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Doce Hombres Sin Piedad


Enviado por   •  28 de Diciembre de 2012  •  7.143 Palabras (29 Páginas)  •  1.672 Visitas

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Resumen:

La noción de duda razonable, los sesgos cognitivos y las emociones son en la actualidad un problema para la práctica del derecho y para el derecho entendido como argumentación. El guión de Reginald Rose, Twelve Angry Men es un ejemplo excepcional para analizar algunos de esos conceptos y observar su influencia en un escenario procesal de un valor teórico y cinematográfico incuestionables. Las predisposiciones cognitivas, las falacias informales, los sesgos cognitivos de confirmación y de disconformidad suponen en un desafío teórico para la lógica jurídica.

Palabras clave: Sesgos cognitivos, duda, emociones, falacia, argumentación jurídica, cine

Abstract:

Concepts as reasonable doubt, cognitive biases and emotions are now a theoretical problem for the practice of law, and the law understood as legal argumentation. From a theoretical point of view, the screenplay written by Reginald Rose, Twelve Angry Men, is an outstanding example to analyze some of these concepts, and its influence on procedural stage. Cognitive biases and informal fallacies are theoretical challenge to legal argumentation.

Keywords: Cognitive biases, Doubt, Emotions, Fallacies, Legal argumentation, Films

Du d a s r a z o n a b l e s , s e s g o s c o g n i t i v o s y e m o c i o n e s e n l a a r g u m e n t a c i ó n …

BAJO PALABRA. Revista de Filosofía

II Época, Nº 5 (2010): 203-214

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1. Sospechosos habituales (introducción)

Que la duda puede ser un punto de partida parece ponerse de manifiesto en el debut cinematográfico de Sidney Lumet, Twelve Angry Men (1957) también conocida en su traducción al español por Doce hombres sin piedad, si bien en Colombia, por ejemplo, se la conoce por Doce hombres en pugna. El guión de Reginald Rose sitúa la acción en el interior de una sala donde un jurado popular compuesto por doce varones debe decidir por unanimidad si condena o no a pena de muerte a un acusado de 18 años.

La circunstancia de que durante toda la película el jurado esté reunido en esa sala no socava un ápice la intensidad dramática de la acción sostenida en virtud de un guión sumamente sugestivo debido a la cantidad de nociones a las que los protagonistas aluden de un modo más o menos explícito: la intensidad dramática está aquí pues promovida por un elenco de conflictos teóricos con notables implicaciones para el sistema judicial en primer término y, en un llamativo segundo lugar, para el mismo acusado. Se diría que la única manera de mostrar piedad hacia el inculpado habría de ser la de atrincherarse en el rigor de los argumentos; rigor que erosiona la presunta prueba de los hechos para terminar haciendo razonable una piedad hacia el condenado a muerte en exceso mediada por el raciocinio y, por ello, seguramente inclemente y, en consecuencia, sin piedad.

Esta condición de partida —una clausurante atmósfera veraniega a la que se suma la malhadada avería de un ventilador, además de los impostergables compromisos de agenda que impacientan a algunos miembros del jurado o los crispados enfrentamientos dialécticos cuya agonía parece acrecentarse precisamente por lo desaconsejable de usar la fuerza para aliviar las tensiones fruto de desacuerdos—, parece realzar la vacilación con la que Henry Fonda se muestra en su primera aparición en la cinta.

La irresolución o perplejidad motivada por ser el único miembro del jurado que discrepa sobre la presunta rotundidad de los hechos condenatorios se presenta como una posición intelectual gratuita, pues de todos es sabido que a la naturaleza transitoria y fluctuante de la duda se le opone, según dicta el sentido común, el plano vital de las decisiones, de la rotundidad de la acción y de los hechos como remedio para salir de las situaciones o actitudes dubitantes.

Pero la duda, cuando es razonable, se nutre igualmente de una acción o movimiento figurado que va y viene entre al menos dos tesis o posiciones, por eso se dice de ella que fluctúa. La actitud de Henry Fonda podría tildarse a este respecto de inicialmente provocativa pues desea presentar como razonable una duda para la que no existe una posición suficientemente motivada, por la sencilla razón de que aún no se ha construido para ella el necesario discurso de los hechos (¿le habría, en puridad, asaltado la duda al protagonista?).

No hay, por tanto, al comienzo de la película, espacio o alternativas para la duda, porque no hay propiamente dos posiciones enfrentadas si estas no dan razón de sí con argumentos (a diferencia de lo que sucede cuando uno amenaza con levantar su puño).

La acción es agónica en esta cinta en la medida en que el discurso de los hechos condenatorio y, en su defecto, el discurso absolutorio no pueden, por derecho, gozar de una justificación conforme a argumentos si estos no son antes expuestos públicamente.

María G. NAVARRO

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Esto sería así incluso en el caso de que, durante el juicio, los diferentes discursos de los hechos hubiesen sido roídos en el fuero interno de cada uno de los miembros del jurado —a lo que se ve, bajo el efecto del resonante hilo de la experiencia y los inclementes prejuicios—, y después hubiesen sido lanzados sobre la mesa de negociación como se lanza un improperio o una moneda trucada.

Se hace entonces necesaria la mediación que implica el debate (para que haya debate). La toma de conciencia de esta circunstancia torna dramática la acción y, de manera particularmente prodigiosa, convierte la sala cerrada (la imagen completa de la película es reducida con soberbia austeridad al espacio dramático en que consiste a un tiempo tanto la película como la acción presentada en ella) en una alegoría para el examen de las condiciones de posibilidad de un juicio justo.

No pudiéndosele conceder en los primeros minutos de la cinta que haya por derecho una duda razonable (pues aún carece la duda de los precisos asideros discursivos entre los que mediar para efectuar, por así decir, la prueba del efecto de su división) el empecinamiento inicial de Fonda, el jurado número ocho, podría entenderse como un gesto de cortesía —ciertamente teñido de ironía— con el que invita a los restantes miembros del jurado a justificar un discurso de los hechos para el que ellos tampoco van sobrados de razones, por lo que más que mantener una posición,

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