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Filosofia Antigua


Enviado por   •  1 de Diciembre de 2013  •  1.470 Palabras (6 Páginas)  •  232 Visitas

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Mary Carmen Sánchez Ambriz

Dicen que la manera de morir es un reflejo de la vida que se llevó. La paradoja cubre a la historia del Almirante que cruzó por vez primera el océano Atlántico: falleció sin tener noticias de su hallazgo y decepcionado por distintas adversidades que se acumularon en sus últimos años.

Cuando tenía cincuenta y cinco años, el 20 de mayo de 1506, murió Cristóbal Colón en una finca de Valladolid, en el corazón de Castilla —hace 505 años. Tras haber recibido con devoción los sacramentos eclesiásticos, sus últimas palabras fueron: “In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum”, es decir, “A tus manos, Dios, encomiendo mi espíritu”. Padecía de gota y de artritis degenerativa, además su estado de ánimo tampoco le ayudó a superar la enfermedad.

El espíritu protector hizo que Colón, un día antes de su muerte, insistiera en la redacción del Codicilo, documento en donde se da cuenta de su última voluntad. La administración de sus rentas y la repartición de fortuna quedó a cargo de sus hijos Diego y Hernando; sus hermanos, Bartolomé y Diego, gozarían también de estos beneficios. El sepelio fue breve, solitario. Así lo examina Juan María Alponte en Colón. El hombre, el navegante, la leyenda: “El rey y los cortesanos estaban fuera de Valladolid. Los franciscanos del convento cercano le velaron. Nadie, prácticamente, se enteró de su muerte. El gran personaje, hijo de una época, asombroso y múltiple, murió a los cincuenta y cinco años de edad. Había sido, entre 1475 y 1506, la cabeza más acalorada, y más deslumbrante, de una época de descubridores de cabeza fría y obsesiones científicas. Sus huesos, como su firma, como su obra, darían ocasión, aun, a la fabulación”.

Y tras el deceso… ¿habría que pensar en la canonización? En El arpa y la lira (1979), la última novela de Alejo Carpentier, se manifiesta un rechazo hacia un libro de Leon Bloy, escritor católico que promovió la beatificación del Almirante y, por si fuera poco, le otorga un sitio junto a Moisés y San Pedro. Carpentier detectó las huellas de un mito y comenzó a trabajar en la increíble aventura del navegante. Lejos está de ser una novela histórica, sino el relato de la vida de un hombre que deserta de ser protagonista: la cercanía de la muerte hace que Colón haga un repaso más de sus debilidades que de sus hazañas. El arpa y la lira está dividida en tres capítulos: en el primero se da cuenta de la intención del Papa Pío ix por canonizar a Cristóbal Colón; en la segunda parte, el Almirante narra la historia del descubrimiento; y en la tercera, el humor socarrón de Carpentier se despliega cuando relata cómo el espíritu de Colón asiste a su juicio de canonización. Como ocurre en otras obras de Carpentier, la realidad y el sueño, la razón y la imaginación, la historia y el mito, la vida y la muerte, entretejen lazos en su prosa hasta llegar a conformar una especie de lienzo mágico y alegórico, conceptual y con tintes barrocos. Visto por Alejo Carpentier, Colón porta un traje de judío converso, es hijo de un tabernero, se le conoce por mentiroso, pendenciero, mujeriego, alucinado y un experimentado hombre de mar; presenta a un Colón que engaña para conseguir sus propósitos, que no son otros que la gloria personal, que deslumbra con visiones de oro y conquistas a los nobles castellanos y no duda en vender esclavos en Sevilla para asegurar la rentabilidad de sus viajes por las nuevas tierras. Exhibe a un héroe más humano, menos glorificado y, claro está, a una figura que dista mucho de ser el santo que deseaba proclamar el Papa Pío ix.

De los cuatro viajes que realizó Colón, los menos afortunados fueron el tercero y el cuarto. Sus biógrafos coinciden en que las calamidades comenzaron en estas travesías, mismas que debilitaron el espíritu y la salud del navegante. Considerando que hacía falta hombres para integrar la flota, para el tercero de sus recorridos se le otorgó permiso de que incluyera delincuentes. De tal modo que el Almirante, con ocho navíos y 226 marineros, zarpó, en febrero de 1498, de Sanlúcar de Barrameda, llegó a las Canarias y siguió rumbo a Cabo Verde. Descubrió la isla Trinidad; recorrió la costa de Paria, divisó isla Margarita, en donde había un gran banco de perlas. El 20 de agosto de 1498 estaba ya en Santo Domingo, la nueva capital de las Indias, cuando se encontró

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