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La Amenaza De Andromeda


Enviado por   •  24 de Agosto de 2014  •  1.051 Palabras (5 Páginas)  •  193 Visitas

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Un hombre con unos gemelos. Así empezó: con un hombre plantado a la orilla de la carretera sobre una cresta que dominaba un pueblecito de Arizona, una noche de invierno.

Al teniente Roger Shawn había de fastidiarle un poco el manejo, de los gemelos. El metal debía de estar muy frío, y él había de sentirse torpe dentro de su gran chaqueta de esquimal de pieles y con caperuza, y sus gruesos guantes. Su aliento, que saldría acanalado hacia el aire iluminado por la luna, empañaría, sin duda, las lentes. Se vería obligado a limpiarlas con frecuencia, empleando un dedo que el guante volvía exageradamente rechoncho.

No podía saber en aquellos momentos lo pueril de semejante maniobra. Los gemelos resultaban perfectamente inútiles para escudriñar el interior de aquel pueblo y descubrir sus secretos. El teniente Roger Shawn habría tenido una sorpresa mayúscula si hubiese sabido que los hombres que rematarían por fin la tarea emplearían instrumentos un millón de veces más potentes que unos gemelos.

La imagen de Shawn inclinado sobre un pedazo de roca, apoyando los brazos en ella para sostener los gemelos ante sus ojos, tenía un no sé qué de triste, de estúpido... y de humano. Aunque le fastidiaran, los gemelos tenían, a pesar de todo, un tacto habitual y confortable en sus manos. Sería una de las últimas sensaciones familiares que percibiría antes de fallecer.

Podemos imaginarnos y tratar de reconstruir, lo que sucedió a partir de aquel instante.

El teniente Shawn paseaba la mirada por el pueblo a través de los gemelos, lenta, metódicamente. Comprobaba que no era una población grande; una media docena de edificios, nada más, plantados a cada costado de una sola calle principal. Estaba muy quieta: sin luces, sin movimientos, sin que la brisa suave trajera el menor sonido.

Roger Shawn dejó de contemplar el pueblecito para centrar su atención en las colinas que lo rodeaban. Eran bajas, polvorientas, achatadas, con una vegetación achaparrada, exhibiendo aquí y allá una yuca cubierta por una costra de nieve. Al otro lado de esas colinas, se levantaban otras más; luego venía la plana extensión del desierto Mojave, inmenso, sin caminos. Los indios lo llamaban la Región de las Fronteras Perdidas.

El teniente Shawn advirtió que el viento le hacía temblequear. Era febrero, el mes más frío, y habían dado ya las diez. Retrocedió, pues, camino arriba, hacia el «Ford Econovan», el de la gran antena rotatoria sobre su cima. El motor roncaba suavemente, a punto muerto; era el único sonido que llegaba a sus oídos. Abrió las puertas traseras y subió al vehículo, cerrando las portezuelas detrás de sí.

Hallóse ahora envuelto en una luz roja oscura: luz de noche, a fin de que al saltar al exterior no quedase sin ver. Bajo aquella luz encarnada, los paneles de instrumentos y equipo electrónico relumbraban con un reflejo verde.

El soldado Lewis Crane, técnico electrónico, estaba allí, abrigado también con una chaqueta de esquimal. Inclinaba la cabeza sobre un mapa, haciendo cálculos, consultando alguna que otra vez los instrumentos que tenía delante.

Shawn le preguntó si estaba seguro de que habían llegado al lugar que buscaban, y Crane contestó que sí, efectivamente. Ambos estaban cansados; venían de Vandenberg; habían

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