos en bacteriología, espiando y siguiendo la pista a los extraños seres subdivisibles que infeccionan mortalmente las heridas de los hombres y de los animales, aprendió a teñir con diferentes substancias colorantes toda clase de microbios, consiguiendo se destacara claramente hasta el más pequeño de éstos, y de un modo misterioso ahorró dinero bastante para comprar una cámara fotográfica que adaptó al microscopio, y aprendió a sacar fotografías de los microbios, sin tener maestro que le enseñase.

El dijo que con las fotografías no solo una persona las vería como con el microscopio y a si podrían dar su punto de vista.

Así fue cómo Koch empezó a tratar de poner orden en la microbiología, ciencia infantil que hasta entonces había tenido tanta de vana palabrería como de busca de conocimientos.

Entretanto, sus amigos de Breslau no le habían olvidado, y en 1880 fue llamado por el Gobierno alemán para formar parte, en calidad de agregado especial, del

Departamento Imperial de Sanidad; le dieron un hermoso laboratorio con una riqueza de aparatos como nunca pudo soñar, dos ayudantes y dinero suficiente para poder pasar dieciséis o dieciocho horas diarias entre colorantes, tubos y conejillos de Indias.

Entonces el observo con una papa y observo diversas tipos de manchas en ella y saco todo su material para observar esos microbios.

Cada una de estas manchitas es un cultivo puro de un especie bien definida de microbios; es una colonia pura de una sola especie microbiana. ¡Qué cosa tan sencilla!

Cuando caen los gérmenes del aire en los caldos de cultivo que venimos empleando, se entremezclan las diversas especies; pero cuando caen sobre la superficie sólida de una papa, cada uno tiene que permanecer en el lugar donde ha caído, se queda adherido y allí se multiplica, convirtiéndose en millones de microbios de la misma especie y absolutamente puros.

Koch se puso a trabajar; lo hacía todo con un sistema tan metódico, que produce escalofríos cuan? do se leen sus trabajos científicos. Obtuvo el primer material tuberculoso de un obrero de treinta y seis años, hombre vigoroso que tres semanas antes gozaba de perfecta salud; de pronto empezó a toser, a sentir ligeros dolores en el pecho, a parecerle que el cuerpo se le deshacía materialmente. El pobre hombre murió a los cuatro días de haber ingresado en el hospital, acribillado de tubérculos, con todos los órganos salpicados de motas amarillo-grisáceas, del aspecto de los granos de mijo.

Día tras día se dedicó Koch a teñir de pardo, de azul, de violeta, de casi todos los colores del arcoíris, el material procedente del obrero muerto

Una mañana sacó los portaobjetos del baño colorante y, los examinó al microscopio; al enfocar surgió una visión extraña de la niebla gris: masas curiosas del bacilos sumamente delgados, teñidos de azul y tan tenues, que no podía hacer conjeturas acerca de su tamaño, pero que tenían una longitud inferior a una milésima de milímetro. Todos aquellos pobres animalitos encontró Koch los mismos tubérculos siniestros, de color gris amarillento que habían llenado el cuerpo del obrero muerto:

Ensayando todas las combinaciones posibles que se le ocurrían, se dedicó Koch a intentar el cultivo de los bacilos en gelatina de caldo de carne puro: preparó una docena de medios nutritivos, diversos, mantuvo los tubos de cultivo a la temperatura del laboratorio, a la del cuerpo humano y a la de la fiebre

Un buen día se dio cuenta Koch, de repente, del motivo de sus fracasos.

Tengo que preparar un medio nutritivo que se asemeje todo lo más posible a la substancia de que está compuesto un ser vivo.

Y así fue como Koch inventó su famoso medio de cultivo: la gelatina de suero sanguíneo, para aquellos microbios que son demasiado remilgados para reproducirse

en medios nutritivos corrientes.

Cualquier otro que no hubiera sido Koch, habría tirado aquellos tubos causantes de tanta desilusión.

