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JUEGOS PARA LA LECTURA

aleexa1425 de Junio de 2013

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JUEGOS PARA LA LECTURA

Los mundos imaginarios. Los juegos. Pequeños juegos privados y fugaces que apenas son un dibujo secreto y juegos a los que se vuelve una y otra vez, ritualmente, como habitaciones secretas que siempre están ahí, esperando.

Los juegos parecen ser algo más que pre-ejercicios, entrenamientos para entrar mejor preparado al mundo adulto, algo más que un estadio en el camino hacia la adaptación madura, como quiere Piaget.

Los psicólogos parecen tener a veces cierta dificultad en abordar la cuestión de la imaginación y entender la creación artística.

El juego, sin embargo, es otra cosa. Como es otra cosa el arte.

Y no es que no haya vínculos entre la vida del jugador y su juego, entre la vida del artista y su obra. Claro que los hay, y muy fuertes, pero son sutiles y no alcanzan para explicar lo acontecido en ese otro territorio.

¿Cómo se ingresaba al territorio del juego y qué era lo que sucedía ahí adentro?

Parece haber en todas las experiencias de juego que podemos recuperar a partir de los recuerdos, propios y de otros, ciertas condiciones de ingreso, llamémoslo un pasaporte. Una puerta. La ocasión. Un lugar y un tiempo propicios.

Marcel Proust, con esa rara capacidad que tuvo para capturar la condición a la vez intensa y evanescente del sentimiento infantil, relata en los comienzos de En busca del tiempo perdido el desconcierto y la terrible inquietud mezclados con maravilla que le despertaba la luz de la linterna mágica irrumpiendo de golpe en la alcoba con su belleza y su misterio. Los objetos conocidos, las cortinas, las paredes, el picaporte de la puerta, se tornaban de repente extraños.

Una vez que estábamos jugando era ése el juego y no otro, y podíamos irritarnos mucho si se desconocían esas reglas nunca explicitadas pero muy fuertes que hacían que fuese único e inconfundible. Había una coherencia.

El juego nos importaba. Era nuestra obra y nos sentíamos responsables.

A partir de allí todo se borraba salvo ese acontecer –obra nuestra– a la vez real e imaginario. Y un acontecer que acontecía a su manera, con otro ritmo: el tiempo era de otro orden.

El juego tenía una maduración, digamos, y en un cierto momento se cerraba.

No que el arte pueda asimilarse por completo al juego. Hay otras reglas, compromisos de otro tipo y una función que la sociedad ha venido perfilando a su modo a lo largo de la historia.

El arte es expresión ciertamente. Pero también, y sobre todo, es obra. El artista, más que en expresarse, tiene interés en hacer, en la obra, del mismo modo en que el que juega tiene toda su energía puesta en el universo del juego y se entrega a él por completo.

En el juego hablábamos de las ocasiones. También en el arte hay espacios y ocasiones. Ocasiones propicias: los lugares concretos, los materiales y los tiempos apropiados: ocios, serenidades, hasta aburrimientos. Si no hay un dónde y un cuándo y un con qué hacer arte la ocasión se achica.

Otra semejanza: el caos. La confusión inicial del juego, esa exploración a ciegas, sirve para entender el desasosiego que rodea el comienzo de la obra.

Cuanto más haya leído, visto, escuchado, contemplado, mejor pertrechado va a estar para el gran salto. Cuanto más haya jugado el jugador, en mejores condiciones estará para entrar en el juego.

No se ha jugado de verdad. No se ha zarpado. Para que el juego sea juego y la obra, obra, hay un punto en el que se cortan amarras, se abandona el muelle y se entra en el territorio siempre inquietante del propio imaginario. Se entra a buscar algo que nunca jamás se encuentra pero que, por eso mismo, se debe seguir buscando. Siempre hay riesgo. Y la extrañeza. Mientras se esté ahí

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