Fouché El Genio Tenebroso
raulitoblue2 de Abril de 2013
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De modesto profesor de seminario a diputado de la Convención, procónsul terrible (apodado «el ametrallador de Lyon») y ministro de sucesivos gobiernos; de feroz revolucionario, enemigo declarado de aristócratas y privilegiados, a poderoso duque de Otranto; de comunista anticipado a su tiempo, contrario a las riquezas y a la propiedad privada, a dueño de la segunda mayor fortuna de Francia; aspirante irresoluto a sacerdote en los inicios de su carrera, luego un febril promotor de la descristianización, más tarde ministro del Cristianísimo Rey Luis XVIII; uno de quienes condenaron a Luis XVI a la muerte, en 1815 allanó el camino al hermano de éste, Luis XVIII… En fin. La de Joseph Fouché (1759-1820) fue sin dudas una trayectoria vertiginosa y tornadiza.
Trabajador incansable, maestro en el bajo arte del disimulo y ducho en el doble o el triple juego, su apariencia de desapasionado burócrata y su preferencia por actuar tras bastidores ocultan, en concepto de Stefan Zweig, a uno de los verdaderos árbitros de su época. Fouché hizo méritos para granjearse los peores epítetos de contemporáneos e historiadores («traidor», «intrigante», «hombre de naturaleza escurridiza de reptil», «abyecto», «amoral», etc.). Zweig, autor de la vivaz biografía que reseño (publicada originalmente en 1929), lo caracteriza como «el más excepcional de los hombres políticos». En él calibra no sólo al traidor, oportunista e inescrupuloso político que indudablemente fue sino también un enigma psicológico, un caso de complejidad espiritual y moral a la altura de sus finas dotes de observador. Traza pues el autor una intensa semblanza de quien pudo no sólo salir bien parado sino victorioso de los duelos que sostuvo con personalidades como Robespierre y Napoleón (de quien fue «el más antiguo de sus ministros y el más fiel de sus enemigos»).
Fouché no fue el único a quien la Revolución sacó del anonimato, ciertamente, ni el último en beneficiarse del desorden de la época. Pero sí que fue uno de los pocos que sobrevivieron a la caída de distintos gobiernos sabiendo mantenerse casi siempre en la cresta de la ola. Mientras los demás caían, tanto los poderosos como sus comparsas, él seguía en pie, a veces salvando la piel por poco. Su táctica preferida fue la de permanecer en segundo plano y operar desde las sombras, no comprometerse a fondo con nadie ni con nada y nunca pertenecer al partido de las minorías. «Monstruo de frialdad», las únicas personas que supieron de su afecto fueron sus hijos y su primera esposa. Aparte, lo único que podía inflamar su temperamento flemático era el atractivo del poder.
Una vez que lo hubo probado, nunca pudo desembarazarse de él, voluntariamente. Su mayor debilidad, nos dice Zweig, fue la de no saber retirarse a tiempo.
Zweig presenta a Fouché como el orquestador de la conjura del 9 de thermidor, que acabó con Robespierre (28 de julio de 1794). Se había ganado el repudio del Incorruptible, lo que equivalía a una promesa de muerte; Fouché no hizo más que adelantársele para evitar su propia caída como víctima del Terror (él, que en calidad de procónsul responsable de matanzas en el Bajo Loira -en complicidad con Collot d’Herbois- había sido uno de sus más cumplidos agentes). A salvo de la guillotina, los vaivenes de la política revolucionaria lo condujeron a prisión, en 1795. Pronto liberado, siguieron tres años de miseria. Lenta, cautelosamente labró su retorno a los círculos del poder, desempeñándose como informador de la policía y volviéndose indispensable para Barras (miembro prominente del Directorio). Aprendió en este oscuro período los rudimentos del trabajo policial y del espionaje interno, de los que extrajo enorme provecho en los años en que se desenvolvió como Ministro de Policía: del Directorio y del Consulado entre 1799 y 1802 (colaboró en el golpe de 18 de brumario,
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