TRADICION AUTORITARIA
destraba228 de Mayo de 2014
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La tradición autoritaria:
Violencia y democracia en el Perú
Alberto Flores Galindo∗
Los materiales de este ensayo proceden de una investigación realizada en la
Universidad Católica, como parte del proyecto titulado “Violencia y crisis de valores “,
coordinado por J. Klaiber S.J. Estas páginas recogen discusiones mantenidas con Rose
Mary Rizo Patrón y Liliana Regalado, entre otros. Desde luego no comprometo a ninguno de
los mencionados con mis conclusiones.
(Alberto Flores Galindo, 1986)
Este texto es un ensayo, género en el que se prescinde del aparato crítico para
proponer de manera directa una interpretación. Escrito desde una circunstancia particular y
sin temor por los juicios de valor, el ensayo es muchas veces arbitrario, pero en su defensa
cabría decir que no busca establecer verdades definitivas o conseguir la unanimidad; por el
contrario, su eficacia queda supeditada a la discusión que pueda suscitar. Es un texto que
reclama no lectores –asumiendo la connotación pasiva del término- sino interlocutores:
debe, por eso mismo, sorprender y hasta incomodar. El riesgo que pende siempre sobre el
ensayista es el de exagerar ciertos aspectos, y por consiguiente omitir matices, pasando por
alto ese terreno que siempre media entre los extremos: los claroscuros que componen
cualquier cuadro.
En este ensayo se quiere discutir las relaciones entre Estado y sociedad en el Perú,
buscando las imbricaciones que existen entre política y vida cotidiana. Lo habitual es
separar: convertir la realidad en un conjunto de segmentos.
Pareciera que no hay relación
alguna entre las relaciones familiares, los desaparecidos en Ayacucho y las prácticas
carcelarias. Pero una de las funciones de cualquier ensayo es aproximarse a la totalidad
encontrando lo que, mediante una expresión de la práctica psicoanalítica podríamos llamar
“conexiones de sentido”.
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En: Flores Galindo, Alberto, La tradición autoritaria: Violencia y democracia en el Perú, SUR. Casa de Estudios
del Socialismo-APRODEH, Lima, 1999. pp.21-73
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Un péndulo incierto
El 20 de setiembre de 1822, con las campanas que anunciaban a los habitantes de
Lima la instalación del primer Congreso Constituyente, se dio inicio a la vida republicana. El
país estaba en guerra. La sierra central y sur ocupadas por los realistas. La misma capital
amenazada. No sorprende entonces, que de 79 diputados, únicamente estuvieran presentes
51. La representatividad nacional de esa asamblea era cuando menos precaria: los
diputados de las provincias ocupadas consiguieron ser elegidos, como Antonio Colmenares
por Huancavelica, mediante votos de dudoso origen, reunidos entre los pocos provincianos
establecidos o de paso por Lima. Menos de un año después, una desastrosa campaña
militar y el malestar reinante entre tropas mal pagadas, echarían al traste cualquier proyecto
de establecer un orden jurídico: un ex conspirador y entonces caudillo en ciernes se amotina
contra el Congreso, no obstante lo cual será proclamado como primer Presidente del Perú.
José de la Riva Agüero, el personaje en cuestión, tampoco pudo
persistir en medio de los
trastornos y convulsiones acarreados por la revolución y la guerra: depuesto en noviembre
de 1823 y condenado a muerte por Bolívar, tuvo que marchar expatriado a Europa, de
donde regresaría años después convertido en acérrimo ultramontano.
Todos estos acontecimientos parecían confirmar el pesimismo de Bernardo de
Monteagudo, ministro de Guerra y Marina de San Martín, para quien el régimen republicano
resultaba inviable en el Perú. Monteagudo no pensaba en la carencia de una tradición
política o en la ausencia de vida pública durante los años coloniales, cuanto en las
abismales diferencias sociales y étnicas que hacían imposible la convivencia entre
peruanos. En sus Memorias sobre los principios políticos que seguí en la administración del
Perú (1823), escribía:
Las relaciones que existen entre amos y esclavos, entre razas que se detestan, y entre
hombres que forman tantas subdivisiones sociales, cuantas modificaciones hay en su color,
son enteramente incompatibles con las ideas democráticas.
