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Las callecitas de Buenos Aires


Enviado por   •  2 de Mayo de 2023  •  Reseñas  •  2.137 Palabras (9 Páginas)  •  28 Visitas

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Las callecitas de Buenos Aires tienen ese, que se yo viste, y en ese que se yo, caminaba cabizbajo y pensativo, Agustín, de raíz española, pero de corazón porteño. Seguramente en su interior vibraba una jota española mezclada con un tango arrabalero.  Agustín de apellido Azcurra, Soltero, amante del fútbol, hincha de River, 58 años de edad, de tez Blanca, calvo, ojos claros, de físico robusto.  nacido en España un 23 de Febrero de 1909, hijo de Doña Rosa Galarza y de Don Marcelino Azcurra, fallecido en el año 1911, a causa de la Tuberculosis, dos  años después de haber nacido Agustín.  Junto con su tía materna Doña Marcela Galarza, su madre y su única hermana, (ya que dos hermanos varones, mayores que él, murieron a causa de una gran peste que azoto España por aquella época) en el año 1914, embarcaron rumbo a Sudamérica, más precisamente a Argentina, escapando de la Guerra y con intenciones de buscar nuevos horizontes donde se pueda llevar una vida más tranquila, y un lugar para poder educarse. Llegando a Buenos  Aires se instalaron en un Conventillo del Barrio de La Boca donde vivían 10 familias. Años más tarde su hermana se casó y se radicó  en la Ciudad de La Plata, sin saber más sobre su paradero. En el año 1926 muere su madre y dos años más tarde su tía Marcela, quedando totalmente  solo. Después de recorrer varios lugares en busca de trabajo, Entra a trabajar en el puerto, dónde,  gracias a eso,  logra equilibrar su economía. A pesar de ello, su vida en el Conventillo no es para nada fácil, la habitación donde vive es de 3 x 3 con mucha humedad en sus paredes, se podría decir que son paredes tristes, como triste es la historia del que lo habita, con techo de chapa que en verano se vuelve insoportable por el calor y en invierno, con el goteo de las mismas y el frío, se parece más a una verdadera tumba. En su interior aún conserva una foto familiar , la que repasa nostálgicamente con sus ojos claros  todos los días, una valija de cartón duro, donde guarda su ropa interior y un pequeño ropero donde tiene colgado un traje y un fungi que usa para ir los fines de semana al baile del Club del barrio.  El patio compartido tiene sonido a tango y olor a  jabón blanco en barra, las glicina apagan el calor en verano donde se sienta a tomar una cerveza  después de una cansadora jornada de trabajo.               La historia que les quiero contar de Agustín, se remonta a una fresca tardecita de principios de un Mayo  Otoñal, más precisamente un día 5 del  año 1950.  Después de haber trabajado duro en el Puerto, acarreando mercadería de un barco noruego que ancló la madrugada del día 3 Mayo y  después de papeleos y autorizaciones se permitió el desembarco el día 5 del mismo mes. Agustín, Junto a una cuadrilla ya organizada, acarrearon la mercancía hacia los galpones que estaban a unos sesenta metros hacia el lado sur de la puerta de desembarco. Después de parar a comer un sándwich de carne magra con una pincelada de aderezo continuaron con su trabajo terminando con todo, a media tarde.  Agustín cobró las extras y partió a su casa, donde lo esperaba una Cerveza fresca y un plato con  maníes salados que había comprado al fiado en el mercado del barrio.                       