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Libro de los disparates

soiioTutorial4 de Septiembre de 2011

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José Saramago

CAÍN

A Pilar, como si dijera agua

Por la fe Abel ofreció a Dios un sacrificio

mejor que el de Caín; por la fe, Dios mismo, al

recibir sus dones, lo acreditó como justo; por

ella sigue hablando después de muerto

Hebreos, 11,4

LIBRO DE LOS DISPARATES

1

Cuando el señor, también conocido como

dios, se dio cuenta de que a adán y eva,

perfectos en todo lo que se mostraba a la vista,

no les salía ni una palabra de la boca ni emitían

un simple sonido, por primario que fuera, no

tuvo otro remedio que irritarse consigo mismo,

ya que no había nadie más en el jardín del

edén a quien responsabilizar de la gravísima

falta, mientras que los otros animales, producto

todos ellos, así como los dos humanos, del

hágase divino, unos a través de mugidos y

rugidos, otros con gruñidos, graznidos, silbos y

cacareos, disfrutaban ya de voz propia. En un

acceso de ira, sorprendente en quien todo lo

podría solucionar con otro rápido fíat, corrió

hacia la pareja y, a uno y luego al otro, sin

contemplaciones, sin medias tintas, les metió la

lengua garganta adentro. En los escritos en los

que, a lo largo de los tiempos, se han ido

consignando de forma más o menos fortuita los

acontecimientos de esas remotas épocas, tanto

los de posible certificación canónica futura

como los que eran fruto de imaginaciones

apócrifas e irremediablemente heréticas, no se

aclara la duda de a qué lengua se refería, si al

músculo flexible y húmedo que se mueve y

remueve en la cavidad bucal y a veces fuera, o

al habla, también llamado idioma, del que el

señor lamentablemente se había olvidado y que

ignoramos cuál era, dado que no quedó el

menor vestigio, ni tan siquiera un corazón

grabado en la corteza de un árbol con una

leyenda sentimental, algo tipo te amo, eva.

Como una cosa, en principio, no va sin la otra,

es probable que otro objetivo del violento

empellón que el señor les dio a las mudas

lenguas de sus retoños fuese ponerlas en

contacto con las interioridades más profundas

del ser corporal, las llamadas incomodidades

del ser, para que, en el porvenir, y con algún

conocimiento de causa, se pudiera hablar de su

oscura y laberíntica confusión, a cuya ventana,

la boca, ya comenzaban a asomar. Todo puede

ser. Como es lógico, por escrúpulos de buen

artífice que sólo le favorecían, además de

compensar con la debida humildad la anterior

negligencia, el señor quiso comprobar que su

error había sido corregido, y así le preguntó a

adán, Tú, cómo te llamas, y el hombre

respondió, Soy adán, tu primogénito, señor.

Después, el creador se dirigió a la mujer, Y tú,

cómo te llamas tú, Soy eva, señor, la primera

dama, respondió ella innecesariamente, dado

que no había otra. El señor se dio por

satisfecho, se despidió con un paternal Hasta

luego, y se fue a su vida. Entonces, por primera

vez adán le dijo a eva, Vámonos a la cama.

Set, el hijo tercero de la familia, sólo vendrá

al mundo ciento treinta años después, no

porque el embarazo materno necesitase tanto

tiempo para rematar la fabricación de un nuevo

descendiente, sino porque las gónadas del

padre y de la madre, los testículos y el útero

respectivamente, tardaron más de un siglo en

madurar y desarrollar suficiente potencia

generadora. Hay que decirles a los impacientes

que el fíat ocurrió una vez y nunca más, que un

hombre y una mujer no son máquinas de

rellenar chorizos, las hormonas son cosas muy

complicadas, no se producen en un ir y venir, no

se encuentran en las farmacias ni en los

supermercados, hay que dar tiempo al tiempo.

