No Somos Antillanos
zjimenez1824 de Marzo de 2012
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“No somos antillanos”: La identidad puertorriqueña en Insularismo
Rubén Fernández Asensio
University of Hawai‘i at Mānoa
A finales de la década de los 20, la intrusión neocolonial de los Estados Unidos dentro de América Latina era ya innegable, y la combatividad orgullosa preconizada por autores como Rubén Darío y José Enrique Rodó al terminar la guerra hispanoamericana había perdido fuerza. La victoria del materialismo yanqui sobre la autocomplaciente tradición humanista latinoamericana empujaba a la introspección y la autocrítica a toda una nueva generación de ensayistas: Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, José Carlos Mariátegui, Jorge Mañach y Ezequiel Martínez Estrada se dedicaron a indagar una definición más profunda de la identidad latinoamericana.
De entre todos estos pensadores, sólo Antonio Salvador Pedreira cargó con la circunstancia única de vivir en el único territorio latinoamericano bajo ocupación directa de los Estados Unidos. Su nombre encabeza el de la llamada “generación treintista” que acometió la tarea de reconstruir la cultura puertorriqueña a base tanto de resistir como de acomodarse al control norteño. Lanzado desde su posición de primer director del nuevo departamento de Estudios Hispánicos en la Universidad de Puerto Rico, su ensayo Insularismo consiguió convertirse inmediatamente en una interpretación canónica de la identidad puertorriqueña.
La crítica reciente ha sido inmisericorde con los aspectos más caducos de la obra de Antonio Pedreira, pero sin intentar situarlo en su contexto. En este trabajo me propongo reexaminar la posición de su ensayo Insularismo en la discusión de la identidad puertorriqueña. En primer lugar hay que aclarar ciertas idiosincrasias de su estilo discursivo que tienen relación directa con sus preocupaciones temáticas. Más adelante defino el tratamiento que Pedreira hace de los condicionantes raciales y geográficos de Puerto Rico, y por último determinaré cómo el ensayista extrae de su análisis previo unas recomendaciones para el desarrollo nacional de la isla.
Insularismo ha sido un libro más mencionado y blandido sea como arma o como prueba incriminatoria que leído en profundidad, y una razón principal de esta situación es su dificultad de lectura. Incluso para la norma dentro del género ensayístico, es un texto abiertamente ambiguo y tentativo. Como señala el análisis estilístico del crítico Alberty Fragaso, si según Pedreira la censura colonial es el origen del “merodeo expresivo” como discurso nacional, con Insularismo, más que atacar esa tradición retórica de lo indirecto y la alusión, Pedreira la eleva a la categoría de estética. Alberty parte de preguntar por qué Insularismo da la impresión de “falsear” Puerto Rico, y llega a la conclusión de que el estilo ambiguo de su autor aúna propósito y procedimiento, al intentar definir algo todavía no plenamente formado (la nación puertorriqueña) mediante un acercamiento indirecto.
Más interesante aún es su tesis de que Pedreira forma parte de la tradición retórica o retoricista que él mismo critica explícitamente. Para Pedreira, la necesidad de eludir la censura colonial convirtió el “merodeo expresivo” en la característica nacional de Puerto Rico:
He aquí el doloroso vía crucis de nuestras letras. […] Nuestros autores regionalistas tenían que dedicarse a la prestidigitación, al barroquismo expresivo, a componer alegorías prudentes para expresar a medias sus sentires. (Insularismo, p. 64)
Por otra parte, el ensayista parece atribuir a la escuela pública estadounidense la perpetuación de esas prácticas discursivas, mencionando el caso concreto de los fragmentos del Quijote aprendidos en su infancia: “¡El párrafo menos cervantino de la obra se convertía, por obra y gracia del retoricismo importado, en un bello modelo ejemplarizante!” (p. 142) Nótese la calificación de “importado” con que Pedreira desnaturaliza el barroquismo superpuesto al legado renacentista hispánico. Sin embargo, más adelante califica ese atavismo de “herencia racial, que nos traspasaron con el pomposo nombre de la isla” (p. 148), un nombre que nunca se correspondió con la mísera realidad local. “El nombre de Puerto Rico fue nuestra primera lección de retórica al borde de la pila bautismal.”
Además de ambigüedad respecto al origen histórico del retoricismo puertorriqueño, hay también contradicción respecto a su alcance geográfico, pues al principio del capítulo había citado a Hostos para generalizar a toda Hispanoamérica lo que Picón Salas llamó “tropicalismo” o “incapacidad para llamar las cosas por su justo nombre.” En este punto es conveniente contrastar su opinión con la de su coetáneo y co-caribeño José Lezama Lima, quien dedicó su obra crítica a reivindicar el estilo barroco colonial que antes se había tenido por una copia degenerada de lo europeo.
