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La Reina Margot


Enviado por   •  29 de Octubre de 2013  •  4.818 Palabras (20 Páginas)  •  342 Visitas

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EL LATÍN DEL DUQUE DE GUISA

El lunes 18 de agosto de 1572 se celebraba en el Louvre una gran fiesta.

Las ventanas de la gran residencia, habitualmente a oscuras, se hallaban profusamente iluminadas; las calles y las plazas contiguas, siempre solitarias en cuanto se oían las nueve campanadas en Saint Germain d'Auxe¬rre, estaban, aun siendo ya media noche, atestadas de gente. Aquella multitud apretujada, amenazadora y es¬candalosa parecía en la oscuridad de la noche un mar tenebroso y revuelto, cuyo ímpetu rompía en oleadas murmuradoras y cuyo caudal, desembocando por la calle de Fossés Saint Germain y por la de l'Astruce, fluía al pie de los muros del Louvre, batiendo con su reflujo las paredes del palacio de Borbón, que se elevaba enfrente.

A pesar de la fiesta real, o quizá debido a ella, la mu¬chedumbre ofrecía un aspecto poco tranquilizador. El pueblo ignoraba que semejante solemnidad, en la que tan sólo tomaba parte como simple espectador, no era sino el preludio de otra, aplazada para ocho días des¬pués, a la que sí sería convidado y a la que asistiría sin recelo alguno.

Celebraba la corte las bodas de doña Margarita de Valois, hija del rey Enrique II y hermana del rey Carlos IX, con Enrique de Borbón, rey de Navarra. Aque¬lla misma mañana, el cardenal de Borbón los había ca¬sado, sobre una tribuna erigida frente a la puerta de Nótre Dame, siguiendo el ceremonial de rigor en las bodas de las princesas de Francia.

Este matrimonio sorprendió a todo el mundo y dio mucho que pensar a los más perspicaces. Nadie se expli¬caba cómo se habían reconciliado dos partidos como el protestante y el católico, que tanto se odiaban en aquella época. ¿Perdonaría el joven príncipe de Condé al duque de Anjou, hermano del rey, la muerte de su padre, ase¬sinado en Jarnac por Montesquieu? Y el joven duque de Guisa ¿perdonaría al almirante Coligny la muerte del suyo, asesinado en Orleáns por Poltrot de Meré? Más aún: Juana de Navarra, la valiente esposa del débil An¬tonio de Borbón, que condujera a su hijo Enrique a es¬te regio enlace, había muerto, apenas hacía dos meses, y corrían singulares rumores acerca de tan repentina muer-te. En todas partes se comentaba a media voz, y en algu¬nos lugares se llegó a decir en voz alta que Catalina de Médicis, temerosa de que revelara algún terrible secreto, la había envenenado con unos guantes perfumados, obra de un tal Renato, florentino muy hábil en tales meneste¬res. El rumor se propagó, adquiriendo mayores visos de verosimilitud cuando, después de la muerte de la reina, a petición de su hijo, dos médicos, uno de los cuales era el famoso Ambrosio Paré, fueron autorizados para abrir y estudiar el cadáver, excepción hecha del cerebro. Como quiera que Juana de Navarra había sido envenenada por la vía del olfato, sólo el cerebro, única parte del cuerpo excluida de la autopsia, podía presentar huellas del cri¬men. Y empleamos esta palabra porque nadie dudó que se trataba de un crimen.

No acababan aquí los motivos de extrañeza. Seña¬lemos particularmente con qué empeño, lindante con la obstinación, había tomado el rey Carlos esta boda; bien es verdad que no solamente restablecía la paz en su reino, sino que atraía a París a los principales hugo¬notes de Francia.

Como los desposados pertenecieran, uno a la reli¬gión católica y otro a la reformada, hubo de recurrirse para la autorización a Gregorio XIII, que ocupaba por entonces la Sede Pontificia. Pero la dispensa tardaba y tal retraso llegó a inquietar en sumo grado a la reina de Navarra, quien un día expresó al rey Carlos IX sus te¬mores de que no fuera concedida, a lo que el rey tuvo a bien contestar:

No os preocupéis, mi buena tía: os respeto más que al Papa y amo a mi hermana más de lo que parece. No soy hugonote, pero tampoco soy tonto, y si el se¬ñor Papa pretende hacerse el remolón, yo mismo co-geré a Margarita del brazo y la llevaré hasta el templo protestante para que se case con vuestro hijo.

Estas palabras circularon por el palacio y por la ciudad, regocijando profundamente a los hugonotes y procurando graves motivos de intranquilidad a los ca¬tólicos, que ya se preguntaban en secreto si el rey les traicionaría o si sólo estaba representando una comedia que tendría a la postre cualquier desenlace inesperado.

Sobre todo al almirante Coligny, quien desde cinco o seis años atrás no había cesado en su encarnizada opo¬sición al rey, la conducta de Carlos IX parecía inexplica¬ble. Luego de haber puesto a precio su cabeza ofreciendo por ella ciento cincuenta mil escudos de oro, el rey no brindaba más que a su salud, llamándole padre y decla¬rando ante todo el mundo que sólo a él confiaría en ade¬lante la dirección de la guerra. Llegaron las cosas a tal punto, que la propia Catalina de Médicis, que hasta en¬tonces dirigió los actos, la voluntad y hasta los deseos del joven príncipe, parecía empezar a inquietarse seriamen¬te; no sin motivo, ya que, en un momento de desahogo, Carlos IX había dicho al almirante a propósito de la gue¬rra de Flandes:

Padre mío, será preciso que cuidemos de que la reina madre, que como sabéis en todo quiere meter la nariz, no se entere de nada. Hemos de mantener este asunto tan en secreto, que ella no lo pueda adivinar, pues embrolladora como es, nos lo echaría todo a perder.

A pesar de su buen sentido y de su experiencia, Co¬ligny no supo mantenerse fiel a una confianza tan ilimi¬tada. Había llegado a París con grandes sospechas, pues, al salir de Chátillon, un campesino se arrojó a sus pies gritando: «¡oh señor, nuestro buen amo, no vayáis a París, porque, si vais, moriréis lo mismo que todos los que os acompañan!» Sin embargo, aquellos recelos se apagaron poco a poco en su corazón y en el de su yerno, Teligny, a quien el rey también daba grandes muestras de amistad llamándole su hermano, así como llamaba padre al almirante, y tuteándole como solía hacer con sus mejores amigos.

Los hugonotes, pues, excepto algunos de espíritu melancólico y desconfiado, se hallaban por completo tranquilos. La muerte de la reina de Navarra se había atribuido a una pleuresía, y los espaciosos salones del Louvre se veían llenos de todos aquellos valientes pro¬testantes que esperaban del matrimonio de su joven jefe Enrique un inesperado cambio de fortuna. El almirante Coligny, La Rochefoucauld, el príncipe de Condé hijo, Teligny, en fin, todos los capitostes del partido se con¬sideraban triunfantes al ver todopoderosos en el Louvre y tan bien acogidos en París a aquellos mismos a quienes tres meses antes el rey Carlos y la reina Catalina querían colgar de horcas más altas que las empleadas para los reos de asesinato. No faltaban más que el

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