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Club De Los Corazones Solitarios

Grishibichi7730 de Enero de 2014

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DECLARACIÓN

Yo, Penny Lane Bloom, juro solemnemente no volver a salir con ningún chico en lo que me queda de vida.

De acuerdo, quizá cambie de opinión dentro de unos diez años, cuando ya no viva en Parkview, Illinois (EE.UU), ni asista al instituto McKinley; pero, por el momento, he acabado con los chicos. Son unos mentirosos y unos estafadores. La escoria de la Tierra.

Sí, desde el primero hasta el último. La maldad personificada.

Algunos parecen agradables, claro; pero en cuanto consiguen lo que buscan, se deshacen de ti y pasan al objetivo siguiente.

Así que he terminado. No más chicos.

Punto final.

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Elizabeth Eulberg El Club de los Corazones Solitarios

YESTERDAY

“Love was such an easy game to play...”

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Uno

Cuando tenía cinco años, caminé hasta el altar con el hombre de mis sueños. Bueno, dejémoslo en «el niño» de mis sueños. También tenía cinco años. Conocía a Nate Taylor prácticamente desde que nací. Su padre y el mío eran

amigos de la niñez y, todos los años, Nate y sus padres pasaban el verano con mi familia. Mi álbum de recuerdos de la infancia está lleno de fotos de los dos: bañándonos juntos, de bebés; jugando en la casa del árbol del jardín trasero y —mi preferida— disfrazados de novios en miniatura en la boda de mi prima. (Poco después, colgué la foto con orgullo en la pared de mi cuarto: yo, con mi vestido blanco; Nate, con su esmoquin).

Todo el mundo bromeaba y aseguraba que algún día nos casaríamos de verdad. Nate y yo también lo creíamos. Nos considerábamos la pareja perfecta. No me importaba jugar a la guerra con Nate, y él llegó a jugar con mis muñecas (aunque nunca lo admitió). Me empujaba en los columpios y yo le ayudaba a organizar sus muñecos de acción. Nate opinaba que estaba preciosa con mis coletas, y yo pensaba que era muy guapo (incluso en su breve etapa de gordinflón). Sus padres me caían bien, y a él le caían bien los míos. Yo quería un bulldog inglés y Nate, un pug. Los macarrones con queso eran mi plato favorito, y el suyo también.

¿Qué más podría pedir una chica?

Para mí, esperar con ilusión la llegada del verano equivalía a esperar con ilusión a Nate. Como resultado, casi todos mis recuerdos tenían que ver con él:

Mi primer beso (en mi casita del árbol, cuando teníamos ocho años. Le propiné un puñetazo y, luego, me eché a llorar).

La primera vez que cogí de la mano a un chico (cuando nos perdimos durante una yincana en tercero de primaria).

Mi primera tarjeta de San Valentín (un corazón de cartulina roja con mi nombre escrito).

Mi primera acampada (cuando teníamos diez años, instalamos una tienda en el jardín trasero y nos pasamos la noche a la intemperie, solos los dos).

La primera vez que engañé a mis padres adrede (el año pasado me monté sola en el tren a Chicago para ver a Nate. Les dije a mis padres que iba a dormir en casa de Tracy, mi mejor amiga).

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Nuestro primer beso de verdad (catorce años. Esta vez no me defendí).

Después de aquel beso, mi entusiasmo por la llegada del verano se incrementó. Ya no eran juegos de niños. Nuestros sentimientos eran auténticos, diferentes. El corazón ya no era de cartulina: estaba vivo, latía... Era de verdad.

Cuando pensaba en el verano, pensaba en Nate. Cuando pensaba en el amor, pensaba en Nate. Cuando pensaba en cualquier cosa, pensaba en Nate.

Sabía que aquel verano iba a ocurrir. Nate y yo estaríamos juntos.

El último mes de instituto me resultó insoportable. Inicié la cuenta atrás de su llegada. Salía de compras con mis amigas en busca de ropa para gustar a Nate. Incluso me compré mi primer biquini pensando en él. Organicé mi horario de trabajo en la clínica dental de mi padre adaptándolo al horario de Nate en el club de campo. No quería que nada se interpusiera entre nosotros.

Y entonces, sucedió. Allí estaba.

Más alto.

Más mayor.

Ya no era sólo guapo, sino sexy.

Y era mío.

Quería estar conmigo. Y yo, con él. Parecía así de simple.

Al poco tiempo, estábamos juntos. Por fin, juntos de verdad.

Solo que no fue el cuento de hadas que yo había esperado.

Porque los chicos cambian.

Mienten.

Te pisotean el corazón.

A fuerza de desengaños, descubrí que ni los cuentos de hadas ni el amor

verdadero existen.

