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Ética y estética en la Filosofía de la Modernidad

Jimenez15021972Ensayo9 de Octubre de 2019

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Fabián Jiménez Flores

De la metafísica estética a la estética de lo corporal

UNAM

Facultad de Filosofía y letras/Maestría en Filosofía

Curso de ética: Ética y estética en la Filosofía de la Modernidad I

Profesor: Pedro Enrique García Ruíz

México 14 de diciembre de 2010


De la metafísica estética a la estética de lo corporal

Si bien este trabajo busca mostrar la estrecha relación entre la ética y la estética, a la luz del siglo XVIII, por otro lado intenta mostrar el itinerario que va de una “estética intuicionista” (comprometida con una metafísica de lo bello”) pasando por una “estética empirista” (anclada sobre todo al ámbito de lo psicológico), hasta llegar a una estética, que se vincula al cuerpo como espacio de experiencia y conocimiento.

Es innegable que la relación que existe entre ética y estética ---durante el periodo de la Ilustración--- marca, a nuestro juicio, el eje para el surgimiento de la “experiencia estética”. Pues, sin este vínculo, el ámbito de la “estética” como disciplina filosófica, y sobre todo como disciplina filosófica autónoma, no hubiese sido posible.

El siglo XVIII, sin duda, representa el punto culminante para la aparición de una nueva subjetividad. Representa, también, el punto de arranque para la concepción de un nuevo sujeto. Es, ciertamente, en este periodo de la historia donde, como sostienen algunos pensadores, entre ellos Foucault, se lleva a cabo la invención de un nuevo “sujeto práctico”. Un “sujeto práctico” que naturalmente había de responder a nuevas necesidades y, desde luego, a nuevos ideales, propios de esta época histórica.

Para decirlo de una vez, sólo un ser moral, a juicio de los pensadores ilustrados, podía tener experiencias estéticas. Es decir, la experiencia estética sólo era posible en un ser moralizado. Donde “moralizado” significa ante todo cultivarse en una compleja red de relaciones entre diversas esferas del conocimiento, como eran la económica, la política, la histórica y la ética.

Así, cultivarse en estas esferas representaba (a lo largo de la Ilustración) enarbolar el estandarte de la idea de “progreso”, cuyos mayores propósitos estribaban, por un lado, en alcanzar un determinado “orden social”;  y por otro, cultivar un perfeccionamiento moral que, a la postre, diese paso a una verdadera “experiencia estética”.

La Ilustración en general, pero la escocesa en particular, propugnó con especial énfasis en este último aspecto: el “perfeccionamiento moral”.  Si esto fuese posible  a cabalidad, se pensaba en la época, el desarrollo de una sociedad perfectamente estructurada, alejada de “intereses particulares” y egoístas (que eran los que dominaban la interpretación de la “naturaleza humana” según Hobbes o, incluso, el propio Locke), sería viable.

La estética, desde este punto de vista, brotó como un campo de formación subjetiva; primero, sí, dependiente de la moral; después, autónoma en sí misma. No obstante, el surgimiento de la estética sólo era posible, sólo era viable, en el marco de la modernidad. Pues es en ésta en donde, a fin de alcanzar la idea de “progreso”,  se buscaba una aguda sistematicidad. “Modernidad y sistematicidad […] son, en realidad, dos caras de una misma moneda […] la estética sólo puede constituirse como disciplina autónoma en la modernidad” (Arregui, IX).

¿Disciplina autónoma, en qué sentido? Básicamente, en que abandona la perspectiva de las “poéticas” para pasar al ámbito de lo propiamente epistemológico. Y Luego, autónoma, porque abandona la esfera metafísica de la pura contemplación, para decirlo de algún modo, e ingresa en el estudio (más o menos riguroso) de lo psicológico, solo que desde una vertiente eminentemente empirista.

La perspectiva de las “poéticas”, desde luego, no puede desdeñarse. Ella misma (en la época de la Ilustración) defiende ya una postura rigurosa y crítica. En su texto Filosofía de la Ilustración Ernst Cassirer dice que en el Siglo de las Luces la filosofía y la crítica se encontraban fundidas, fusionadas y no sólo coincidían en sus acciones, sino en su propia naturaleza.

En esta época, sostiene este autor, se buscaba una unificación sistemática; se buscaba determinar con precisión todo tipo de límites. Durante esta etapa el pensamiento “trata de atravesar con sus rayos de luz el claro-oscuro de la sensibilidad y el gusto y, sin afectarlos en su naturaleza, llevarlos a la luz plena del conocimiento” (Cassirer, 305).  

Sin embargo, aun cuando desde la perspectiva de las “poéticas” se quiere ya una “sistematización”, un orden jerárquico, “un establecimiento de límites” muy preciso, es en la ilustración escocesa, vía Shaftesbury-Hutcheson-Addison, sobre todo el segundo, los que le darán un giro a la tuerca en cuanto al estudio de la “belleza” y de la “experiencia estética”.