Terminó con el último sorbo de Cerveza que para ese entonces ya no estaba tan fría, metió en su boca los últimos  maníes, que estaban muy salados, limpio el plato donde los había puesto, y tiró la sal al piso cubriendo de tierra la evidencia de su merienda, levantó su cuerpo del banquito de madera y paja sin respaldo, enderezó su cuerpo doblado por el cansancio de la jornada, tomó el plato y la botella con la mano izquierda y con su derecha levantó el banco,  cabeza gacha y pasó cansino, llegó  hasta su pieza, empujó con su cuerpo la puerta despintada, el sonido ensordecedor de las bisagras le anunció  que ya la puerta estaba abierta, entró a su habitación de soltero y apoyo donde pudo las cosas que ocupaban sus manos, volvió hacia la puerta y de un empujón la cerró, haciendo tanto ruido que el sordo Aristasabal se dio vuelta asustado… puso agua en la olla grande de aluminio,  única herencia, junto con la valija de cartón, que había recibido de su familia, y la puso al fuego. Abrió el ropero con cuidado ya que las bisagras estaban flojas y corría peligro que las puertas se desplomaran en el piso, sacó cuidadosamente el traje negro, lo depositó sobre la cama, estiró con sus manos las arrugas que se le habían hecho, sacó los zapatos de la caja, las medias de nylon, la camisa negra y el pañuelo blanco que usaba como para cortar lo oscuro de su vestimenta. Saco la olla de aluminio del fuego, derramó el agua tibia en una palangana de chapa enlazada, con lunares hechos por los golpes de la vejez, se desvistió  y comenzó a bañarse. Se secó con una toalla raida  por el tiempo, tomo un frasco de Colonia comprado en el mercado, lo destapó  y cerrando los ojos, quizá para sentir el perfume en toda su dimensión, lo arrojó sobre todo su cuerpo, luego comenzó a vestirse tan lenta y cuidadosamente  que parecía estar acariciando  su novia el día del primer beso. Ese ritual que repetía cada Sábado le hizo suponer que iba a ser igual a todos, pero, nunca imagino que ese día  cambiaría para siempre su vida. Salió de su casa saludando con la mano levantada a Don Francisco, Pancho de sobrenombre, que estaba, como todas las tardes-noches, sentado en un improvisado banco, hecho con un  canasto de alambre que se usaba para poner botellas de vino y una tabla que alguna vez había servido como estante, apoyando su codo derecho en el hueco que había dejado la falta de un ladrillo bayo  en el aljibe que estaba en el centro del patio. Tomo hacia la derecha, hizo apenas 10 metros por la vereda y se dispuso a cruzar la calle empedrada, dejando pasar un automóvil, que por el modelo y el brillo, era seguro de algún político, cruzó hacia la vereda de enfrente y siguió camino hacia el Club Social, donde esa noche cantaba el gran Alberto Castillo, como espectáculo central y una Orquesta Característica para el baile. Después de pagar en la mesa de entrada, ingresó al Club dispuesto a escuchar buena música y porque no, bailar algún fostro o pasodoble. Siempre en soledad, tomo una de las sillas que estaba apilada a la entrada del baño, la acerco hacia el escenario, como para disfrutar en todo se esplendor a Castillo, ídolo de mucho para esa época, pidió una cerveza bien helada y algo para comer, ya que aún no había cenado y se dispuso a mirar las personas que de a poco iban llegando, algunos en pareja, otras con las madres, otros en grupos de amigos o solos como él. Inclino su cabeza mirando el zapato del pie derecho que estaba sucio de tierra, quizá por haber cruzado rápidamente la calle, lo apoyo sobre su pantorrilla izquierda y frotandolo  ágilmente le devolvió el brillo que tenía al salir de su casa. Levanto la vista orgulloso de haber logrado su cometido, tomo con su mano izquierda el vaso que para ese entonces estaba por la mitad de cerveza y sin espuma, y ahí fue cuando ocurrió. alguien entró por la puerta, que hasta hacía unos  segundos había estado mirando. En ese preciso momento  sintió como el tiempo se detenia o más bien comenzaba  a caminar más lentamente y el murmullo de la gente y la melodía de un tango, que lloraba roto de amor,  se silenciaba segundo a segundo, quizá  la belleza de esa mujer y sus bellos ojos color miel fueron los causantes de tamaña experiencia. No pudo bajar más la vista, sus ojos quedaron