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Las Fiestas De Las Balas


Enviado por   •  6 de Marzo de 2015  •  4.140 Palabras (17 Páginas)  •  294 Visitas

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La fiesta de las balas

Atento a cuanto se decía de Villa y el villismo, y a cuanto veía a mi alrededor, a menudo me preguntaba yo en Ciudad Juárez qué hazañas serían las que pintaban más a fondo la División del Norte: si las que se suponían estrictamente históricas, o las que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta realidad, o las que traían ya tangibles, con el toque de la exaltación poética, las revelaciones esenciales. Y siempre eran las proezas de este segundo orden las que se me antojaban más verídicas, las que, a mi juicio, eran más dignas de hacer Historia.

Porque ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro —y Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se reflejaban infinitamente entre sí— que en el relato que ponía a aquél ante mis ojos, después de una de las últimas batallas, entregado a consumar, con fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte, las terribles órdenes de Villa? Verlo así era como sentir en el alma el roce de una tremenda realidad cuya impresión se conservaba para siempre.

Aquella batalla, fecunda en todo, había terminado dejando en manos de Villa no menos de quinientos prisioneros. Villa mandó separarlos en dos grupos: de una parte los voluntarios orozquistas a quienes llamabancolorados; de la otra, los federales. Y como se sentía ya bastante fuerte para actos de grandeza, resolvió hacer un escarmiento con los prisioneros del primer grupo, mientras se mostraba benigno con los otros. A los colorados se les pasaría por las armas antes de que oscureciese; a los federales se les daría a elegir entre unirse a las tropas revolucionarias o bien irse a sus casas mediante la promesa de no volver a hacer armas contra los constitucionalistas.

Fierro, como era de esperar, fue el encargado de la ejecución, a la cual dedicó desde luego la eficaz diligencia que tan buen camino le auguraba ya en el ánimo de Villa, o, según decía él: de “su jefe”.

Declinaba la tarde. La gente revolucionaria, tras de levantar el campo, iba reconcentrándose lentamente en torno del humilde pueblecito que había sido objetivo de la acción. Frío y tenaz, el viento de la llanura chihuahuense empezaba a despegar del suelo y apretaba los grupos de jinetes y de infantes: unos y otros se acogían al socaire de las casas. Pero Fierro —a quien nunca detuvo nada ni nadie— no iba a rehuir un airecillo fresco que a lo sumo barruntaba la helada de la noche. Hizo cabalgar a su caballo de anca corta, contra cuyo pelo oscuro, cano por el polvo de la batalla, rozaba el borde del sarape gris. Iba así al paso. El viento le daba de lleno en la cara, mas él no trataba de eludirlo clavando la barbilla en el pecho ni levantando los pliegues del embozo. Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto, bien puestos los pies en los estribos y elegantemente dobladas las piernas entre los arreos de campaña sujetos a los tientos de la montura. Nadie lo veía, salvo la desolación del llano y uno que otro soldado que pasaba a distancia. Pero él, acaso inconscientemente, arrendaba de modo que el animal hiciera piernas como para lucirse en un paseo. Fierro se sentía feliz: lo embargaba el placer de la victoria —de la victoria, en la cual nunca creía hasta consumarse la completa derrota del enemigo—, y su alegría interior le afloraba en sensaciones físicas que tornaban grato el hostigo del viento y el andar del caballo después de quince horas de no apearse. Sentía como caricia la luz del sol —sol un tanto desvaído, sol prematuramente envuelto en fulgores encendidos y tormentosos.

Llegó al corral donde tenían encerrados, como rebaño de reses, a los trescientos prisioneros colorados condenados a morir, y se detuvo un instante a mirar por sobre las tablas de la cerca. Vistos desde allí, aquellos trescientos huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios. Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles. Fierro consideró de una sola ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su valor militar —y en su valer— y sintió una pulsación rara, un estremecimiento que le bajaba desde el corazón, o desde la frente, hasta el índice de la mano derecha. Sin quererlo ni sentirlo, la palma de esa mano fue a posársele en las cachas de la pistola.

—Batalla, ésta —pensó.

Indiferentes a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los prisioneros no se fijaban en él. A ellos no les preocupaba más que la molestia de estar montando una guardia fatigosa —guardia incomprensible después de la excitación del combate— y que les exigía tener lista la carabina, cuya culata apoyaban en el muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero parecía apartarse, los soldados apuntaban con aire resuelto y, de ser preciso, hacían fuego. Una onda rizaba entonces el perímetro informe de la masa de prisioneros, los cuales se replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo o derribaba a alguno.

Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a descorrer las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros echó pie a tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se puso luego a observar despacio la disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos hasta una de las cercas, sin soltar la brida, la cual trabó entre dos tablas, para dejar sujeto el caballo. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en los bolsillos de la chaqueta, y atravesó el corral a poca distancia de los prisioneros.

Los corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y callejones angostos. Del que ocupaban los colorados, Fierro pasó, deslizando el cuerpo entre las trancas de la puerta, al de en medio; en seguida, al otro. Allí se detuvo. Su figura, grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior, algo prestigioso y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El sarape había venido resbalándole del cuerpo hasta quedar pendiente apenas de los hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero, gris y ancho de ala, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz poniente del sol. Vuelto de espaldas, los prisioneros lo veían desde lejos, a través de las cercas. Sus piernas formaban compás hercúleo y destellaban; el cuero de sus mitasas brillaba en la luz del atardecer.

A unos cien metros, por la parte exterior a los corrales, estaba el jefe de la tropa encargada de los prisioneros.

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