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Constituciónal

gaai80040515 de Octubre de 2012

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La jurisdicción constitucional y el derecho comparado.

(Prólogo a Groppi, Tania y Meoli, Chiara, Las grandes decisiones de la Corte Constitucional italiana, México, SCJN, 2008, LII-337 pp.)

Miguel Carbonell *

1. Introducción: ¿porqué comparar?

Distintos procesos de consolidación democrática en todo el mundo han ido alumbrando en los últimos años un renovado aparato institucional y normativo cuyos fines primordiales retoman la ilusión del pensamiento ilustrado: dividir al poder para preservar la libertad, según la afortunada concepción de Montesquieu. Se trata de una adaptación moderna de lo que con gran lucidez afirmaba ya el famoso artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789: las Constituciones (el orden jurídico en su conjunto, podríamos apuntar) deben servir para establecer la división de poderes y garantizar los derechos fundamentales. Ese es todavía el propósito de los más recientes cambios constitucionales, lo mismo en México que en el resto del mundo.

Ahora bien, ¿cómo imaginar los mejores arreglos institucionales para un determinado país? ¿cómo dar con las formas más idóneas de protección de los derechos fundamentales? En este punto hay que afirmar lo obvio: nada puede sustituir la experiencia histórica de cada nación; la historia y la experiencia adquirida son el faro que debe orientar cualquier reforma constitucional y cualquier renovación de los diferentes sectores que integran todo ordenamiento jurídico. Pero esa experiencia histórica puede ser alumbrada y correctamente dirigida si se toma en cuenta lo que han hecho otros países. Para tal efecto resultan indispensables las muchas lecciones que arroja el derecho comparado, incluso entendido en clave histórica.

La historia del constitucionalismo es, a la vez y sin que en ello haya contradicción alguna, nacional y global. Tomemos el caso, por ejemplo, de los catálogos de derechos fundamentales que aparecen en todos los textos constitucionales desde la ya citada Declaración francesa de 1789 y el Bill of Rights que se agrega a la Constitución de los Estados Unidos de 1787 a través de sus diez primeras enmiendas. Como es difícil convenir en que las declaraciones de derechos, tanto las internas de cada Estado como las internacionales, tienen un tronco común y responden a una tradición filosófica bien definida (lo que no excluye que pueda haber una multiplicidad de planteamientos en su interior, algunos de ellos incluso contradictorios).

Los textos escritos que recogen a nivel constitucional los derechos tienen redacciones parecidas; se toman prestados no solamente los conceptos sino también las palabras, la forma de enunciar los derechos. Por ejemplo, no es posible entender hoy en día el significado de la libertad religiosa que está recogida en el artículo 24 de la Constitución mexicana sin comprender las raíces de las luchas que llevaron a la separación entre la Iglesia y el Estado y a la secularización progresiva de la sociedad. Los esfuerzos que a partir del siglo XVI emprendieron personajes como Roger Williams y que luego fueron continuados por generaciones, son la causa remota de las contemporáneas sentencias de la Corte Suprema de los Estados Unidos en asuntos tan importantes como el derecho de objeción de conciencia para no prestar el servicio militar o para no acudir a un llamado del ejército, así como sobre la relación que debe haber entre los niños que profesan la religión de los Testigos de Jehová y las autoridades de las escuelas públicas. ¿Cómo juzgar hoy en día las leyes que prohíben la apertura dominical de los comercios o el matrimonio entre personas del mismo sexo sin tener en cuenta las reivindicaciones que durante décadas han realizado minorías religiosas o sexuales oprimidas?

Y lo mismo sucede en el continente europeo, donde en los últimos años se han debatido con intensidad los alcances que debemos dar al principio de laicidad del Estado, lo que tiene un evidente e inmediato efecto sobre la libertad religiosa, o al menos sobre lo que algunos grupos entienden que debe ser esa libertad. Así, por ejemplo, en Alemania se ha discutido si en las aulas de las escuelas públicas puede haber crucifijos y en Francia si es justificado expulsar de la educación básica a las niñas que utilicen símbolos religiosos ostensibles. En México se discute todavía si la reforma constitucional de 1992 al régimen jurídico de las iglesias fue suficiente o si debemos avanzar más para, por ejemplo, reconocer plenos derechos a los ministros de culto, para permitir que las iglesias sean concesionarias de medios de comunicación o para que dentro de la libertad religiosa se comprenda el derecho de recibir educación religiosa y la correlativa la obligación del Estado de impartirla en las escuelas públicas.

