Conocimientos
arkamitiel23 de Abril de 2014
4.337 Palabras (18 Páginas)168 Visitas
El concepto del lector moderno
Roger Chartier
École des Hautes Études en Sciences Sociales-Paris
Este trabajo está dedicado a presentar cómo afectaron a los lectores de España las mutaciones que modificaron profundamente las relaciones con la cultura escrita en la Europa de la primera Edad Moderna.
Libros impresos, textos manuscritos
¿Se puede definir la «modernidad» de la lectura de los años 1480-1680 a partir de la circulación de los textos impresos? Es claro que con la imprenta se ampliaron a la vez el público de los lectores y la familiaridad con los libros. El librero condenado al infierno, en los Sueños de Quevedo, lo indica irónicamente: «yo y todos los libreros nos condenamos por las obras malas que hacen los otros, y por lo que hicimos barato de los libros en romance y traducidos del latín, sabiendo ya con ellos los tontos lo que encarecían en otros tiempos los sabios, que ya hasta el lacayo latiniza, y hallarán a Horacio en castellano en la caballeriza» (Arellano, 186). Facilitando la multiplicación de los ejemplares, las ediciones en pequeño formato, las traducciones en las lenguas vulgares, la imprenta aseguró la difusión de los textos clásicos y sabios más allá de los medios restringidos que solían leerlos en la cultura manuscrita.
Semejante divulgación de la cultura escrita otorgada por la imprenta, fundamentó el desprecio de la nueva técnica y de sus productos (Bouza, 1977). Duraderamente en los siglos XVI y XVII se opuso a la alabanza de la invención de Gutemberg, las quejas contra las corrupciones que había introducido. Tanto los autores fieles a un modelo aristocrático de la escritura como los eruditos de la «Respublica litteratorum» despreciaban el negocio de los libreros y la publicación impresa de los textos, porque según ellos, corrompían a la vez la integridad de las obras, deformadas por los yerros y gazapos los componedores y correctores ignorantes, la ética literaria, destruida por la codicia, la avidez y las piraterías de los editores, y, finalmente, el sentido mismo de los textos, comprados y leídos por lectores incapaces de entenderlos. Los aristócratas y los eruditos preferían la circulación manuscrita de las obras porque destinaba los textos sólo a los que podían apreciarlos o comprenderlos, y porque expresaba la ética de obligaciones recíprocas que caracterizaba tanto la urbanidad nobiliaria como las prácticas intelectuales eruditas.
No abandonó el lector moderno los manuscritos. En las casas aristocráticas, la advertencias y consejos que los nobles componían para sus hijos conservaron una forma manuscrita que, a la vez protegía su secreto o privacidad y permitía la incorporación de correcciones o adiciones. Pero más allá del ámbito nobiliario, la lectura de los textos manuscritos se mantuvo durante toda la primera Edad Moderna. El caso inglés propone una tipología de esta producción manuscrita que indica los géneros que fueron más que otros trasladados por copistas profesionales o simples lectores como por ejemplo los discursos, libelos o sátiras políticas, las obras poéticas reunidas en misceláneas, o las partituras (Love, Woudhuysen). Podemos pensar que la situación era idéntica en el mundo español de los siglos XVI y XVII y que la lectura moderna no significó el fin de la circulación de los manuscritos.
Lectura silenciosa, lectura en voz alta
La más espectacular de las mutaciones reside en los progresos de la lectura silenciosa que no supone la oralización del texto para los otros o para sí mismo. Ya antes de la invención de la imprenta, este modo de leer se había difundido en el mundo universitario medieval y escolástico, y después en las cortes y las aristocracias seglares (Alessio, Saenger). Durante los dos siglos de la primera modernidad, la práctica conquista lectores más numerosos, que no son lectores profesionales o cortesanos y a quienes les gustan las obras de ficción.