Entonces se dio cuenta de que en el árido camino de su aventura había llegado a un lugar grato y acogedor: allí estaban en miríadas incontables los mismos bacilos, los bastoncitos retorcidos que había descubierto en un principio en los pulmones del obrero víctima de la tuberculosis.

Trajo al laboratorio tortugas, golondrinas, cinco sapos y tres anguilas, para inyectarles sus preciados microbios días después los cuerpos estaban convertidos en un semillero de tubérculos.

Si doscientos años antes hubiese hecho el viejo Leeuwenhoek un descubrimiento tan trascendental como éste, habrían tenido que transcurrir meses para que la Europa del siglo XVII se enterase de las novedades; pero en 1882, la noticia de que Koch había descubierto el microbio de la tuberculosis doctor Fehleisen; salido del laboratorio de Koch encontró un curioso microbio en forma de bola engarzado a sus hermanos en cadenas semejantes a las cuentas de un rosario y que procedía de trozos de piel arrancados a enfermos de erisipela, llamada por otro nombre: Fuego de San Antonio. Basado en la teoría de que un ataque de erisipela podía curar el cáncer, ¡pretextos de un loco! Fehleisen inyectó millones de estos microbios, conocidos ahora con el nombre de estreptococos, a algunas personas atacadas de cáncer y sin esperanza de salvación. Pocos días después todos aquellos enfermos, tomados como animales experimentales, enrojecieron con el Fuego de San

Antonio, y algunos se agravaron tanto que estuvieron a punto de morir. Así fue como este loco demostró su tesis: que los estreptococos son la causa de la erisipela. Otro discípulo de Koch, el doctor Garre, de Basilea, héroe actualmente olvidado, se frotó con toda serenidad un brazo con el contenido de los tubos enteros de otra especie microbiana que, según Pasteur, era la causante de los forúnculos.

Entretanto, ya a fines de 1882 el descubridor del bacilo de la tuberculosis empezó a olfatear el rastro de uno de los microbios más delicados, de los más fáciles de matar y, sin embargo, el más terriblemente salvaje de todos ellos. El cólera asiático había llamado a las puertas de Europa en 1883; escapado de sus escondrijos en la India, se había deslizado a través de mares y desiertos de arena hasta llegar a Egipto, y repentinamente estalló en Alejandría una epidemia mortífera, que causó pánico en la Europa mediterránea. El silencio del miedo reinaba en las calles de Alejandría; el virus asesino se infiltraba por la mañana en hombres rebosantes de salud, les hacía retorcerse por la tarde en los espasmos de una agonía atormentadora y por la noche estaban ya fuera de las garras de todo sufrimiento.

Entonces dio comienzo una carrera entre Koch y Pasteur, es decir, entre Francia y

Alemania, para descubrir el microbio productor de aquel cólera, que iluminaba, amenazador, el horizonte, Koch y Graffky partieron a Berlín armados de microscopios y con un verdadero parque zoológico; Pasteur, ocupadísimo en aquellos momentos con la conquista del misterioso microbio de La hidrofobia, envió al brillante y fervoroso

Emilio Roux y al silencioso Thuillier, el más joven de todos los cazadores de microbios de Europa.

Koch y Graffky trabajaron sin acordarse de comer ni de dormir, haciendo en locales horribles la disección de los cadáveres de egipcios víctimas del cólera,

Koch y Graffky hacían ya sus preparativos para regresar a Berlín cuando, una mañana, un azorado mensajero les dio la siguiente noticia:

El doctor Thuillier, de la Comisión francesa, ha muerto de cólera.

Koch y Pasteur se odiaban con toda sinceridad y pasión, como buenos patriotas que eran, pero en esta ocasión los dos germanos fueron a ver al atribulado Roux para darle el pésame y ofrecerle sus servicios.

