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Primer Capitulo La Casa De Los Espíritus

Danimarce23 de Mayo de 2013

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Capítulo I

Barrabás

llegó a la familia por vía marítima, anotó la niña Clara con su delicada

caligrafía. Ya entonces tenía el hábito de escribir las cosas importantes y más tarde,

cuando se quedó muda, escribía también las trivialidades, sin sospechar que cincuenta

años después, sus cuadernos me servirían para rescatar la memoria del pasado y para

sobrevivir a mi propio espanto. El día que llegó

Barrabás

era jueves Santo. Venía en

una jaula indigna, cubierto de sus propios excrementos y orines, con una mirada

extraviada de preso miserable e indefenso, pero ya se adivinaba -por el porte real de

su cabeza y el tamaño de su esqueleto- el gigante legendario que llegó a ser. Aquél

era un día aburrido y otoñal, que en nada presagiaba los acontecimientos que la niña

escribió para que fueran recordados y que ocurrieron durante la misa de doce, en la

parroquia de San Sebastián, a la cual asistió con toda su familia. En señal de duelo, los

santos estaban tapados con trapos morados, que las beatas desempolvaban

anualmente del ropero de la sacristía, y bajo las sábanas de luto, la corte celestial

parecía un amasijo de muebles esperando la mudanza, sin que las velas, el incienso o

los gemidos del órgano, pudieran contrarrestar ese lamentable efecto. Se erguían

amenazantes bultos oscuros en el lugar de los santos de cuerpo entero, con sus

rostros idénticos de expresión constipada, sus elaboradas pelucas de cabello de

muerto, sus rubíes, sus perlas, sus esmeraldas de vidrio pintado y sus vestuarios de

nobles florentinos. El único favorecido con el luto era el patrono de la iglesia, san

Sebastián, porque en Semana Santa le ahorraba a los fieles el espectáculo de su

cuerpo torcido en una postura indecente, atravesado por media docena de flechas,

chorreando sangre y lágrimas, como un homosexual sufriente, cuyas llagas,

milagrosamente frescas gracias al pincel del padre Restrepo, hacían estremecer de

asco a Clara.

Era ésa una larga semana de penitencia y de ayuno, no se jugaba baraja, no se

tocaba música que incitara a la lujuria o al olvido, y se observaba, dentro de lo posible,

la mayor tristeza y castidad, a pesar de que justamente en esos días, el aguijonazo del

demonio tentaba con mayor insistencia la débil carne católica. El ayuno consistía en

suaves pasteles de hojaldre, sabrosos guisos de verdura, esponjosas tortillas y grandes

quesos traídos del campo, con los que las familias recordaban la Pasión del Señor,

cuidándose de no probar ni el más pequeño trozo de carne o de pescado, bajo pena de

excomunión, como insistía el padre Restrepo. Nadie se habría atrevido a

desobedecerle. El sacerdote estaba provisto de un largo dedo incriminador para

apuntar a los pecadores en público y una lengua entrenada para alborotar los

sentimientos.

-¡Tú, ladrón que has robado el dinero del culto! -gritaba desde el púlpito señalando

a un caballero que fingía afanarse en una pelusa de su solapa para no darle la cara-.

¡Tú, desvergonzada que te prostituyes en los muelles! -y acusaba a doña Ester Trueba,

inválida debido a la artritis y beata de la Virgen del Carmen, que abría los ojos

sorprendida, sin saber el significado de aquella palabra ni dónde quedaban los

muelles-. ¡Arrepentíos, pecadores, inmunda carroña, indignos del sacrificio de Nuestro

Señor! ¡Ayunad! ¡Haced penitencia

Llevado por el entusiasmo de su celo vocacional, el sacerdote debía contenerse para

no entrar en abierta desobediencia con las instrucciones de sus superiores

eclesiásticos, sacudidos por vientos de modernismo, que se oponían al cilicio y a la

flagelación. Él era partidario de vencer las debilidades del alma con una buena azotaina

de la carne. Era famoso por su oratoria desenfrenada. Lo seguían sus fieles de

parroquia en parroquia, sudaban oyéndolo describir los tormentos de los pecadores en

el infierno, las carnes desgarradas por ingeniosas máquinas de tortura, los fuegos

eternos, los garfios que traspasaban los miembros viriles, los asquerosos reptiles que

se introducían por los orificios femeninos y otros múltiples suplicios que incorporaba en

cada sermón para sembrar el terror de Dios. El mismo Satanás era descrito hasta en

sus más íntimas anomalías con el acento de Galicia del sacerdote, cuya misión en este

mundo era sacudir las conciencias de los indolentes criollos.