El historiador Jorge Basadre ha querido ver en este texto uno de los antecedentes de
nuestra moderna reflexión sociológica. En efecto, nos invita a interrogamos sobre las bases
sociales de la democracia. El nuevo Estado se establece en una sociedad en la que no
existía vida pública. Tampoco ciudadanos. En esas circunstancias la disyuntiva parecía ser
orden o anarquía: la imposición de unos o el desorden incontrolable. Monteagudo
vislumbraba la posibilidad de un camino intermedio en una monarquía regida por normas
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constitucionales. Como sabemos, sus ideas no fueron acogidas. Despojado del poder tuvo
también que marchar al exilio. Pero esto, e incluso el hecho de que en 1825 encontrara la
muerte en un obscuro callejón limeño, –¿robo?, ¿crimen político?-, no anula su
cuestionamiento de la República. La prueba es que Monteagudo no ha caído en el olvido.
Más de 160 años después nos parece un hecho natural que en 1822 el Perú se
definiera como un Estado nacional republicano. Pero en ese entonces, cuando no existía
Canal de Panamá ni navegación a vapor, y el viaje de Lima a cualquier puerto europeo
requería de varios meses, las ideas republicanas eran tan novedosas como inciertas. La
Santa Alianza aparentemente las había liquidado en Europa. Rousseau era detestado por
Metternich y sus compinches; la bandera tricolor era tan aberrante como después lo serían
las banderas rojas. No existían como Estados nacionales ni Alemania, ni Italia, para no
mencionar el archipiélago de nacionalidades que eran los países al este del Elba. En otros
continentes, habría que esperar hasta este siglo para que surgieran repúblicas en África y
Asia. El Perú, al igual que gran parte de la América Latina de esa época, al optar por la
República, retomaba la posta dejada por las fuerzas más avanzadas de Europa y parecían
confirmar esa vieja idea según la cual aquí se realizaban los sueños y los proyectos del
Viejo Mundo. La República será en sus inicios el esfuerzo de un germinal grupo de
intelectuales –Sánchez Carrión, Vidaurre, Luna Pizarro, Lazo- por edificar una voluntad
política y tratar de cortar el lastre de la
herencia colonial.
A pesar de los pronósticos pesimistas de Monteagudo, el Perú no terminó
fragmentado y dividido en regiones que luego se hubieran constituido en otros tantos
estados como sucedió en América Central, ni tampoco este país dio origen a proyectos
monarquistas como los que surgieron en México o Ecuador. Tal vez una posible explicación
se encuentre en que aquí la Independencia significó el derrumbe de la clase alta colonial.
Los grandes comerciantes que desde Lima intentaron edificar una red mercantil y controlar
el espacio interior perdieron sus fortunas y sus títulos nobiliarios; apostando por el bando
realista no les quedó otra alternativa que soportar las requisas de las tropas patriotas o partir
al exilio, siguiendo a las tropas del Virrey. Sin ellos, la monarquía no pudo encontrar
sustento alguno. Precisamente gracias a esa aristocracia de origen peninsular, monarquía y
dependencia colonial se volvieron sinónimos. No fue difícil para Sánchez Carrión, un joven
intelectual provinciano, congregar simpatías en tomo a las ideas republicanas. Frente al
pesimismo de Monteagudo, imaginó un país en el que se eliminarían las distancias entre
Estado y sociedad hasta que ambas llegaran a identificarse. El poder diluido entre los
grupos e instituciones: “Yo quisiera, que el gobierno del Perú Fuese una misma cosa que la
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sociedad peruana, así como un vaso esférico es lo mismo que un vaso con figura esférica”1.
Será muy difícil que se repita en años posteriores un planteamiento tan próximo a la
concepción de una
democracia social. En 1822 fue posible encontrar individuos que se
entusiasmaron por esta idea, pero no fuerzas sociales –grupos, partidos o instituciones- en
condiciones de llevarla a cabo2.
El vacío dejado por la aristocracia colonial, que al dominio sobre el Tribunal del
Consulado había añadido el monopolio del poder político ejercido hasta el ingreso de los
patriotas a Lima, no fue cubierto por ninguna otra clase social. De manera casi inevitable, el
control de los aparatos estatales fue a dar, sin que necesitaran buscarlo, al ejército. Los
militares ofrecieron conservar las formas republicanas e instaurar el orden. Pero
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