Koch se apresuró a regresar a Berlín, llevando unas cajas misteriosas con preparaciones teñidas con poderosos colorantes; preparaciones que encerraban un curioso microbio de la misma forma de una coma. Koch presentó un Informe al

Ministerio del Interior, en el que decía:

En todos los casos de cólera he encontrado el mismo microbio; pero no he podido comprobar que sea el causante. Envíeme usted a la India, en donde siempre hay cólera latente, pues lo que hasta ahora he descubierto justifica esta petición mía.

Koch encontró su bacilo coma en cada uno de los cuarenta cadáveres que examinó; descubrió el mismo bacilo, puro, en gelatina de caldo de carne, y una vez que lo tuvo aprisionado en los tubos, estudio las costumbres de esta planta microscópica y mal intencionado

Koch regresó, por fin. a Alemania, y fue recibido como si fuera un general que retorna victorioso de la guerra. El cólera no nace jamás espontáneamente— dijo a un auditorio formado por sabios médicos—; ningún hombre sano puede ser atacado por el cólera, a no ser que ingiera el bacilo coma, y éste sólo puede proceder de sus iguales; no puede ser engendrado por ninguna otra cosa ni surgir de la nada. Y sólo puede desarrollarse en el intestino del hombre o en aguas contaminadas, como las que existen en la India.

Gracias a las valientes investigaciones de Koch, Europa y América no tienen ya que temer las incursiones devastadoras de estos asesinos de oriente, microscópicos pero terribles.

Koch recibió de las propias manos del emperador de Alemania la Orden de la

Corona, con Estrella; pero a pesar de esto, siguió usando sombreros provincianos.

CAPITULO V PASTEUR Y EL PERRO RABIOSO

No hay que pensar que Pasteur consintió que la conmoción creada por Koch y sus pruebas sensacionales oscurecieran su fama y su nombre. Por aquella época, en la década de 1870, las maternidades de Paris eran unos verdaderos focos de infección, de cada 19 mujeres que entraban al hospital, moría una. Uno de estos hospitales en donde habían muerto tantas madres era llamado la Casa del Crimen. Esta enfermedad que mataba a las mujeres era conocida como fiebre puerperal, y Pasteur descubrió que los microbios de esta enfermedad eran transmitidos a las mujeres sanas mediante los médicos; descubrió además que el microbio tenia la forma de una cadena de pequeños círculos. Como Pasteur desconocía mucho acerca de la medicina, nombro como ayudantes suyos a tres jóvenes médicos rebeldes a las anticuadas teorías medicas: Joubert, Roux y Chamberland. Ellos le explicaron el mecanismo interior de los animales y lo enseñaron a trabajar con conejos y conejillos de indias. Pasteur descubrió también que las lombrices de tierra eran las que llevaban a la superficie los bacilos del carbunco, que existen en los cadáveres de animales enterrados a profundidad. Observo que los bacilos inofensivos del aire exterminaban dentro de un matraz a los bacilos del carbunco. Pensó que si los mataban en un matraz también lo podían hacer dentro de un cuerpo; realizo numerosos experimentos que consistían en inyectar primero bacilos de carbunco a los conejillos de indias y enseguida, billones de microbios inofensivos. En uno de sus experimentos, inyecto a varias vacas y todas murieron, menos 2, que sufrieron un fuerte ataque de carbunco y se recuperaron, luego les inyectó cinco gotas del cultivo más virulento y espero, pero con gran sorpresa vio que nos les pasaba nada. Generalizó esta experiencia: una res que ha tenido carbunco y se recupera, no hay otro microbio en el mundo que le produzca otro ataque, esta

Inmunizada.

También fue el primero que en un caldo de carne de gallina obtuvo cultivos del microbio del cólera de gallina. Encontró la manera de enfermar a un animal ligeramente, tan ligeramente que pudiera recuperarse, lo único que tenia que hacer era dejar envejecer el cultivo virulento en los matraces; al envejecer, los microbios perdían fuerza y enfermaban solo levemente a las gallinas y cuando estas se curaban podían soportar todos los microbios del mundo, había hallado una vacuna.

