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Y la vida continúa

John F. Rodriguez PomaReseña10 de Octubre de 2019

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Y la vida continúa…

01 - Encuentro inesperado

El viento jugaba con las hojas secas de los árboles, cuando Evelina Serpa, la señora Serpa, decidió sentarse en el banco que allí mismo parecía convidarla al descanso.

En la plaza ornada de jardines, fluía el silencio de la tarde templada.

Raros turistas habían en la localidad minera en aquella segunda quincena de octubre. Dentro de esos pocos, allí se hallaba ella, en compañía de la gobernanta con quien se había  alojado en el hotel.

Se apartó del bullicio hogareño, sintiendo ansias de soledad.

Quería pensar. Por eso se escondía bajo el toldo verdoso, contemplando las pequeñas filas de azaleas en flor que se ufanaban en anunciar la llegada de la primavera.

 

Acomodada al lado de las espesas ramas dio alas sueltas a sus propias reflexiones…

El médico amigo le había aconsejado relajamiento y descanso  ante la operación que le esperaba. Sopesando las  ventajas y los riesgos de la operación en perspectiva, dejaba que los recuerdos de su corta existencia le traspasasen el cerebro.

Se había casado seis años atrás.

Al principio, todo era excursión en dorada carabela sobre corrientes azules. Su esposo y la felicidad. En el segundo año después del enlace, llegó el embarazo, cariñosamente esperado; sin embargo, con el embarazo apareció la enfermedad. Se le descubrió el cuerpo deficitario. Se revelaron los riñones incapaces de llevar cualquier sobrecarga y el corazón se asemejaba a un motor amenazado de fallar. Ginecólogos consultados opinaron a favor del aborto terapéutico y, no obstante la inmensa tristeza de la pareja, el hijito en formación fue arrancado del claustro materno, como tierna avecilla rechazada del nido.

Desde entonces, el viaje por la vida se le transformó en vereda de lágrimas. Cayo, el esposo, se volvió un simple amigo cortés, sin mayor interés afectivo. Pasó  fácilmente al dominio de otra mujer, una joven soltera, cuya inteligencia y vivacidad podía adivinar por las notas que el marido olvidaba en los      bolsillos, portadoras de frases ardientes y besos pintados en el papel con sus labios húmedos de carmín.

El retiro y el desencanto que padecía en casa   tal vez fueron los factores  desencadenantes de las terribles crisis de opresión que sufría periódicamente en la zona cardíaca. En esas ocasiones padecía de náuseas, dolores de cabeza lacerantes con sensación de frío general, que se hacían acompañar de impresiones de quemaduras en las extremidades y aumento sensible de la presión arterial. En la cumbre de su angustia, se sentía pronta a morir. En seguida venía la mejoría, para caer, días después, en la misma situación de crisis, bastando para ello que los contratiempos con el esposo se repitiesen.

Se le arruinó la resistencia, se le desvanecían las fuerzas…

Por más de dos años anduvo deambulando de consultorio en consultorio, sondeando a especialistas.

Finalmente, la sentencia unánime. Solamente una delicada operación podría recuperarla.

En su fuero íntimo, algo le decía a su campo intuitivo que el problema orgánico era grave y que quizás le impusiese la muerte.

¿Quién podría saber? – se peguntaba.

Oía a los gorriones trinar, sus voces le servían de música de fondo a la meditación y, así pasó de repente a calcular sobre el provecho de su existencia, enumerando aspiraciones y fracasos.

¿Valdría la pena eludir los peligros de la operación, que sabía difícil, para continuar enferma al lado de un hombre había dejado de considerarla en el tálamo doméstico? ¿no sería razonable aceptar el socorro que la ciencia médica le ofrecía, a fin de recobrar la salud y luchar por una nueva vida en caso de que el esposo la abandonase del todo? Tenía solamente veintiséis años ¿no sería justo esperar nuevos caminos para la felicidad en los campos del tiempo? A pesar de sentir profundos recuerdos de su padre, que desencarnara cuando ella no era más que una frágil criatura, había crecido, en su condición de hija única, bajo la dedicación de una madre cariñosa que, a su vez, le diera un padrastro atento y amigo; ambos, con el esposo, constituían su familia, el hogar de la retaguardia.

