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LA MONJA ENAMORADA


Enviado por   •  25 de Noviembre de 2019  •  Ensayos  •  23.950 Palabras (96 Páginas)  •  200 Visitas

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LA MONJA ENAMORADA

Debí trasladarme a Santa María.

Mi anfitriona sería la patrona de una hacienda cercana a La Gavia.

Como estaba yo citada hasta el día siguiente, me puse a contemplar los rincones.

Cada esquina repetía uniforme la apariencia, sin embargo cada una era muy distinta a la anterior. Así caminé hasta llegar a una explanada.

Había entre las callejuelas un verdadero oasis verde, llamó mucho mi atención.

No aguanté. Pregunté, quién había trazado aquél jardín tan hermoso.

Me enteré cómo fuera el sitio donde existió un claustro de monjas.

Me dicen cómo los vecinos fueron quitando piedra a piedra, de cuanto quedó de las ruinas de un convento antes aquí edificado.

Los muros ya derruidos, pronto desaparecieron dejando el lugar vacío.

Entonces, quedó sólo un solar enorme. Aunque fue propiedad del padre de una monja, ahora se quedó sin dueño, dejando al pueblo obrar como quisiera. Hasta la fecha nadie ha llegado a reclamarlo.

Curiosamente el sitio está muy bien arreglado.

El trabajo es efectuado por los habitantes del poblado, quienes han sembrado en él un hermoso jardín.

Lo cuidan con esmero. Son los propios vecinos, quienes fueron, los mismos en desmantelar la construcción.

Está sobre las últimas calles de Santa María, rumbo a la salida, la cual va al pueblo de San Joaquín Tlacotepec, todo esto en el estado de México.

Ahí está el lugar, donde se encontró en otro tiempo fincada la casa santa.

En ese lugar durante años, llegaron para quedar recluidas muchas mujeres. Innumeras de ellas, pertenecientes a la alta sociedad de aquél entonces.

Quienes lo hacían, sabían cómo todas sin excepción, tenían detrás de sí una historia. Ellas o sus familias. Era voz pública, cómo ahí, se encontraban las damas repudiadas de la colonia.

Aunque deba reconocerse cómo algunas entraban a vivir dentro de esos muros, haciéndolo voluntariamente, de ahí en más, la mayoría era llevada contra su voluntad, sufriendo el castigo de saberse hijas ilegítimas, adulterinas o sacrílegas, de algún gran señor, de alguna dama de cascos ligeros, o un alto prelado, mayor o menor, quienes hubiesen sido tentados por alguna fémina, la cual obtuviera a cambio de sus amores, unos cuantos soberanos de oro, quedándole como recuerdo de la hazaña, el haber dado a luz a alguna chamaca, la cual con el tiempo pudiera llegar a ser una molestia onerosa para aquellos importantes personajes

¿Qué mejor para ella misma, sino quedar resguardada de las habladurías, en un lugar donde ya se sabía, cómo todas hubieran sido concebidas con la misma factura?

Y ahí las dejaban.

En una libertad aparente, aunque estuvieran presas sin poder salir.

Quien las encerraba, no sufriría de remordimientos condenándolas a prisión perpetua disfrazada de lugar de retiro. Con eso tapaban su pecado, recluyendo al fruto de sus amoríos, de por vida, escondidas tras las tapias de un convento.

Como nunca más saldrían de ese sitio, todos se sentirían tranquilos.

Ya no estarían siendo molestados, por la presencia siempre desagradable de la muchacha, a la cual no podían ver conviviendo en el círculo donde se desenvolvían, ni recibirla así como así, entre las gentes de honor, en medio de quienes ellos deambulaban.

Había una constante entre esas damas llamando la atención.

Eran hijas habidas fuera de matrimonio, pero había diferencias. En especial si hubiera sido con alguna indígena o mulata, aunque hubiese también sin faltar, hijas de muy distinguidas señoras, bien conocidas por todo mundo.

Por eso ahí recibían, desde niñas de pecho, hasta mujeres corridas y jugadas.

A las morenas no les iba muy bien en los tratos con las monjas, emulando éstas, el trato como les hubieran dado sus congéneres en la vida secular.

Porque todavía a quienes ostentaban de piel blanca, se les podía disimular más fácilmente. Pero también hubo frecuentes adulterios de españolas y criollas.

Así se dieron ocasiones, cuando hubo rachas de ingreso de muchachas de otro tipo.

Se llevaba ahí a las hijas naturales, por supuesto casi siempre adulterinas, fruto del desliz amoroso de alguna importante dama de alcurnia, quien debía forzosamente conservar su buen nombre y cubrir su fama impoluta, recluyendo a la hija mal habida, dentro de los muros de ese monasterio.

No tratamos aquí de los niños varones, porque estamos hablando de un convento dedicado a monjas, donde la población fuera cien por ciento femenina.

Una vez entradas ahí, jamás saldrían, dejando a la madre que las parió, en libertad de seguir desfogando sus bajas pasiones, siendo cortejadas por honorables caballeros. Sin importar si ellos sabían, cuánto pudiese peligrar la fama de la dama.

El convento pues era solamente la fachada de una cárcel, para muchos calificada indigna. El pueblo bien lo conocía. Esto de ser un reclusorio, lo sabía todo mundo.

Aunque el pueblo quería bien a ese lugar.

Les propiciaba ingresos, cada vez cuando alguien de mayor categoría, venía a parar dentro de sus austeros muros. Quisieran o no, ya había asentado sus lares en estos terrenos. Simplemente los vecinos, sabiendo cómo cuanto pasara en esa casa, no era de su incumbencia, no se metían en los asuntos internos ahí ventilados.

Aceptaban las cosas como eran, sin entrar a buscar tres pies al gato.

¡Cuánto ahí pasara, a ellos no les concernía!

La casona además, estaba bastante separada del bullicio como se movía el resto de la población. Había sido construida en un sitio muy bien ubicado, aunque eso sí, toda una tapia sin una sola ventana al exterior.

En el interior existían prados bien cuidados, llenos de verdor, con plantas vistosas. Hasta algunos árboles frutales completaban el cuadro interno.

Construida con altos muros de piedra, contrastaba la techumbre, la cual rodeaba todo el perímetro. Estaba hecha utilizando madera.

Las vigas sobresalían hasta afuera, sosteniendo hermosos aleros, lucían rematados con tejados rojos, luciendo un bello acabado, en el pedazo de viguería vista desde afuera, cubriendo del sol y de la lluvia, a quienquiera transitara por la calle.

Con un metro de ancho por lo menos, eso si se le viera frontalmente.

Ese bastión sirvió mientras estuvo en pie, de convento, de cárcel o de casa de retiro, albergando a las pomposamente llamadas

“Religiosas del Hogar de Retiro para Mujeres”

Se decía y era cierto

¡Mujer que entraba, prisionera se quedaba!

¡Ya sólo muerta saldría!

Pero a veces ni eso, por existir un pequeño solar, donde

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