¿Qué llevó a Pasteur a tratar de descubrir el microbio de la rabia? Es un misterio. Tal vez debió ser su alma de artista, de poeta, lo que lo impulso en esta difícil y peligrosa caza. En la saliva de un niño muerto de hidrofobia descubrió un microbio inmóvil y extraño al que le dio el nombre de microbio en forma de ocho. Creía que este microbio pudiera tener algo que ver con la hidrofobia, pero al poco tiempo se dio cuenta de que este microbio se encontraba también en la boca de muchas personas sanas. Un día llevaron al laboratorio un perro rabioso y con gran riesgo lo introdujeron en una jaula donde había varios perros sanos para que los mordiera. Extrajeron baba del animal y se la inyectaron al los conejillos de indias y esperaron a que los síntomas hicieran su aparición. Un buen día Pasteur tuvo una pequeña idea: debía poner el virus de la rabia en el cerebro de los animales para que de ahí atacara al sistema nervioso. Su asistente Roux tomo un perro sano, lo anestesió y le hizo un pequeño agujero en la cabeza, en una jeringa puso una pequeña cantidad de cerebro machacado de un perro recién muerto de rabia y por el agujero lo introdujo y suavemente inyecto la sustancia. Como era de esperar a las dos semanas el perro comenzó a presentar los síntomas y a aullar lastimosamente. La única prueba que tenia de la existencia del microbio de la rabia, era la muerte de los conejos inoculados, y los espantosos aullidos de los perros inyectados. Y un día sensacional uno de aquellos perros inoculados con la sustancia procedente del cerebro virulento de un conejo, dejo de ladrar, de temblar y se restableció por completo. A las pocas semanas inyectaron en su cerebro una dosis más virulenta y nunca se presentaron los síntomas. Finalmente dieron con una manera de atenuar el feroz virus de la rabia, poniendo a secar e un matraz esterilizado, durante catorce días, un pequeño fragmento de medula espinal de un conejo muerto de rabia, después lo inyectaron en perros sano y estos no murieron. Al principio Pasteur pensó inyectar el virus debilitado de la rabia a todos los perros de Paris, pero se dio cuenta de que era imposible; se le ocurrió una mejor idea: inyectaría a las personas que hubieran sido mordidas por perros rabiosos, de esta forma la persona quedaría inmunizada. Pero aun no se atrevía a probarla con humanos, pues con un error podía matar a alguien. El momento decisivo fue una tarde cuando una madre afligida llego a decirle que vacunara a su hijo, que estaba muy enfermo. Y Pasteur en compañía de dos médicos procedió a vacunarlo. Y así la tarde del 6 de julio de 1885 fue aplicada a un humano la primera vacuna antirrábica. El niño regreso sano a su casa. Por el laboratorio empezó a desfilar gente de todos los países, personas mordidas que pedían la milagrosa vacuna de Pasteur. Murió en 1895, en Villeneuve, en las afueras de Paris, en una modesta casa próxima a las perreras donde guardaba sus perros rabiosos.

CAPITULO VI ROUX Y BEHRING

Masacre de conejillos de Indias.

