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El cuento: Julio Ramón Ribeyro


Enviado por   •  27 de Mayo de 2015  •  Informes  •  1.525 Palabras (7 Páginas)  •  247 Visitas

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sonsoCUENTOS

Julio Ramón Ribeyro

Cátedra. Madrid, 1999

Dirección equivocada

Ramón abandonó la oficina con el expediente bajo el brazo y se dirigió a la avenida Abancay. Mientras esperaba el ómnibus que lo conduciría a Lince1, se entretuvo contemplando la demolición de las viejas casas de Lima. No pasaba un día sin que cayera un solar de la colonia, un balcón de madera tallada o simplemente una de esas apacibles quintas republicanas, donde antaño se fraguó más de una revolución. Por todo sitio se levantaban altivos edificios impersonales, iguales a los que había en cien ciudades del mundo. Lima, la adorable Lima de adobe y de madera, se iba convirtiendo en una especie de cuartel de concreto armado. La poca poesía que quedaba se había refugiado en las plazoletas abandonadas, en una que otra iglesia y en la veintena de casonas principescas, donde viejas familias languidecían entre pergaminos y amarillentos daguerrotipos.

Estas reflexiones no tenían nada que ver evidentemente con el oficio de Ramón: detector de deudores contumaces. Su jefe, esa misma mañana, le había ordenado hacer una pequisa minuciosa por Lince para encontrar a Fausto López, cliente nefasto que debía a la firma cuatro mil soles2 en tinta y papel de imprenta.

Cuando el ómnibus lo desembarcó en Lince, Ramón se sintió deprimido, como cada vez que recorría esos barrios populares sin historia, nacidos hace veinte años por el arte de alguna especulación, muertos luego de haber llenado algunos bolsillos ministeriales, pobremente enterrados entre la gran urbe y los lujosos balnearios del Sur. Se veían chatas casitas de un piso, calzadas de tierra, pistas polvorientas, rectas calles brumosas donde no crecía un árbol, una yerba. La vida en esos barrios palpitaba un poco en las esquinas, en el interior de las pulperías3, traficadas por caseros y borrachines.

Consultando su expediente, Ramón se dirigió a una casa de vecindad y recorrió su largo corredor perforado de puertas y ventanas, hasta una de las últimas viviendas.

Varios minutos estuvo aporreando la puerta. Por fin se abrió y un hombre somnoliento, con una camiseta agujereada, asomó el torso.

-¿Aquí vive el señor Fausto López?

-No. Aquí vivo yo, Juan Limayta, gasfitero4.

-En estas facturas figura esta dirección -alegó Ramón, alargando su expediente.

-¿Y a mí qué? Aquí vivo yo. Pregunte por otro lado -y tiró la puerta.

Ramón salió a la calle. Recorrió aún otras casas, preguntando al azar. Nadie parecía conocer a Fausto López. Tanta ignorancia hacía pensar a Ramón en una vasta conspiración distrital destinada a ocultar a uno de sus vecinos. Tan sólo un hombre pareció recurrir a su memoria.

-¿Fausto López? Vivía por aquí pero hace tiempo que no lo veo. Me parece que se ha muerto.

Desalentado, Ramón penetró en una pulpería para beber un refresco. Acodado en el mostrador, cerca del pestilente urinario, tomó despaciosamente una coca-cola. Cuando se disponía a regresar derrotado a la oficina, vio entrar en la pulpería a un chiquillo que tenía en la mano unos programas de cine. La asociación fue instantánea. En el acto lo abordó.

-¿De dónde has sacado esos programas?

-De mi casa, ¡de dónde va a ser?

-¿Tu papá tiene una imprenta?

-Sí.

-¿Cómo se llama tu papá?

-Fausto López.

Ramón suspiró aliviado.

-Vamos allí. Necesito hablar con él.

En el camino conversaron. Ramón se enteró que Fausto López tenía una imprenta de mano, que se había mudado hacía unos meses a pocas calles de distancia y que vivía de imprimir programas para los cines del barrio.

-¿Te pagan algo

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