La Tradición Autoritaria
TataGlam4 de Septiembre de 2013
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La tradición autoritaria: Violencia y democracia en el Perú
Alberto Flores Galindo∗
Los materiales de este ensayo proceden de una investigación realizada en la Universidad Católica, como parte del proyecto titulado “Violencia y crisis de valores “, coordinado por J. Klaiber S.J. Estas páginas recogen discusiones mantenidas con Rose Mary Rizo Patrón y Liliana Regalado, entre otros. Desde luego no comprometo a ninguno de los mencionados con mis conclusiones.
(Alberto Flores Galindo, 1986)
Este texto es un ensayo, género en el que se prescinde del aparato crítico para proponer de manera directa una interpretación. Escrito desde una circunstancia particular y sin temor por los juicios de valor, el ensayo es muchas veces arbitrario, pero en su defensa cabría decir que no busca establecer verdades definitivas o conseguir la unanimidad; por el contrario, su eficacia queda supeditada a la discusión que pueda suscitar. Es un texto que reclama no lectores –asumiendo la connotación pasiva del término- sino interlocutores: debe, por eso mismo, sorprender y hasta incomodar. El riesgo que pende siempre sobre el ensayista es el de exagerar ciertos aspectos, y por consiguiente omitir matices, pasando por alto ese terreno que siempre media entre los extremos: los claroscuros que componen cualquier cuadro.
En este ensayo se quiere discutir las relaciones entre Estado y sociedad en el Perú, buscando las imbricaciones que existen entre política y vida cotidiana. Lo habitual es separar: convertir la realidad en un conjunto de segmentos. Pareciera que no hay relación alguna entre las relaciones familiares, los desaparecidos en Ayacucho y las prácticas carcelarias. Pero una de las funciones de cualquier ensayo es aproximarse a la totalidad encontrando lo que, mediante una expresión de la práctica psicoanalítica podríamos llamar “conexiones de sentido”.
∗ En: Flores Galindo, Alberto, La tradición autoritaria: Violencia y democracia en el Perú, SUR. Casa de Estudios del Socialismo-APRODEH, Lima, 1999. pp.21-73
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Un péndulo incierto
El 20 de setiembre de 1822, con las campanas que anunciaban a los habitantes de Lima la instalación del primer Congreso Constituyente, se dio inicio a la vida republicana. El país estaba en guerra. La sierra central y sur ocupadas por los realistas. La misma capital amenazada. No sorprende entonces, que de 79 diputados, únicamente estuvieran presentes 51. La representatividad nacional de esa asamblea era cuando menos precaria: los diputados de las provincias ocupadas consiguieron ser elegidos, como Antonio Colmenares por Huancavelica, mediante votos de dudoso origen, reunidos entre los pocos provincianos establecidos o de paso por Lima. Menos de un año después, una desastrosa campaña militar y el malestar reinante entre tropas mal pagadas, echarían al traste cualquier proyecto de establecer un orden jurídico: un ex conspirador y entonces caudillo en ciernes se amotina contra el Congreso, no obstante lo cual será proclamado como primer Presidente del Perú. José de la Riva Agüero, el personaje en cuestión, tampoco pudo persistir en medio de los trastornos y convulsiones acarreados por la revolución y la guerra: depuesto en noviembre de 1823 y condenado a muerte por Bolívar, tuvo que marchar expatriado a Europa, de donde regresaría años después convertido en acérrimo ultramontano.
Todos estos acontecimientos parecían confirmar el pesimismo de Bernardo de Monteagudo, ministro de Guerra y Marina de San Martín, para quien el régimen republicano resultaba inviable en el Perú. Monteagudo no pensaba en la carencia de una tradición política o en la ausencia de vida pública durante los años coloniales, cuanto en las abismales diferencias sociales y étnicas que hacían imposible la convivencia entre peruanos. En sus Memorias sobre los principios políticos que seguí en la administración del Perú (1823), escribía:
Las relaciones que existen entre amos y esclavos, entre razas que se detestan, y entre hombres que forman tantas subdivisiones sociales, cuantas modificaciones hay en su color, son enteramente incompatibles con las ideas democráticas.
El historiador Jorge Basadre ha querido ver en este texto uno de los antecedentes de nuestra moderna reflexión sociológica. En efecto, nos invita a interrogamos sobre las bases sociales de la democracia. El nuevo Estado se establece en una sociedad en la que no existía vida pública. Tampoco ciudadanos. En esas circunstancias la disyuntiva parecía ser orden o anarquía: la imposición de unos o el desorden incontrolable. Monteagudo vislumbraba la posibilidad de un camino intermedio en una monarquía regida por normas
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constitucionales. Como sabemos, sus ideas no fueron acogidas. Despojado del poder tuvo también que marchar al exilio. Pero esto, e incluso el hecho de que en 1825 encontrara la muerte en un obscuro callejón limeño, –¿robo?, ¿crimen político?-, no anula su cuestionamiento de la República. La prueba es que Monteagudo no ha caído en el olvido.