La matanza de tantos conejillos de indias fue para salvar la vida de miles de niños. En 1888 Emilio Roux, el ayudante de Pasteur, en poco tiempo descubrió que el bacilo de la difteria segrega un veneno extraño y poderoso, que basta para matar miles de perros. Emilio Behring, discípulo de Koch, descubrió en la sangre de los conejillos de indias un poder extraño que volvía inofensivo el veneno de la difteria. Roux escarbaba brutalmente en los bazos de niños muertos de difteria. Behring, en la oscuridad de su ignorancia, daba con hechos desconocidos. Era por mil ochocientos ochenta y tantos, y la difteria se encontraba en uno de sus periodos más sanguinarios. En los hospitales miles de niños morían. Roux se dispuso a buscar el modo de que la difteria desapareciera de la tierra, en una cruzada llena de pasión y determinación. E hizo un descubrimiento maravilloso. Encontró un bacilo en forma de masa, lo cultivo en matraces y empezó a efectuar practicas en animales. Dio con una prueba: el caldo de cultivo diftérico paralizaba a los conejos. A los pocos días de inyectarlos observaba que empezaban a arrastrar las patas y finalmente morían de una parálisis horrible. Pensaba que los bacilos segregaban un veneno en el caldo, igual que lo hacían en la garganta de los niños. En unos matraces puso caldo esterilizado y sembró cultivos puros de bacilo de difteria, colocándolo después en el horno del cultivo. Pasados cuatro días trato de separar los microbios desarrollados en el caldo. Pero lo que él creía que contenía veneno no mato a ninguno de los conejillos. Hizo un nuevo intento: inyecto dosis más elevadas de aquel bebedizo a los animales pero todo era sin ningún resultado, ya que ahí no había veneno. Un día inyecto una cantidad treinta veces mayor y a las 48 horas se les encrespo el pelo y empezaron a respirar con dificultad. Cinco días después habían muerto, y fue así como descubrió la toxina de la difteria. Hasta ahí llego, pudo explicar como la difteria mata a los niños pero no pudo impedirlo. Mientras tanto, en Berlín, Augusto Behring, trabajaba en el laboratorio de Koch. Aplico a varios conejillos de indias una dosis mortal de bacilos de difteria, a las seis horas les inyecto tricloruro de yodo. Y una mañana al llegar al laboratorio encontró a los conejillos en pie, estaban horriblemente flacos pero estaban mejor de la difteria. El tricloruro les causaba horribles quemaduras en la piel. Después de mucho pensarlo se pregunto si estos animales habrían quedado inmunes contra la difteria. Les inyecto una dosis enorme de bacilos de difteria y la resistieron. Pero seguía manteniendo que la sangre era la savia más maravillosa que corría por los seres vivos. Con una jeringuilla les saco un poco de sangre a los conejillos inmunizados y la dejo reposar en tubos hasta que se separo de los glóbulos rojos el suero transparente y color pajizo. Utilizando una diminuta pipeta, extrajo cuidadosamente el suero y lo mezclo con cierta cantidad de bacilos de difteria. Al observar al microscopio vio que se multiplicaban. Y pensó que lo único que destruía el veneno de la difteria era el suero de los animales inmunizados. Empezó a inyectar bacilos de difteria, toxina difteria y tricloruro de yodo a conejos, ovejas y perros, con el fin de convertir aquellos cuerpos en fábricas de suero curativo, al que llamo antitoxina. Tuvo éxito y en poco tiempo, disponía de ovejas inmunizadas, de las que extraía el suero. Inyecto a varios conejillos con pequeñas dosis de suero de oveja inmunizada y al día siguiente les aplico la difteria, era maravilloso: no les ocurría nada. Solo existía un punto vulnerable en su experimento, el suero no era duradero. A finales de 1891, muchos niños morían de difteria en Berlín. Durante la noche buena se le aplico el suero a un

niño que se debatía desesperado. Los resultados parecían milagrosos, las grandes fábricas alemanas se dedicaban a producir el suero empleando rebaños de ovejas. A pesar del tratamiento, muchos niños seguían muriendo, aunque en número menor al anterior. Entonces volvió Roux al ataque. Descubrió la manera de inmunizar caballos, los que no morían y proporcionaban muchos litros de antitoxina. Roux desde un principio creyó que la antitoxina salvaría a los niños de la difteria. Preparó sus jeringas y sus frascos de suero, en el transcurso de los siguientes 5 meses todos los niños que ingresaban al hospital, recibían una buena dosis de antitoxina diftérica. Las caras pálidas y plomizas casi habían desaparecido de las salas. Los niños estaban alegres y animados

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