Si lo anterior parece dar cuenta de una cierta vocación de continuidad y de globalidad en los temas relacionados con los derechos fundamentales, también es cierto que cada carta constitucional responde, en buena medida, a un determinado contexto nacional [1]. ¿Cómo entender, si no, la mayor parte de lo que dispone el artículo 2 de la Constitución mexicana en materia de derechos de los pueblos y comunidades indígenas? ¿cómo se justifica que tengamos disposiciones en los artículos 27 y 28 constitucionales en relación al derecho de propiedad y a los alcances de la iniciativa privada que están completamente superadas en la mayor parte de las constituciones de nuestro tiempo? ¿qué es lo que explica que países modernos y con un amplio debate público, como Inglaterra o España, mantengan sistemas monárquicos, que parecen tan ajenos a la lógica del Estado constitucional y a los principios básicos de la igualdad de todos ante la ley y de la prohibición de las prerrogativas por nacimiento, cuyos antecedentes se remontan a la Revolución Francesa?

Lo que quiero decir es que la historia del Estado constitucional en su conjunto es una mezcla tanto de grandes corrientes de pensamiento y de una serie compartida de problemas (la distribución de poder, el lugar de la persona frente al Estado, los límites de la facultad de castigar, las relaciones entre los habitantes, los deberes hacia la comunidad, etcétera), como de circunstancias locales y de intereses concretos. Es importante tener en cuenta lo anterior para no pensar que se pueden descubrir, en materia constitucional, grandes novedades. Es muy difícil, en este campo, decir algo que no haya sido ya dicho antes. Pero por otra parte también hay que ser muy precisos al descifrar las claves históricas a las que responden, en cada caso, las constituciones del pasado y las de nuestro tiempo. Las tradiciones de cada país, la forma en que se conciben las relaciones entre los particulares y el Estado, la capacidad de integración supranacional de gobiernos y ciudadanos, entre otros muchos factores, tienen un peso evidente en el establecimiento y la garantía de los textos normativos supremos.

No olvidemos que la constitución de nuestro tiempo (y los derechos en ella contenidos) convive con el pasado, en ocasiones renunciando a su repetición -como lo demuestran las cláusulas de inmodificabilidad de las Constituciones alemana e italiana, destinadas a decir “nunca más” a experiencias como la vivida bajo el régimen nazi-fascista-, pero se constituye sobre todo como una aspiración de futuro, es decir, como una especie de “utopía concreta” para usar el concepto recordado por Jürgen Habermas o como una “carta de navegación” si recurrimos a la imagen que propuso Carlos S. Nino.

Es la misma idea que estaba presente en los esfuerzos que a finales del siglo XVIII dieron lugar a las primeras declaraciones de derechos: detener el tiempo y establecer un ideario social, escribir un “contrato social” que rigiera las relaciones entre poderes públicos y particulares desde entonces y por toda la eternidad, o por lo menos –según la versión de algunos pensadores como Jefferson en Estados Unidos- por el tiempo que durara una generación en el poder.

Tiene razón Hans-Peter Schneider cuando escribe que:

La Constitución posee, más bien, el carácter de un amplio modelo, es un modelo de vida para la comunidad política orientado hacia el futuro... y, por ello, siempre tiene algo de ‘utopía concreta’. De ello resulta la orientación finalista del Derecho constitucional con respecto a determinados pensamientos orientativos, directivas y mandatos constitucionales, que reflejan esperanzas del poder constituyente y prometen una mejora de las circunstancias actuales; es decir, que van más allá de registrar solamente las relaciones de poder existentes. Tales objetivos de la Constitución son la realización de una humanidad real en la convivencia social, el respeto de la dignidad humana, el logro de la justicia social sobre la base de la solidaridad y en el marco de la igualdad y de la libertad, la creación de condiciones socioeconómicas para la libre autorrealización y emancipación humana, así como el desarrollo de una conciencia política general de responsabilidad democrática. Estos contenidos de la Constitución, la mayoría de las veces, no están presentes en la realidad, sino que siempre están pendientes de una futura configuración política... la Constitución... se produce activamente y se transforma en praxis autónomamente en virtud de la participación democrática en las decisiones estatales [2].

Pero, ¿cómo dibujar en concreto esos elementos ideales que generen la “futura configuración política”? La respuesta puede ser variable,

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