En el barroco, aparte de la consumación de lo español (y a través de él de la tradición grecolatina), el poeta cubano vio también la raíz de una identidad americana que ya incorporaba lo africano y lo indígena, pues su mirada abarcaba todo el continente pese a no haber salido de Cuba prácticamente nunca. En cambio, el ensayista puertorriqueño educado en Nueva York y Madrid discrepaba incluso del más modesto proyecto antillano de Palés Matos para dar prioridad a la definición de la particularidad puertorriqueña: “Para utilizar el acento integral, de conjunto, hay primero que definir el acento particular de las tres islas; una vez aclarado el tono y la dimensión de cada pueblo, buscar entonces la síntesis expresiva del triángulo antillano”. (p. 73)
Al considerarse heredero tan sólo del pasado local, Pedreira declara los tres primeros siglos coloniales “mar muerto” y “en blanco para nuestras letras”, con lo que su juicio de la tradición barroca es mucho más severo. Al contrario de Lezama Lima, no escoge apropiarse de las glorias de México, Perú o Brasil; si menciona otros países de la América colonial es para fijarse sólo en los síntomas más cuantificables del desarrollo (población, imprentas, universidades), y siempre subrayando la inferioridad de Puerto Rico. También se restringe a lo literario sin buscar síntomas de vitalidad cultural en las artes.
Cabe dar la razón a Luis Felipe Díaz, pues, cuando escribe que el filohispanismo de Pedreira es más supuesto que real. En su historia literaria puertorriqueña, el peso de “las normas ya caducas de la literatura española” y de los “convencionalismos extranjeros” tiene sólo un efecto esterilizador y es un obstáculo que los regionalistas del XIX tienen que vencer para desarrollar una literatura nacional. Pedreira relativiza la inmanencia de la cultura hispánica en Puerto Rico recordándonos la época colonial “las invasiones extranjeras, que tan a menudo nos expusieron a ser franceses, holandeses e ingleses” (p. 83). Este legado accidental, siendo sólo “una actitud en la escala de la cultura occidental” (p. 15), no encuentra un lugar definido entre el universalismo y el criollismo extremos que él defiende por igual. Con el propósito de apoyar el segundo, cita a Unamuno: “De cada país me interesan los que más del país son, los más castizos, los más propios, los menos traducidos y menos traducibles.” (p. 76) Lo paradójico es que haya que acudir a una autoridad metropolitana para autorizar e incluso ordenar el localismo, que más que oponerse al universalismo u ofrecer una alternativa, será su complemento. La metrópoli dicta pues la división del trabajo literario, con la periferia satisfaciendo el hambre de exotismo del centro. Sintomáticamente, el criollismo de Pedreira no se propone tanto reflejar la psique local como el paisaje exterior, y critica a Gautier Benítez porque “no sabía recoger el espíritu del paisaje y reproducirlo objetivamente en sus poesías.” (p. 68)
Por otra parte, el denostado retoricismo es parte de la realidad local que habrá que reflejar. A la hora de explicárselo como precaución criolla frente a la autoridad colonial, Pedreira lo relaciona directamente con la “jaibería jíbara”. Así, lo que antes era símbolo de desunión (el recelo del campesinado blanco frente a la burguesía criolla y la competencia negra) se convierte en rasgo nacional.
En sus notas a Insularismo, Mercedes López Baralt trata de definir la jaibería como estrategia protectora del colonizado relacionándola con las teorías de Frantz Fanon. El nexo resultaría plausible si la identificáramos con la incredulidad desconfiada que Llorens Torres inmortalizó en su célebre décima “Njú”, reproducida en Insularismo. No obstante, el silencio del jíbaro en Llorens vuelve del revés el merodeo expresivo del ensayista; más que dejarse enredar en una logomaquia donde tiene las de perder, el colonizado “coge su machete” y se encastilla, impermeable al adoctrinamiento. En términos de Fanon: “La violencia con la cual se ha afirmado la supremacía de los valores blancos […] hace que, por una justa inversión de las cosas, el colonizado se burle cuando se evocan frente a él esos valores.” (p. 38)
En verdad, nada resulta más ajeno a Fanon y al lenguaje de la violencia descrito por el martiniqués que el retoricismo tipificado por Pedreira. Mayor semejanza muestra con lo que Édouard Glissant llama “diversión” o desvío, la estrategia de camuflaje que él identifica en los orígenes de la lengua criolla martiniquesa, en el slang afroamericano o en la jerga joal del Quebec sometido a dominación anglófona. Según este teórico, la desaparición de ambas jergas con el proceso de afirmación nacional sugiere que esta
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