Que el chico perfecto no existe.

¿Y esa adorable foto de una inocente novia en miniatura con el chico que algún

día le partiría el corazón? Tampoco existía.

Me quedé mirando cómo ardía en llamas.

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Dos

Empezó como cualquier otro verano. Llegaron los Taylor, y la casa estaba hasta los topes. Nate y yo coqueteábamos sin parar... siguiendo la rutina de los últimos años. Sólo que, esta vez, por debajo del coqueteo latían otras cosas. Como deseo. Como futuro. Como sexo.

Todo lo que había soñado empezó a suceder. Para mí, Nate era perfecto. El chico con el que comparaba a todos los demás. El que siempre conseguía que el corazón se me acelerara y el estómago se me encogiera.

Aquel verano, por fin, mis sentimientos fueron correspondidos.

Quedamos un par de veces, nada del otro mundo. Fuimos al cine, a cenar, y demás.

Nuestros padres no tenían ni idea de lo que estaba pasando. Nate no quería decírselo, y me dejé llevar. Alegó que reaccionarían de manera exagerada, y no se lo discutí. Aunque sabía que nuestros padres siempre habían deseado que, en un futuro, acabáramos juntos, no estaba convencida de que ya estuvieran preparados. Sobre todo porque Nate dormía abajo, en nuestro sótano insonorizado.

Todo iba de maravilla. Nate me decía lo que yo quería oír. Que era preciosa, perfecta. Que al besarme se le cortaba la respiración.

Me encontraba en la gloria.

Nos besábamos. Luego, nos besábamos más. Y después, mucho más. Pero al poco tiempo ya no era suficiente. Al poco tiempo, las manos empezaron a deambular, la ropa empezó a desprenderse. Era lo que yo siempre había deseado... pero parecía ir deprisa. Demasiado deprisa. Por mucho que le diera a Nate, siempre quería más. Y yo me resistía. Todo cuanto hacíamos se convertía en una lucha constante por ver hasta dónde cedería yo.

Habíamos tardado tanto en llegar hasta ese punto que no quería precipitar las cosas. No entendía por qué no nos limitábamos a disfrutar del momento, a disfrutar de estar juntos, en vez de apresurarnos hasta el paso siguiente.

Y cuando digo «paso siguiente», me refiero al contacto físico.

No había mucho de que hablar sobre los pasos siguientes en cuanto a nuestra relación.

Después de un par de semanas, Nate empezó a decir que, para él, yo era la única, su amor verdadero. Sería tan increíble, aseguraba, si le permitiera amarme de la manera en la que él quería...

Justo lo que yo había imaginado durante tanto tiempo. Lo que siempre había deseado. Así que pensé: «Sí, lo haré. Porque será con él. Y eso es lo que importa».

Todo ocurrió muy deprisa.

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Decidí darle una sorpresa.

Decidí confiar en él.

Decidí dar el paso.

Lo tenía todo planeado, todo calculado. Nuestros padres iban a salir hasta tarde

y tendríamos la casa para nosotros solos.

—¿Estás segura de que es lo que quieres, Pen? —me preguntó Tracy aquella

mañana.

—Lo único que sé es que no quiero perderlo —respondí.

Tal era mi razonamiento. Lo haría por Nate. No tenía nada que ver conmigo ni

con lo que yo quería. Todo era por él.

Quería que resultara espontáneo. Quería que le pillara desprevenido, y que

luego se sintiera abrumado por lo perfecto que era, por lo perfecta que era yo. Ni siquiera sabía que yo estaba en casa; quería que pensara que había salido aquella noche, para que la sorpresa fuera aún mayor. Quería demostrarle que estaba preparada. Dispuesta. Que era capaz. Lo tenía todo pensado, excepto la ropa que me iba a poner. Me metí a hurtadillas en la habitación de mi hermana Rita y registré sus cajones hasta encontrar un camisón de seda blanco que no dejaba mucho espacio a la imaginación. También le cogí su bata de encaje rojo.

Cuando por fin estuve preparada, bajé sigilosamente las escaleras hasta la habitación de Nate, en el sótano. Empecé a desatarme la bata, con una mezcla de emoción y de puro nerviosismo. Me moría de ganas de ver la expresión de Nate cuando me descubriera. Me moría de ganas de demostrarle lo que sentía, de modo que él, por fin, sintiera lo mismo que yo.

Esbocé una sonrisa mientras encendía la luz.

—¡Sorpresa! —grité.

Nate se incorporó del sofá como un resorte, con una expresión de pánico en el

semblante.

—Hola... —dije con tono sumiso, a la vez que dejaba caer la bata al suelo. Entonces, otra cabeza surgió del sofá.

Una chica.

Con Nate.

Me quedé petrificada,

...

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