Diversos son los indicios de esta transformación de la práctica de lectura que supone que el lector pueda entender un texto sin necesariamente leerlo en voz alta. Por un lado, el verbo «leer» adquiere comúnmente el significado de leer silenciosamente. Cervantes casi siempre lo empleaba con este sentido y añadía un adverbio o una expresión («leyendo en pronunciando», «leyendo en voz clara», «leyendo alto») cuando evocaba una lectura oralizada (Frenk 1999). Por otro lado, es la percepción de los progresos de la lectura silenciosa la que refuerza la denuncia de los efectos peligrosos de la ficción tal como los denunciaban ya anteriormente la condena cristiana de los malos ejemplos y la referencia neoplatónica a la expulsión de los poetas de la República (Ife). Se consideraba que las fábulas, cuando estaban leídas silenciosamente, se apoderaban con una fuerza irreprimible de lectores maravillados y embelesados, que percibían el mundo imaginario desplegado por el texto literario como más real que la realidad misma. Cervantes ejemplificó este poder de la lectura silenciosa por su manera de inscribir el inverosímil Coloquio de los perros dentro del Casamiento engañoso. En efecto, Campuzano no lee en voz alta ni recita el Diálogo de los perros del Hospital de la Resurrección de Valladolid que oyó y trasladó, sino que propone a Peralta leerlo privadamente, silenciosamente, como si esta relación con la ficción permitiera más fácilmente la creencia en lo increíble: «Yo me recuesto -dijo el Alférez- en esta silla, en tanto que vuestra merced lee, si quiere, esos sueños o disparates» (Molho, 124).
Sin embargo la difusión más extendida de la lectura silenciosa no debe hacer olvidar la larga y profunda persistencia de las prácticas de las lecturas oralizadas en la España de los siglos XVI y XVII. Para ciertos autores, fieles al Tesoro de la lengua castellana de Sebastián Covarrubias (1611), que define «leer» como «pronunciar con palabras lo que por letras está escrito», el verbo seguía significando leer en voz alta. Es el caso de Lope de Vega que precisaba el verbo cuando aludía a una lectura silenciosa- por ejemplo escribiendo «leer para sí» (Frenk, 1999)-.
Como práctica de la sociabilidad letrada, la lectura en voz alta se apoderaba de todos los géneros literarios: no sólo los géneros poéticos en sus diversas formas, sino también las novelas caballerescas o pastoriles, los libros de historia, las epístolas o las obras teatrales (Frenk, 1977, 21-38). El prólogo de Fernando de Rojas y los versos de Alonzo de Proaza, muestran claramente que el texto de la Celestina se dirigía a un lector que iba a leer la obra en voz alta para un público restringido de oyentes. Indica el autor: «Assí que cuando diez personas se juntaren a oír esta comedia en quien sepa esta differencia de condiciones, como suele acaescer, ¿quién negará que aya contienda en cosa que de tantas maneras se entienda?», y precisa el «corrector de la impressión»: «Si amas y quieres a mucha atención / leyendo a Calisto mover los gentes, / cumple que sepas hablar entre dientes / a vezes con gozo, esperança y passión, / a vezes ayrado con gran turbación; / Finge leyendo mil artes y modos; / Pregunta y responde por boca de todos, / llorando o ryiendo en tiempo y sazón» (Severin, 80-81 y 345).
Numerosas son las circunstancias de la vida cortesana o aristocrática que movilizaban la lectura en voz alta (Bouza, 2000, 99-100). Así, las lecturas dirigidas al príncipe cuando comía o después de su cena; las lecturas religiosas hechas por el amo de casa para su familia o sus criados; las lecturas de los libros de caballerías entre madre y hija, tal como las recuerda Teresa de Jesús (Chicharro 123-124); o las lecturas para pasar tiempo, como ésta que propone don Juan a don Jerónimo, en el capítulo LIX de la Segunda Parte del Quijote: «Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que traen la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha» (Rico, 1998, 1110).
La lectura en voz alta desempeñaba otro papel: transmitir los textos a los analfabetos que son numerosos en la España del Siglo de Oro, aunque los niveles de alfabetización en la Península no sean tan débiles como se ha afirmado durante mucho tiempo (Viñao Frago). Cervantes ficcionalizó semejante transmisión de los textos en el capítulo XXXII de la Primera parte del Quijote, donde el ventero Juan Palomeque evoca la lectura en voz alta de dos novelas de caballería, Don Cirongilio de Tracia y Felixmarte de Hircania, y de una crónica, la Historia del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba: «cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí las fiestas muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámos dél más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas» (Rico, 1998, 369).
Se aseguraba así a los textos de ficción, una circulación más allá de los «lectores», la lectura en voz alta era sin duda movilizada de una manera aún más importante para los sacerdotes y los predicadores. Con la presentación de imágenes y la teatralización de la palabra viva, la lectura y el comentario de pasajes, tanto de las Escrituras como de libros de devoción, eran una de las estrategias esenciales de la misión católica. Es muy claro entonces, que la forma «moderna» de la lectura en silencio y en soledad, no borró inclusive para los letrados, las prácticas más antiguas que ligaban el texto y la voz.
La lectura docta
La primera Edad Moderna conoció una transformación importante de los hábitos de lectura de los doctos. Fernando Bouza esbozó una tipología de este
...