Es cierto que entre Shaftesbury, Hutcheson y Addison existen diferencias palmarias. No obstante, podemos considerar al primero, aunque sus análisis hayan sido más o menos intuitivos, como piedra de toque y punto de arranque en la conformación de la estética como disciplina filosófica autónoma.

Es cierto que, en el caso de de Shaftesbury, éste se encuentra todavía comprometido con una metafísica de lo bello; incluso, podríamos decir que se encuentra anclado a una visión clásica (no moderna aún) del arte en general. Y no obstante, son sus planteamientos (metafísicos o como se quiera) los que le sirven a Hutcheson y a Addison para poner en movimiento su psicología empirista, a fin de erigir, entonces sí, a la estética no sólo como una disciplina autónoma, sino además como una disciplina eminentemente epistémica. Vayamos por partes.

¿Por qué decimos que la visión de Shaftesbury se encuentra ligada a una visión metafísica? Pues, bien, a partir del estudio “Naturaleza y paisaje en la estética de Shaftesbury” de Nuria Llorens podemos intentar responder. En este autor el sentido de lo bello brota todavía de algo puramente emocional, intuitivo para decirlo con mayor exactitud. Casi, podríamos decir, se trata de una disposición de ánimo. En Shaftesbury, dicho de otra manera, no se encuentra elaborada aún una anatomía psicológica de la experiencia estética o, por lo menos para este autor, dicha “anatomía” no sería suficiente.

Ésta se ve más bien como una captación intuitiva-emocional. Dijimos “captación” y no “elaboración”. Esto, desde luego, marca una diferencia notable con pensadores posteriores a Shaftesbury. Para este autor la experiencia estética antes que pasar por una bildung moral-estética, consiste en una disposición que permite contemplar, eso sí, el “orden” bajo el cual se despliega la Naturaleza.

Pareciera, entonces, que la “idea de lo bello”, al menos en este autor, ya estaba dada, bastaba que el hombre pudiese descubrir, vislumbrar o percibir la “estructura de la naturaleza” para tener noticia de la “experiencia estética”. Es, justamente, en este aspecto donde Shaftesbury sigue siendo metafísico. Aun cuando el pensamiento de este autor, como el de muchos otros ilustrados, partía del entendimiento de una “estructura” para alcanzar la idea de lo “bello”, es decir, partía de un entendimiento mecanicista;  aun cuando la moral de Shaftesbury no dependía ya de la religión cristiana, sino que se basaba en la experiencia y conocimiento de la naturaleza, no por esto deja de ser metafísico.

Y lo es porque, a diferencia del Barroco cuyo arte parece caótico, este pensador trabajaba la idea (propia de la Ilustración) de que había un orden cuasi divino, perteneciente a la naturaleza, pero que los barrocos mostraban como algo caótico. La naturaleza, así, no era tanto un caos cuanto el orden a seguir. Lo bello brotaba de la “captación” de ese orden. Un orden que, por cierto, arrancaba en la naturaleza terrenal y, podía entenderse así, a un nivel planetario.

En este sentido Shaftesbury es metafísico: pues suponía una armonía panteísta, cuya unidad espiritual atravesaba tanto al hombre como a la naturaleza. Así, este orden, según su pensamiento, seguía mecanismos perfectos que debían ser contemplados. Y sólo en la contemplación de esta armonía surgía la verdad. De este modo, y por eso en Shaftesbury la estética todavía no era eminentemente autónoma, “belleza y verdad” permanecían estrechamente ligadas. Dicho con mucha mayor precisión y en palabras de Cassirer:

Cuando Shaftesbury equipara la belleza a la verdad no entiende a la última en el sentido de la totalidad de conocimientos teóricos, de proposiciones y juicios que pueden ser reducidos a reglas lógicas fijas, a conceptos y principios fundamentales. Para él, la verdad es más bien la íntima conexión de sentido del universo, que no puede conocerse con puros conceptos ni tampoco inductivamente mediante la acumulación de experiencias, sino que tan sólo se puede revivir inmediatamente y comprender intuitivamente (Cassirer, 342).

Es innegable entonces que Shaftesbury, aun cuando intenta seguir un modelo científico a partir de cierto entendimiento mecanicista y, por otro lado, aun cuando intenta mantenerse en un modelo humanista sobre el entendimiento moral, o quizá por esto mismo, nunca deja de ser metafísico.

Sin embargo, esto no es obstáculo para que el propio Shaftesbury sea el primer autor cuya “teoría [es] la primera en ofrecer y cimentar una filosofía verdaderamente amplia e independiente de lo bello” (Arregui, X). Y por eso mismo, representa ya el inicio de una “teoría de lo bello”, que habría de consolidarse con el pensamiento de autores como Hutcheson y Addison, quienes propugnaron por una vertiente de tipo epistémico-psicológico-empirista hasta llegar a lo corporal como en el caso de Baumgarten.

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