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Cuentos De Julio Cortazar


Enviado por   •  2 de Febrero de 2014  •  2.129 Palabras (9 Páginas)  •  595 Visitas

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Cuentos de Julio Cortázar

Indice

Comercio

La conservación de los recuerdos

Continuidad de los parques

Historia verídica

Instrucciones para dar cuerda al reloj

De la simetría interplanetaria

El almuerzo

El canto de los cronopios

Historia

La foto salió movida

Lucas, sus pudores

No se culpe a nadie

Inconvenientes en los servicios públicos

Instrucciones para subir una escalera

Viajes

La cucharada estrecha

Los exploradores

Progreso y retroceso

Su fe en las ciencias

Terapias

2

LA CONSERVACION DE LOS RECUERDOS

Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente

forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza

en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito

que dice: "Excursión a Quilmes", o: "Frank Sinatra".

Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos

sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa

corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: "No vayas a lastimarte", y también:

"Cuidado con los escalones." Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y

silenciosas, mientras en las de los cronopios hay una gran bulla y puertas que golpean.

Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza

comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.

3

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,

volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por

la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su

apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la

tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su

sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante

posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el

terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo

los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en

seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo

rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del

alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los

ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido

por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se

concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la

cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante,

lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la

sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las

ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos

furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un

diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que

todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del

amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de

otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares,

posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente

atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano

acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la

puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda

opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez,

parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del

crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no

ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del

porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la

mujer:

...

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