Más de 160 años después nos parece un hecho natural que en 1822 el Perú se definiera como un Estado nacional republicano. Pero en ese entonces, cuando no existía Canal de Panamá ni navegación a vapor, y el viaje de Lima a cualquier puerto europeo requería de varios meses, las ideas republicanas eran tan novedosas como inciertas. La Santa Alianza aparentemente las había liquidado en Europa. Rousseau era detestado por Metternich y sus compinches; la bandera tricolor era tan aberrante como después lo serían las banderas rojas. No existían como Estados nacionales ni Alemania, ni Italia, para no mencionar el archipiélago de nacionalidades que eran los países al este del Elba. En otros continentes, habría que esperar hasta este siglo para que surgieran repúblicas en África y Asia. El Perú, al igual que gran parte de la América Latina de esa época, al optar por la República, retomaba la posta dejada por las fuerzas más avanzadas de Europa y parecían confirmar esa vieja idea según la cual aquí se realizaban los sueños y los proyectos del Viejo Mundo. La República será en sus inicios el esfuerzo de un germinal grupo de intelectuales –Sánchez Carrión, Vidaurre, Luna Pizarro, Lazo- por edificar una voluntad política y tratar de cortar el lastre de la herencia colonial.
A pesar de los pronósticos pesimistas de Monteagudo, el Perú no terminó fragmentado y dividido en regiones que luego se hubieran constituido en otros tantos estados como sucedió en América Central, ni tampoco este país dio origen a proyectos monarquistas como los que surgieron en México o Ecuador. Tal vez una posible explicación se encuentre en que aquí la Independencia significó el derrumbe de la clase alta colonial. Los grandes comerciantes que desde Lima intentaron edificar una red mercantil y controlar el espacio interior perdieron sus fortunas y sus títulos nobiliarios; apostando por el bando realista no les quedó otra alternativa que soportar las requisas de las tropas patriotas o partir al exilio, siguiendo a las tropas del Virrey. Sin ellos, la monarquía no pudo encontrar sustento alguno. Precisamente gracias a esa aristocracia de origen peninsular, monarquía y dependencia colonial se volvieron sinónimos. No fue difícil para Sánchez Carrión, un joven intelectual provinciano, congregar simpatías en tomo a las ideas republicanas. Frente al pesimismo de Monteagudo, imaginó un país en el que se eliminarían las distancias entre Estado y sociedad hasta que ambas llegaran a identificarse. El poder diluido entre los grupos e instituciones: “Yo quisiera, que el gobierno del Perú Fuese una misma cosa que la
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sociedad peruana, así como un vaso esférico es lo mismo que un vaso con figura esférica”1. Será muy difícil que se repita en años posteriores un planteamiento tan próximo a la concepción de una democracia social. En 1822 fue posible encontrar individuos que se entusiasmaron por esta idea, pero no fuerzas sociales –grupos, partidos o instituciones- en condiciones de llevarla a cabo2.
El vacío dejado por la aristocracia colonial, que al dominio sobre el Tribunal del Consulado había añadido el monopolio del poder político ejercido hasta el ingreso de los patriotas a Lima, no fue cubierto por ninguna otra clase social. De manera casi inevitable, el control de los aparatos estatales fue a dar, sin que necesitaran buscarlo, al ejército. Los militares ofrecieron conservar las formas republicanas e instaurar el orden. Pero no es fácil amalgamar autoritarismo y democracia. Tampoco fue posible que los caudillos militares consiguieran una estabilidad política como la que estableció el estadista civil Diego Portales en Chile. El Mariscal Agustín Gamarra, uno de los gobernantes más sólidos durante la iniciación republicana, tuvo que enfrentar catorce intentos subversivos. Este personaje terminó encarnándolo peor del militarismo. El 28 de enero de 1834, los artesanos, los jornaleros y la plebe de Lima salen las calles y se enfrentan a los militares. “Por primera vez –dice Jorge Basadre- en lucha callejera, el pueblo había derrotado al ejército. El Palacio, los ministerios, la casa de Gamarra y la de Vivanco, que había sido nombrado prefecto de Lima, el colegio militar y varios establecimientos fueron saqueados”. Aunque esa multitud anónima tuvo éxito, no consiguió terminar con el militarismo. La presencia del ejército en la escena política será una constante hasta nuestros días.
No será tampoco la última ocasión en
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