En aquel momento, sumergida en los cambios del atardecer, mentalizaba a los seres queridos, el esposo, la madre y el padrastro distantes…

De pronto recordó al padre muerto y al hijito muerto al nacer. Era religiosa, católica practicante y mantenía, en relación a la vida más allá de la muerte, las ideas que le eran infundidas por la fe que abrazaba.

“¿Dónde estarían su padre y su hijo?” – se preguntaba. ¿Si llegase a morir por la molestia que le acechaba, conseguiría, acaso, reencontrarlos? ¿Dónde? ¿No le era lícito pensar en eso ya que la idea de la muerte le visitaba insistentemente la cabeza?

Se había lanzado ávidamente en un monólogo íntimo cuando alguien se le apareció delante de ella.

Era un caballero maduro cuya sonrisa bonachona le infundió enseguida simpatía y curiosidad.

¿La señora Serpa? – preguntó él en tono respetuoso.

Después de una señal afirmativa que no escondía sorpresa, por parte de la  interpelada, añadió:

Perdóneme la osadía, pero supe que usted reside en Sao Paulo, donde vivo yo también y, por   circunstancias inesperadas para mí, fui informado, por una persona amiga, que tenemos un problema en común.

Le escucho – dijo la joven señora, percibiendo su tristeza.

Ante el acento bondadoso de aquella voz, el hombre se presentó:

Nada tema, señora Serpa. Soy Ernesto Fantini, servidor de usted.

Encantada de conocerlo – dijo Evelina y, mirando a aquella fisonomía arrugada, que la enfermedad abatía, añadió – siéntese y descanse. Estamos en una plaza enorme y, por lo que parece, en esto momentos somos los únicos interesados en el solaz que ella ofrece.

Animado por la gentileza, se acomodó Fantini en un asiento cercano y volvió a expresarse avivando el diálogo que la mutua atracción pasó a presidir.

La propietaria del hotel en que nos encontramos, se hizo amiga de la gobernanta que a usted la acompaña en el viaje y fue así como vine a saber, por ella, que usted sufrirá también una operación de carácter difícil…

¿También?

Sí, porque estoy en las mismas condiciones.

¿?

Tengo la presión arterial desordenada, el cuerpo a  lo loco. Hace casi tres años que consulto especialistas. Últimamente, las radiografías me acusan. Tengo un tumor suprarrenal. Presiento que sea algo grave…

Comprendo… - murmuró Evelina, pálida – conozco todo eso… No necesita contármelo. De cuando en cuando, debe atravesar la crisis. El sofoco en el pecho, el corazón descompasado, dolores en el estómago y en la cabeza, las venas hinchadas en el cuello, las sensaciones de hielo y fuego al mismo tiempo y el pensamiento de la muerte cercana…

Eso mismo…

Luego, la mejoría por algún tiempo para después comenzar todo nuevamente, hasta el aborrecimiento.

Usted lo conoce.

Sí, por desgracia.

El médico me repitió alguna vez el nombre de la molestia que padezco. Me gustaría saber si usted obtuvo la misma información para su caso.

Fantini  sacó del bolsillo un pequeño cuaderno y leyó, en voz alta, la palabra exacta que definía su problema orgánico.

La señora Serpa disimuló, con dificultad, el desagrado que la pronunciación de aquel término científico le causaba, pero, dominándose, confirmó:

Sí, mi marido, en nombre de nuestro médico, me dio a conocer este mismo diagnóstico, refiriéndose a mi caso.

El recién llegado notó el desagrado de su interlocutora y añadió con buen humor:

Tranquila señora Serpa que tenemos una enfermedad de  nombre raro y bonito…

Lo que no impide que tengamos crisis frecuentes y feas – replicó ella con gracia.

Fantini contempló el cielo muy azul de la tarde, como si se propusiera elevar la charla rumbo a planos más altos y, Evelina le siguió la pausa en conmovido silencio,  demostrando igualmente el propósito de alzar la conversación por encima del sufrimiento, sedienta de reflexión y filosofía.

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