Severo del Valle era ateo y masón, pero tenía ambiciones políticas y no podía darse

el lujo de faltar a la misa más concurrida cada domingo y fiesta de guardar, para que

todos pudieran verlo. Su esposa Nívea prefería entenderse con Dios sin intermediarios,

tenía profunda desconfianza de las sotanas y se aburría con las descripciones del cielo,

el purgatorio y el infierno, pero acompañaba a su marido en sus ambiciones

parlamentarias, en la esperanza de que si él ocupaba un puesto en el Congreso, ella

podría obtener el voto femenino, por el cual luchaba desde hacía diez años, sin que sus

numerosos embarazos lograran desanimarla. Ese Jueves Santo el padre Restrepo había

llevado a los oyentes al límite de su resistencia con sus visiones apocalípticas y Nívea

empezó a sentir mareos. Se preguntó si no estaría nuevamente encinta. A pesar de los

lavados con vinagre y las esponjas con hiel, había dado a luz quince hijos, de los

cuales todavía quedaban once vivos, y tenía razones para suponer que ya estaba

acomodándose en la madurez, pues su hija Clara, la menor, tenía diez años. Parecía

que por fin había cedido el ímpetu de su asombrosa fertilidad. Procuró atribuir su

malestar al momento del sermón del padre Restrepo cuando la apuntó para referirse a

los fariseos que pretendían legalizar a los bastardos y al matrimonio civil,

desarticulando a la familia, la patria, la propiedad y la Iglesia, dando a las mujeres la

misma posición que a los hombres, en abierto desafío a la ley de Dios, que en ese

aspecto era muy precisa. Nívea y Severo ocupaban, con sus hijos, toda la tercera

hilera de bancos. Clara estaba sentada al lado de su madre y ésta le apretaba la mano

con impaciencia cuando el discurso del sacerdote se extendía demasiado en los

pecados de la carne, porque sabía que eso inducía a la pequeña a visualizar

aberraciones que iban más allá de la realidad, como era evidente por las preguntas

que hacía y que nadie sabía contestar. Clara era muy precoz y tenía la desbordante

imaginación que heredaron todas las mujeres de su familia por vía materna. La

temperatura de la iglesia había aumentado y el olor penetrante de los cirios, el

incienso y la multitud apiñada, contribuían a la fatiga de Nívea. Deseaba que la

ceremonia terminara de una vez, para regresar a su fresca casa, a sentarse en el

corredor de los helechos y saborear la jarra de horchata que la Nana preparaba los

días de fiesta. Miró a sus hijos, los menores estaban cansados, rígidos en su ropa de

domingo, y los mayores comenzaban a distraerse. Posó la vista en Rosa, la mayor de

sus hijas vivas, y, como siempre, se sorprendió. Su extraña belleza tenía una cualidad

perturbadora de la cual ni ella escapaba, parecía fabricada de un material diferente al

de la raza humana. Nívea supo que no era de este mundo aun antes que naciera,

porque la vio en sueños, por eso no le sorprendió que la comadrona diera un grito al

verla. Al nacer, Rosa era blanca, lisa, sin arrugas, como una muñeca de loza, con el

cabello verde y los ojos amarillos, la criatura más hermosa que había nacido en la

tierra desde los tiempos del pecado original,, como dijo la comadrona santiguándose.

Desde el primer baño, la Nana le lavó el pelo con infusión de manzanilla, lo cual tuvo la

virtud de mitigar el color, dándole una tonalidad de bronce viejo, y la ponía desnuda al

sol, para fortalecer su piel, que era translúcida en las zonas más delicadas del vientre y

de las axilas, donde se adivinaban las venas y la textura secreta de los músculos.

Aquellos trucos de gitana, sin embargo, no fueron suficiente y muy pronto se corrió la

voz de que les había nacido un ángel. Nívea esperó que las ingratas etapas del

crecimiento otorgarían a su hija algunas imperfecciones, pero nada de eso ocurrió, por

el contrario, a los dieciocho años Rosa no había engordado y no le habían salido

granos, sino que se había acentuado su gracia marítima. El tono de su piel, con suaves

reflejos azulados, y el de su cabello, la lentitud de sus movimientos y su carácter

silencioso, evocaban a un habitante del agua. Tenía algo de pez y si hubiera tenido una

cola escamada habría sido claramente una sirena, pero sus dos piernas la colocaban en

un límite impreciso entre la criatura humana y el ser mitológico. A pesar de todo, la

joven había hecho una vida casi normal, tenía un novio y algún día se casaría, con lo

cual la responsabilidad de su hermosura pasaría a otras manos. Rosa inclinó la cabeza

y un rayo se filtró por los vitrales góticos de la iglesia,

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