Antes de set llegaron al mundo, con escasa

diferencia de edad entre ellos, primero caín y

luego abel. Un asunto que no puede dejarse sin

inmediata referencia es el profundo

aburrimiento que supusieron tantos años sin

vecinos, sin distracciones, sin un niño gateando

entre la cocina y el salón, sin otras visitas que

las del señor, e incluso ésas poquísimas y

breves, espaciadas por largos periodos de

ausencia, diez, quince, veinte, cincuenta años,

imaginemos qué poco habrá faltado para que

los solitarios ocupantes del paraíso terrenal se

viesen a sí mismos como unos pobres huérfanos

abandonados en la selva del universo, aunque

no hubieran sido capaces de explicar qué era

eso de huérfanos y abandonados. Es verdad

que día sí día no, y éste no con altísima

frecuencia también era sí, adán le decía a eva,

Vámonos a la cama, pero la rutina conyugal,

agravada, en el caso de estos dos, por la nula

variedad de posturas atribuible a la falta de

experiencia, se demostró ya entonces tan

destructiva como una invasión de carcoma

royendo las vigas de la casa. Desde fuera, salvo

algunos montoncitos de polvo que van cayendo

aquí y allí por minúsculos orificios, el atentado

apenas se nota, pero por dentro la procesión es

otra, no faltará mucho para que se venga abajo

lo que tan firme antes parecía. En situaciones

como ésta, habrá quien defienda que el

nacimiento de un hijo puede tener efectos

reanimadores, si no de la libido, que es obra de

químicas mucho más complejas que aprender a

mudar unos pañales, al menos de los

sentimientos, lo que, reconózcase desde ya, no

es ganancia pequeña. En cuanto al señor y a

sus esporádicas visitas, la primera fue para ver

si adán y eva habían tenido problemas con la

instalación doméstica, la segunda para saber si

se habían beneficiado algo de la experiencia de

la vida campestre y la tercera para avisar de

que no esperaba volver tan pronto, pues tenía

que hacer ronda por los otros paraísos

existentes en el espacio celeste. De hecho, sólo

acabaría apareciendo mucho más tarde, en una

fecha de la que no quedó registro, para

expulsar a la infeliz pareja del jardín del edén

por el crimen nefando de haber comido del

fruto del árbol del conocimiento del bien y del

mal. Este episodio, que dio origen a la primera

definición de un hasta entonces ignorado

pecado original, nunca ha quedado bien

explicado. En primer lugar, porque incluso la

inteligencia más rudimentaria no tendría

ninguna dificultad en comprender que estar

informado siempre es preferible a desconocer,

sobre todo en materias tan delicadas como son

estas del bien y del mal, en las que uno se

arriesga, sin darse cuenta, a la condenación

eterna en un infierno que entonces todavía

estaba por inventar. En segundo lugar, clama a

los cielos la imprevisión del señor, ya que, si

realmente no quería que le comiesen del tal

fruto, fácil remedio tendría la cosa, habría

bastado con no plantar el árbol, o con haberlo

puesto en otro sitio, o con rodearlo de una

cerca de alambre de espino. En tercer lugar, no

fue por haber desobedecido la orden de dios

por lo que adán y eva descubrieron que

estaban desnudos. Desnuditos, en pelota viva,

ya estaban ellos cuando se iban a la cama, y si

el señor nunca había reparado en tan evidente

falta de pudor, la culpa era de su ceguera de

progenitor, la misma, por lo visto incurable, que

nos impide ver que nuestros hijos, al fin y al

cabo, son tan buenos o tan malos como los

demás.

Una cuestión de orden. Antes de proseguir

con esta instructiva y definitiva historia de caín a

la que, con nunca visto atrevimiento, arrimamos

el hombro, tal vez sea aconsejable, para que el

lector no se vea confundido por segunda vez

con anacrónicos pesos y medidas, introducir

algún criterio en la cronología de los

acontecimientos. Así lo haremos, pues,

comenzando por aclarar alguna maliciosa duda

por ahí levantada sobre si adán sería

competente para hacer un hijo a los ciento

treinta años de edad. A primera vista, no, si nos

atenemos a los índices de fertilidad de los

tiempos modernos, pero esos ciento treinta

años, en aquella infancia del mundo, poco más

habrían representado que una simple y vigorosa

adolescencia que hasta el más precoz de los

casanovas desearía para sí. Conviene recordar,

además, que adán vivió hasta los novecientos

treinta años, luego poco le faltó para morir

ahogado en el diluvio universal, ya que finó en

días de la vida de lamec, el padre de noé,

futuro constructor del arca. Tiempo y sosiego

tuvo para hacer los hijos que hizo y muchos más

si le hubiera dado por ahí. Como ya dijimos, el

segundo, el que vendría después de caín, fue

abel, un mozo rubicundo, de buena figura,

...

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