envueltos en los de ella, aunque esto podía llegar a pasar con cualquier mujer de ojos bellos, estos,  no eran solo ojos bellos, había en ellos algo que lo atraía más que otros ojos. No era su color miel, ni su mirada, había algo extraño y atrapante a la vez. Puso el vaso sobre la mesa, que solo le quedaban vestigios de  cerveza barata, limpio con una servilleta Blanca la comisura de sus labios, levantó su cuerpo de la silla, miró su elegante traje, comprobó que estaba sin ninguna arruga, miró sus zapatos de reojo como para comprobar que aún lucían brillo de salón y se dispuso a caminar hacia donde estaba la mujer que lo  había cautivado con sus ojos, la misma que aún no había notado su presencia. Sus pasos hacia donde estaba la mujer fueron tan pausado como poéticos, sintió que en ese salón donde la gente caminaba de un lado a otro y donde el silencio se hacía cada vez más envolvente, solo estaban ella y el, o quizá para ser más exacto, estaban sus ojos y los de ella. Para no ser tan evidente se detuvo a unos 3 o 4 metros de donde estaba la hermosa mujer  junto a un Sr de traje caro, pelo canoso y escaso, y temible expresión de oligarquía, cerro los ojos que hasta ese momento no podía desprenderlo de los de ella y disfruto del perfume caro que su cuerpo irradiaba. Ella desvió su mirada hasta encontrarse con la de Él y quizá sintió algo extraño ya que se detuvo unos segundos, lo que para Agustín fue una eternidad, él sonrío y sintió que el mundo se desmoronaba a sus pies, pero ella sin pestañear giró su rostro y  alejo su mirada. Agustín agachó la cabeza, regresando sobre sus pasos,  choco alguna que otra mesa  y volvió a sentarse en la silla de chapa, apoyando sus codos a los lados del vaso de cerveza que lo esperaba para rozar su cuerpo con la humedad de sus labios, justo en el momento en que la Orquesta entonaba la primera melodía. Miro a su alrededor   buscando a alguien para despuntar el vicio de bailar algún pasodoble o quizá alguna milonga, diviso a dos mesas de distancia de donde estaba él a una señorita de cabellos rubios enrulados  con una vincha que hacia juego con su vestido a lunares negros, que junto a su madre, su padre y un hermano menor, miraba para todos lados como buscando algún bailarín. Se acercó a su mesa y con una reverencia de respeto miró a su madre y a su padre y pidió el debido permiso para que su bella hija lo acompañara a la pista de baile, la madre asintió  con un breve movimiento de cabeza, Agustín tomó con la yema de sus dedos la mano de la señorita, que más tarde sabría que su nombre era María Azucena, Azucena por la Abuela materna y María por la Virgen de Luján, de la cual era muy devota su madre. Bailaron muy alegremente, dos milongas un tango al estilo canyengue, un pasodoble y un fostro y cuando decidían seguir improvisando pasos de baile, la Orquesta anunciaba un breve  intervalo, tomo nuevamente de la mano a su bailarina y la acompañó a la mesa donde esperaba su madre. Con un elegante movimiento de cabeza, agradeció y volvió cruzando todo el salón, entre el murmullo y la risa de los presentes, llegó a su mesa, tomó con su mano derecha la silla que se encontraba escondida debajo de la mesa, la retiró, y se dispuso a sentarse. Había pasado un momento muy agradable, se había sentido muy cómodo bailando, pero, a pesar de eso, su mente y su Alma solo se dirigían a un lugar y a un momento, el lugar era a unos diez metros de donde estaba sentado y el momento era el instante en que vio los ojos más bellos que jamás había visto,  los mismos que habían cautivado los suyos. Después de una breve pausa la Orquesta se dispuso a tocar nuevos compases, en este caso decidió no salir a bailar ya que estaba sintiendo el cansancio que le había causado el trabajo y prefería estar descansado para escuchar a Alberto Castillo.

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